El margen muy amplio dado a las lecturas bíblicas y a
autores eclesiásticos caracteriza a este oficio como tiempo de escucha de Dios
que habla, momento de meditación sobre las realidades reveladas por él, de
contemplación de la historia salvífica y, en particular, del misterio de
Cristo.
Crea el ámbito espiritual favorable para la atención a
la voz de la iglesia, que se hace anunciadora, maestra y guía espiritual. Pero
la escucha que caracteriza a este oficio no debe hacer olvidar la nota general
de toda la LH, la de la alabanza, que se pone de relieve sobre todo en
el himno y en los salmos. Más aún, las lecturas mismas entran en este clima,
porque estimulan, alimentan y revigorizan la celebración de la alabanza
mediante la evocación de las maravillas realizadas por Dios. La iglesia y el orante
continúan la glorificación del Altísimo admirando su sabiduría en lo que ha
dicho y su poder en lo que ha hecho, entonando himnos a su amor, porque una y
otra cosa se han obrado para la salvación del hombre.