En las catequesis de las semanas
anteriores presenté algunos aspectos de la teología medieval. Pero la fe
cristiana, profundamente arraigada en los hombres y las mujeres de aquellos
siglos, no dio origen solamente a obras maestras de la literatura teológica,
del pensamiento y de la fe. Inspiró también una de las creaciones artísticas
más elevadas de la civilización universal: las catedrales, verdadera gloria del
Medievo cristiano. Durante casi tres siglos, a partir de comienzos del siglo
XI, en Europa se asistió a un fervor artístico extraordinario. Un antiguo
cronista describe así el entusiasmo y la laboriosidad de aquellos tiempos:
"Sucedió que en todo el mundo, pero especialmente en Italia y en las
Galias, se comenzaron a reconstruir las iglesias, aunque muchas de ellas, que
todavía estaban en buenas condiciones, no necesitaban esa restauración. Era
como una competición entre un pueblo y otro; parecía que el mundo, liberándose
de los viejos andrajos, por todas partes quisiera revestirse del blanco vestido
de nuevas iglesias. En definitiva, los fieles de entonces restauraron casi todas
las iglesias catedrales, un gran número de iglesias monásticas e incluso
oratorios de pueblo" (Rodolfo el Glabro, Historiarum 3, 4).
Queridos hermanos y hermanas, que el Señor nos ayude a redescubrir el
camino de la belleza como uno de los itinerarios, quizá el más atractivo y
fascinante, para llegar a encontrar y a amar a Dios.
Varios factores contribuyeron a
este renacimiento de la arquitectura religiosa. Ante todo, condiciones
históricas más favorables, como una mayor seguridad política, acompañada por un
aumento constante de la población y por el desarrollo progresivo de las
ciudades, de los intercambios y de la riqueza. Además, los arquitectos
encontraban soluciones técnicas cada vez más elaboradas para aumentar las
dimensiones de los edificios, asegurando al mismo tiempo su solidez y
majestuosidad. Pero fue principalmente gracias al entusiasmo y al celo
espiritual del monaquismo en plena expansión como se construyeron iglesias
abaciales, en las que se podía celebrar la liturgia con dignidad y solemnidad,
y los fieles podían permanecer en oración, atraídos por la veneración de las
reliquias de los santos, meta de incesantes peregrinaciones.
Así nacieron las iglesias y las
catedrales románicas, caracterizadas por el desarrollo longitudinal —a lo
largo— de las naves para acoger a numerosos fieles; iglesias muy sólidas, con
gruesos muros, bóvedas de piedra y líneas sencillas y esenciales. La
introducción de las esculturas representa una novedad. Al ser las iglesias
románicas el lugar de la oración monástica y del culto de los fieles, los
escultores, más que preocuparse de la perfección técnica, cuidaron sobre todo
la finalidad educativa. Puesto que era preciso suscitar en las almas
impresiones fuertes, sentimientos que pudieran incitar a huir del vicio, del
mal, y a practicar la virtud, el bien, el tema recurrente era la representación
de Cristo como juez universal, rodeado por los personajes del Apocalipsis. Por
lo general esta representación se encuentra en los portales de las iglesias
románicas, para subrayar que Cristo es la Puerta que lleva al cielo. Los
fieles, al cruzar el umbral del edificio sagrado, entran en un tiempo y en un
espacio distintos de los de la vida cotidiana. En la intención de los artistas,
más allá del portal de la iglesia, los creyentes en Cristo, soberano, justo y
misericordioso, podían saborear anticipadamente la felicidad eterna en la
celebración de la liturgia y en los actos de piedad que tenían lugar dentro del
edificio sagrado.
En los siglos XII y XIII, desde el
norte de Francia se difundió otro tipo de arquitectura en la construcción de
los edificios sagrados: la arquitectura gótica, con dos características nuevas
respecto al románico, que eran el impulso vertical y la luminosidad. Las
catedrales góticas mostraban una síntesis de fe y de arte expresada con armonía
mediante el lenguaje universal y fascinante de la belleza, que todavía hoy
suscita asombro. Gracias a la introducción de las bóvedas de arco ojival, que se
apoyaban en robustos pilares, fue posible aumentar considerablemente la altura.
El impulso hacia lo alto quería invitar a la oración y él mismo era una
oración. De este modo, la catedral gótica quería traducir en sus líneas
arquitectónicas el anhelo de las almas hacia Dios. Además, con las nuevas
soluciones técnicas adoptadas, los muros perimétricos podían ser perforados y
embellecidos con vidrieras polícromas. En otras palabras, las ventanas se
convertían en grandes imágenes luminosas, muy adecuadas para instruir al pueblo
en la fe. En ellas —escena tras escena— se narraba la vida de un santo, una
parábola u otros acontecimientos bíblicos. Desde las vidrieras coloreadas se
derramaba una cascada de luz sobre los fieles para narrarles la historia de la
salvación e implicarlos en esa historia.
