Los diáconos, «que reciben la
imposición de manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio»,
hombres de buena fama, deben actuar de tal manera, con la ayuda de Dios, que
sean conocidos como verdaderos discípulos de aquel «que no ha venido a ser
servido sino a servir» y estuvo en medio de sus discípulos «como el que sirve».
Y fortalecidos con el don del mismo Espíritu Santo, por la imposición de las
manos, sirven al pueblo de Dios en comunión con el Obispo y su presbiterio. Por
tanto, tengan al Obispo como padre, y a él y a los presbíteros, préstenles
ayuda «en el ministerio de la palabra, del altar y de la caridad».