Quien lee el relato de la
institución eucarística en los Evangelios sinópticos queda impresionado por la
sencillez y, al mismo tiempo, la « gravedad », con la cual Jesús, la tarde de
la Última Cena, instituye el gran Sacramento. Hay un episodio que, en cierto
sentido, hace de preludio: la unción de Betania. Una mujer, que Juan
identifica con María, hermana de Lázaro, derrama sobre la cabeza de Jesús un
frasco de perfume precioso, provocando en los discípulos –en particular
en Judas (cf. Mt 26, 8; Mc 14, 4; Jn 12, 4)– una reacción
de protesta, como si este gesto fuera un « derroche » intolerable, considerando
las exigencias de los pobres. Pero la valoración de Jesús es muy diferente. Sin
quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de
dedicar siempre los discípulos –« pobres tendréis siempre con vosotros » (Mt
26, 11; Mc 14, 7; cf. Jn 12, 8)–, Él se fija en el acontecimiento
inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como
anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por
estar indisolublemente unido al misterio de su persona.