Otra cualidad de las catedrales
góticas es que en su construcción y su decoración, de modo diferente pero
coral, participaba toda la comunidad cristiana y civil; participaban los
humildes y los poderosos, los analfabetos y los doctos, porque en esa casa
común se instruía en la fe a todos los creyentes. La escultura gótica hizo de
las catedrales una "Biblia de piedra", representando los episodios
del Evangelio e ilustrando los contenidos del año litúrgico, desde la Navidad
hasta la glorificación del Señor. En aquellos siglos, por otro lado, se
difundía cada vez más la percepción de la humanidad del Señor, y los
sufrimientos de su Pasión se representaban de modo realista: el Cristo
sufriente (Christus patiens) se convirtió en una imagen amada por todos,
que inspiraba compasión y arrepentimiento de los pecados.
No faltaban los personajes del
Antiguo Testamento, cuya historia llegó a ser familiar para los fieles que
frecuentaban las catedrales, como parte de la única y común historia de
salvación. La escultura gótica del siglo XIII, con sus rostros llenos de
belleza, de dulzura, de inteligencia, revela una piedad feliz y serena, que se
complace en difundir una devoción sentida y filial hacia la Madre de Dios,
vista a veces como una mujer joven, sonriente y materna, representada
principalmente como la soberana del cielo y de la tierra, poderosa y
misericordiosa. A los fieles que llenaban las catedrales góticas les gustaba
encontrar en ellas expresiones artísticas que les recordaran a los santos,
modelos de vida cristiana e intercesores ante Dios. Y no faltaron las
manifestaciones "laicas" de la existencia: en muchas partes aparecían
representaciones del trabajo en los campos, de las ciencias y de las artes.
Todo estaba orientado y se ofrecía a Dios en el lugar donde se celebraba la
liturgia. Podemos comprender mejor el sentido que se atribuía a una catedral
gótica, considerando el texto de la inscripción grabada en el portal central de
Saint-Denís, en París: "Visitante, que quieres alabar la belleza de estas
puertas, no te dejes deslumbrar ni por el oro ni por la magnificencia, sino más
bien por el fatigoso trabajo. Aquí brilla una obra famosa, pero quiera el cielo
que esta obra famosa que brilla haga resplandecer los espíritus, a fin de que
con las verdades luminosas se encaminen hacia la verdadera luz, donde Cristo es
la verdadera puerta".
Queridos hermanos y hermanas, ahora
quiero subrayar dos elementos del arte románico y gótico útiles también para
nosotros. El primero: las obras maestras en el campo del arte nacidas en Europa
en los siglos pasados son incomprensibles si no se tiene en cuenta el alma
religiosa que las inspiró. Marc Chagall, un artista que siempre testimonió el
encuentro entre estética y fe, escribió que "durante siglos los pintores
mojaron su pincel en el alfabeto colorido que era la Biblia". Cuando la
fe, especialmente celebrada en la liturgia, se encuentra con el arte, se crea
una sintonía profunda, porque ambas pueden y quieren hablar de Dios, haciendo visible
al Invisible. Quiero compartir esto en el encuentro con los artistas del 21 de
noviembre, renovándoles la propuesta de amistad entre la espiritualidad
cristiana y el arte, que ya promovieron mis venerados predecesores, en
particular los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II.
El segundo elemento: la fuerza del
estilo románico y el esplendor de las catedrales góticas nos recuerdan que la via
pulchritudinis, el camino de la belleza, es una senda privilegiada y
fascinante para acercarse al misterio de Dios. ¿Qué es la belleza, que
escritores, poetas, músicos, artistas contemplan y traducen en su lenguaje,
sino el reflejo del resplandor del Verbo eterno hecho carne? Afirma san
Agustín: "Pregunta a la belleza de la tierra, pregunta a la belleza del
mar, pregunta a la belleza del aire dilatado y difuso, pregunta a la belleza
del cielo, pregunta al ritmo ordenado de los astros; pregunta al sol, que
ilumina el día con su fulgor; pregunta a la luna, que mitiga con su resplandor
modera la oscuridad de la noche que sigue al día; pregunta a los animales que
se mueven en el agua, que habitan la tierra y vuelan en el aire; a las almas
ocultas, a los cuerpos manifiestos; a los seres visibles, que necesitan quien
los gobierne, y a los invisibles, que los gobiernan. Pregúntales. Todos te
responderán: "Contempla nuestra belleza". Su belleza es su confesión.
¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino la Belleza
inmutable?" (Sermo CCXLI, 2: p l38, 1134).
BENEDICTO
XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles
18 de noviembre de 2009
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