Tomás H. Jerez

jueves, 8 de noviembre de 2012

LITURGIA: LA BENDICIÓN




La bendición es, en el Antiguo Testamento, una confesión pública de la potencia de Dios y el favor concedido por Dios al hombre. Las cosas, los campos y las propiedades, son bendecidas para que sean un bien para el hombre. La fuente de toda bendición es Dios, aunque el hombre pueda también bendecir. En Cristo “hemos sido bendecidos con toda clase de bendiciones espirituales” (Efesios 1,3) y la Iglesia ha recibido la facultad de bendecir. Por medio de la bendición se consagra a Dios todo aquello que poseemos y hacemos.


Las antiguas formulas de bendiciones cristianas reciben el influjo del judaísmo.
La bendición confiere una disposición permanente al servicio divino. En las bendiciones solemnes de consagración se utiliza el olio, como es el caso de la consagración de una Iglesia o un altar. Por medio de la consagración una cosa o persona, es destinada al servicio exclusivo de Dios.
En las bendiciones invocativas, la persona o el objeto no mutan permanentemente (como es el caso de los enfermos) e implica la intercesión de la Iglesia en su favor.
Entre las bendiciones, las principales son las de ordenación del Obispo, presbítero, diácono. Los catecúmenos eran bendecidos antes del Congedo de la asamblea eucarística y varias veces durante el catecumenado. La asamblea era bendecida antes de disolverse y durante la Eucaristía. Categorías especiales son las bendiciones super populum.
De bendiciones nupciales por parte del obispo habla Ignacio de Antioquía. La formula más antigua de bendición por el Abad se encuentra en el Gregorianum. Las más antiguas referencias de bendiciones de objetos están conectadas con la eucarística, el ágape y la iniciación cristiana.
El Gelasianum contiene las bendiciones del cirio pascual y de la fuente bautismal. Al tiempo del Supplementum Anianense el hábito de bendecir los objetos es ampliamente difundido bajo el influjo monástico, e incluyera lugares como el refectorio, dormitorio, escritorio, cocina, granero, etc.
Las Constitutiones Apostolorum dicen que bendecir es deber del obispo y del presbitero, y no debe ser usurpado por el diácono o un laico. Hipólito, en cambio, atestigua que las manos son impuestas sobre el catecúmeno por su guía, sea clérigo o laico.

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