Los diáconos, «que reciben la
imposición de manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio»,
hombres de buena fama, deben actuar de tal manera, con la ayuda de Dios, que
sean conocidos como verdaderos discípulos de aquel «que no ha venido a ser
servido sino a servir» y estuvo en medio de sus discípulos «como el que sirve».
Y fortalecidos con el don del mismo Espíritu Santo, por la imposición de las
manos, sirven al pueblo de Dios en comunión con el Obispo y su presbiterio. Por
tanto, tengan al Obispo como padre, y a él y a los presbíteros, préstenles
ayuda «en el ministerio de la palabra, del altar y de la caridad».
No dejen nunca de «vivir el
misterio de la fe con alma limpia, como dice el Apóstol, y proclamar esta fe,
de palabra y de obra, según el Evangelio y la tradición de la Iglesia»,
sirviendo fielmente y con humildad, con todo el corazón, en la sagrada Liturgia
que es fuente y cumbre de toda la vida eclesial, «para que, una vez hechos
hijos de Dios por la fe y el Bautismo, todos se reúnan para alabar a Dios en
medio de la Iglesia, participen en el Sacrificio y coman la cena del Señor».
Por tanto, todos los diáconos, por su parte, empléense en esto, para que la
sagrada Liturgia sea celebrada conforme a las normas de los libros litúrgicos
debidamente aprobados.
REDEMPTIONIS
SACRAMENTUM
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