Religión y arte, aún constituyendo dos universos formales distintos, se encuentran unidos entre sí de modo que una se trasforman en vehículo para la otra. La declaración de Juan XXIII, y después de Pablo VI que hace del arte un “casi sacramento” confiere a ella un eminente valor teológico y la inserta en el íntimo de la espiritualidad cristiana.
El arte no es solo estímulo religioso, sino el modo de la oración y de contemplación del misterio de Dios: sea para el artista que plasma, sea para el espectador que encuentra en ella un catalizador para su diálogo personal y comunitario con Dios. También en esto el arte realiza su función mediadora de «llevar el mundo divino al hombre, al nivel sensible y mediante sus vibraciones sentimentales, para elevar después el mundo humano a Dios, a su reino inefable de misterio, de belleza, de vida».
Buscando en el pensamiento de las fuentes eclesiásticas se encuentra que subsiste una relación de analogía entre el arte y la mística. Estas son como realidades simpliciter diversas y de algún modo similares. Similar es el conocimiento por connaturalizad que implica a ambas. El arte dice experiencia de la natura naturata, mientras la mística de la natura naturans. Bajo este aspecto maduran las diversidad per se, que se disuelven nuevamente cuando son insertadas en el complejo de las experiencias de la persona. El arte sagrada pide un creer, quiere una experiencia espirituales que se transforme en ruminatio fidei, quiere síntesis de elevación mística e intuición estética.
En términos cristianos la nota de espiritualidad hace al arte idóneo para la oración, por lo cual puede ser fuente de genuina devoción, pero también de impedimento si se reduce a ostentación. La obra de arte debe contribuir a un armónico desarrollo de la personalidad indicando la analogía que hay entre la organicidad del arte y la coralidad de la oración. El fin de la oración es la participación a la santidad de Dios. El fin del arte es la gratuidad de la contemplación. La vocación a la santidad, que es el fin esencial de la ascesis cristiana, entra en relación con el arte. El arte, de hecho, es transfiguración de la naturaleza, la santidad es elevación del hombre y su reconstitución en conformidad con Cristo. Siendo imagen del misterio e instrumento de santidad, el arte sacra no puede no llevar en sus más claras afirmaciones un estado de gracia, o un dono particular de Dios.
Enunciando el misterio divino, poniéndose como invocación y como epifanía, el arte sacra contiene y visualiza el núcleo portante del cristianismo que está fundado sobre las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad.
La relación entre fe y arte es difícil, compleja, mutable a través de un juego de equilibrios que piden siempre nuevas síntesis según las dosis entre persona, sociedad y espiritualidad. Al mismo tiempo existe una relación natural, una profunda intimidad, una maravillosa posibilidad de colaboración. Sea el arte que la fe exaltan la grandeza del hombre y su sed de infinito. La fe, que la Iglesia testimonia, es la llave hermenéutica de la vida creada y el arte se transforma en manifestación de contenidos revelados. El dialogo entre arte y fe es fundamental.
El cristianismo resuelve el fiscalismo extrínseco del pacto antiguo con la caridad y el amor. El arte como reflejo del ágape no puede reducirse a árido academismo. El arte sagrado tiene como su manifiesto la civilización del amor que se actúa en el ser expresión de todo aquello que es plenamente humano. «El arte, en sí, testimonia un misterioso impulso que parte del corazón del uno hacia el rostro del otro. Ella es universal, y desafía el tiempo y el espacio. La memoria humana no cesa de tornar. A través de las épocas y las culturas diversas, el arte autentico se dirige a todos los hombres. Los une como hace el amor».
La memoria abre a la profecía. El deseo de plenitud no se resuelve en ilusiones contingentes, el arte no se comprime en los ámbitos de la pura pericia técnica o del pesimismo sin solución de continuidad. El arte es compasión por el dolor del hombre y es esperanza. La voluntad de perfección y el deseo de realidad de los propios contenidos hacen de ella un símbolo de esperanza a través de la belleza. «Este mundo necesita de la belleza para no caer en la desesperación» y el arte sacra, con sus contenidos escatológicos, puede dejar transparentar «algo de esperanza que es más grande que el sufrimiento y la decadencia». También a través del sufrimiento de una trágica ausencia [ella llevará] el deseo irrenunciable de algo, o mejor de Alguno, que de sentido al efímero, y de otro modo absurdo agitarse del hombre en el tiempo y en el espacio de este mundo finito».
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