
La
participación activa de los fieles en la liturgia no debe generar confusión en
el rol de cada uno de los ministerios y funciones, ni en las relaciones interpersonales
que forma parte de la interacción entre los participantes. En toda celebración
los fieles interactúan entre sí y con las personas divinas. En esta interacción
se deben respetar los dos términos de la relación: por una parte, todo lo que
es propio de la naturaleza y de la acción de Dios, y, por la otra, todo lo que
es propio de la naturaleza y acción de los fieles: «Mediante el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, se
manifiesta y realiza en ella, a través de signos, la santificación de los
hombres; y el Cuerpo Místico de Cristo, esto es la Cabeza y sus miembros,
ejerce el culto público que se debe a Dios[1]».
La
participación en la celebración no puede ser simplemente fruto de una
experiencia personal o a una suma de medios humanos dirigidos a hacer
comprender y gustar las celebraciones. Celebrar la liturgia es «actuar el
misterio de la salvación que se ha hecho historia, que se recuerda en
sentido litúrgico y se revive en su plenitud en el aquí y ahora, en el hoy
celebrativo»[2].
Participar
activamente en la celebración del misterio significa hacer experiencia del
misterio, es dejarse envolver por el mismo y unirse a Cristo. Es tomar parte
plenamente de la celebración litúrgica, de la cual el pueblo de Dios, «raza
elegida, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido» (1 Ped 2,9), tiene derecho y deber en
virtud del bautismo.
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