Existe una estrecha relación entre los sacramentos y la confesión de la fe. Los sacramentos como fuente de gracia nos dan la fuerza para testimoniar con la propia vida la transformación que Dios obra en el alma del cristiano. La presencia de Dios en el alma nos transforma en faros que iluminan con la luz de Cristo resucitado.
Después de la resurrección, Cristo ya no es visible, pero se hace presente a los hombres mediante su “sacramento”, que es la Iglesia: ella anuncia la Palabra de Cristo y reitera los gestos que él nos mostró.
En la carta de Santiago se habla del sacramento como un acto de oración inspirado por la fe y llevado a cabo por un ministro de la Iglesia (Cf. Sant 5,15-15). El sacramento no es solo un caminar privado, es una confesión de fe.
En el libro de los Hechos, los caminos de conversión desembocan en una celebración sacramental. Así por ejemplo, en el camino y el diálogo con los discípulos de Emaús, o en el envío del diácono Felipe hacia el eunuco etíope, o en el episodio de la conversión de Pablo, tras una iniciativa del Resucitado, los convertidos entienden las Escrituras gracias a la presencia de un testigo que les guía por ese camino. Su fe encuentra la plenitud con los sacramentos de la Iglesia: La Eucaristía de Emaús, el Bautismo del eunuco y la imposición de manos sobre Pablo invocando el don del Espíritu.
El cristiano que recibe los sacramentos con fe y los testimonia con una vida coherente con el Evangelio se convierte en signo visible de la gracia de Dios, y por el testimonio de la propia vida es invitación permanente a otros, de acercarse y dejarse tocar por la gracia sacramental.
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