La bendición es, en el Antiguo Testamento,
una confesión pública de la potencia de Dios y el favor concedido por Dios al
hombre. Las cosas, los campos y las propiedades, son bendecidas para que sean
un bien para el hombre. La fuente de toda bendición es Dios, aunque el hombre
pueda también bendecir. En Cristo “hemos sido bendecidos con toda clase de
bendiciones espirituales” (Efesios 1,3) y la Iglesia ha recibido la facultad de
bendecir. Por medio de la bendición se consagra a Dios todo aquello que
poseemos y hacemos.
Las antiguas formulas de bendiciones
cristianas reciben el influjo del judaísmo.
La bendición confiere una disposición
permanente al servicio divino. En las bendiciones solemnes de consagración se
utiliza el olio, como es el caso de la consagración de una Iglesia o un altar.
Por medio de la consagración una cosa o persona, es destinada al servicio
exclusivo de Dios.
En las bendiciones invocativas, la persona
o el objeto no mutan permanentemente (como es el caso de los enfermos) e
implica la intercesión de la Iglesia en su favor.
Entre las bendiciones, las principales son
las de ordenación del Obispo, presbítero, diácono. Los catecúmenos eran
bendecidos antes del Congedo de la asamblea eucarística y varias veces durante
el catecumenado. La asamblea era bendecida antes de disolverse y durante la Eucaristía.
Categorías especiales son las bendiciones super
populum.
De bendiciones nupciales por parte del
obispo habla Ignacio de Antioquía. La formula más antigua de bendición por el
Abad se encuentra en el Gregorianum.
Las más antiguas referencias de bendiciones de objetos están conectadas con la
eucarística, el ágape y la iniciación cristiana.
El Gelasianum
contiene las bendiciones del cirio pascual y de la fuente bautismal. Al tiempo
del Supplementum Anianense el hábito
de bendecir los objetos es ampliamente difundido bajo el influjo monástico, e
incluyera lugares como el refectorio, dormitorio, escritorio, cocina, granero,
etc.
Las Constitutiones
Apostolorum dicen que bendecir es deber del obispo y del presbitero, y no
debe ser usurpado por el diácono o un laico. Hipólito, en cambio, atestigua que
las manos son impuestas sobre el catecúmeno por su guía, sea clérigo o laico.
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