El Sacramento de la Redención,
que la Madre Iglesia confiesa con firme fe y recibe con alegría, celebra y
adora con veneración, en la santísima Eucaristía, anuncia la muerte de
Jesucristo y proclama su resurrección, hasta que Él vuelva en gloria, como
Señor y Dominador invencible, Sacerdote eterno y Rey del universo, y entregue
al Padre omnipotente, de majestad infinita, el reino de la verdad y la vida.
La doctrina de la Iglesia
sobre la santísima Eucaristía ha sido expuesta con sumo cuidado y la máxima
autoridad, a lo largo de los siglos, en los escritos de los Concilios y de los
Sumos Pontífices, puesto que en la Eucaristía se contiene todo el bien
espiritual de la Iglesia, que es Cristo, nuestra Pascua, fuente y cumbre de
toda la vida cristiana, y cuya fuerza alienta a la Iglesia desde los inicios.
Recientemente, en la Carta Encíclica «Ecclesia de Eucharistia», el Sumo Pontífice Juan
Pablo II ha expuesto de nuevo algunos principios sobre esta materia, de gran
importancia eclesial para nuestra época.
Para que también en los
tiempos actuales, tan gran misterio sea debidamente protegido por la Iglesia,
especialmente en la celebración de la sagrada Liturgia, el Sumo Pontífice mandó
a esta Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
que, en colaboración con la Congregación para la Doctrina de la Fe, preparara
esta Instrucción, en la que se trataran algunas cuestiones referentes a la
disciplina del sacramento de la Eucaristía. Por consiguiente, lo que en esta
Instrucción se expone, debe ser leído en continuidad con la mencionada Carta
Encíclica Ecclesia de Eucharistia.
Sin embargo, la intención no
es tanto preparar un compendio de normas sobre la santísima Eucaristía sino más
bien retomar, con esta Instrucción, algunos elementos de la normativa litúrgica
anteriormente enunciada y establecida, que continúan siendo válidos, para
reforzar el sentido profundo de las normas litúrgicas e indicar otras que
aclaren y completen las precedentes, explicándolas a los Obispos, y también a
los presbíteros, diáconos y a todos los fieles laicos, para que cada uno,
conforme al propio oficio y a las propias posibilidades, las puedan poner en
práctica.
Las normas que se contienen en
esta Instrucción se refieren a cuestiones litúrgicas concernientes al Rito
romano y, con las debidas salvedades, también a los otros Ritos de la Iglesia
latina, aprobados por el derecho.
No hay duda de que la reforma
litúrgica del Concilio ha tenido grandes ventajas para una participación más
consciente, activa y fructuosa de los fieles en el santo Sacrificio del altar.
Sin embargo, no faltan sombras. Así, no se puede callar ante los abusos,
incluso gravísimos, contra la naturaleza de la Liturgia y de los sacramentos,
también contra la tradición y autoridad de la Iglesia, que en nuestros tiempos,
no raramente, dañan las celebraciones litúrgicas en diversos ámbitos
eclesiales. En algunos lugares, los abusos litúrgicos se han convertido en una
costumbre, lo cual no se puede admitir y debe terminarse.
La observancia de las normas
que han sido promulgadas por la autoridad de la Iglesia exige que concuerden la
mente y la voz, las acciones externas y la intención del corazón. La mera
observancia externa de las normas, como resulta evidente, es contraria a la
esencia de la sagrada Liturgia, con la que Cristo quiere congregar a su
Iglesia, y con ella formar un sólo cuerpo y un sólo espíritu. Por esto la
acción externa debe estar iluminada por la fe y la caridad, que nos unen con
Cristo y los unos a los otros, y suscitan en nosotros la caridad hacia los
pobres y necesitados. Las palabras y los ritos litúrgicos son expresión fiel,
madurada a lo largo de los siglos, de los sentimientos de Cristo y nos enseñan
a tener los mismos sentimientos que él; conformando nuestra mente con sus
palabras, elevamos al Señor nuestro corazón. Cuanto se dice en esta
Instrucción, intenta conducir a esta conformación de nuestros sentimientos con
los sentimientos de Cristo, expresados en las palabras y ritos de la Liturgia.
Los abusos, sin embargo, contribuyen
a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento.
De esta forma, también se impide que puedan «los fieles revivir de algún modo
la experiencia de los dos discípulos de Emaús: Entonces se les abrieron los
ojos y lo reconocieron. Conviene que todos los fieles tengan y realicen
aquellos sentimientos que han recibido por la pasión salvadora del Hijo
Unigénito, que manifiesta la majestad de Dios, ya que están ante la fuerza, la
divinidad y el esplendor de la bondad de Dios, especialmente presente en el
sacramento de la Eucaristía.
No es extraño que los abusos
tengan su origen en un falso concepto de libertad. Pero Dios nos ha concedido,
en Cristo, no una falsa libertad para hacer lo que queramos, sino la libertad
para que podamos realizar lo que es digno y justo. Esto es válido no sólo para
los preceptos que provienen directamente de Dios, sino también, según la
valoración conveniente de cada norma, para las leyes promulgadas por la
Iglesia. Por ello, todos deben ajustarse a las disposiciones establecidas por
la legítima autoridad eclesiástica.
PROEMIO
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