El arte penetra la liturgia en todas sus
manifestaciones, explicitando el rico contenido semántico de la misma. Sus
expresiones —como el mimo, el gesto, la coreografía— liberan el rito de la
banalidad de la acción común, confiriéndole hieraticidad y un justo tono impersonal,
de modo que pueda decirse acción de todos y puedan todos comunitariamente
reflejarse en él.
Lo atestigua así la misma historia, que, a través de
las artes gráficas y plásticas, nos transmite la gran elocuencia de ciertos
gestos cultuales, repetidos a lo largo de los siglos con devota reverencia,
hasta llegar a sacralizarlos. El más antiguo es el gesto del orante: éste aparece
recto y en pie, con los brazos ligeramente extendidos y doblados hasta elevar
las manos con las palmas abiertas a la altura de los hombros. El gesto de la mano
extendida hacia la ofrenda en el momento en que los sacerdotes concelebrantes
de la eucaristía pronuncian las palabras de la institución viene igualmente
atestiguado por el arte; constituye un gesto similar al denominado bendiciente
del Cristo Pantocrátor y al del ángel que anuncia la resurrección de Jesús
en el arte románico y prerrománico.
No son ellos propiamente signos o gestos
litúrgicos acompañados y clarificados por la palabra; son más bien
reforzadores de la palabra misma. Para proclamarla en la asamblea
como conviene a una. digna celebración litúrgica, es necesario recurrir
al arte de la dicción y de la oratoria que, junto con el canto, no sólo
evidencia la composición literaria y poética que expresa la palabra de Dios,
sino que interpreta también y manifiesta la intensa riqueza de sentimientos que
ella suscita. Estas artes cooperan con su fuerza sugestiva a envolver en la
acción tanto a los fieles como al que preside o al que proclama la palabra, de
modo que ésta, penetrando en sus corazones, "más tajante que una espada de
doble filo", los transforme hasta el punto de convertirlos en expresión perfecta
de alabanza a Dios.
A una con la música y los colores, las líneas
arquitectónicas y plásticas crean en torno a la celebración litúrgica un
ambiente que, con justa y armónica sugestión, ayuda a los fieles a entrar en la
atmósfera festiva del rito, así como a comprender los significados más
fundamentales de los diversos elementos integrantes de su celebración. Desde
los tiempos más remotos, el hombre ha comprendido la necesidad de distinguir, consagrar
y dedicar un determinado espacio a Dios para expresar sus gestos cultuales. El
sello característico de este lugar lo dan las líneas y las formas que
convencional o tradicionalmente evocan determinados valores simbólicos
(recuérdese el uso del cuadrado y del círculo con los respectivos cubo y esfera;
articulados entre sí en la composición de elementos arquitectónico litúrgicos, llegan
a evocar el misterio de la encarnación. Es el caso, por ejemplo, del sagrario
colocado sobre el altar).
El arte pictórico, y más tarde el escultórico, se
suman con su lenguaje propio al arquitectónico, con la intención de dar mayor
elocuencia a la función del lugar y envolver así más profundamente a quien penetre
en su recinto. De los muchísimos ejemplos que la historia nos ha transmitido
bien se puede concluir que la función fundamentalmente decorativa de estas dos artes
había tenido también, en el ambiente litúrgico, finalidades más inmediatas y
diversas, no contrastantes, determinadas por la sensibilidad religiosa de las
generaciones, así como por las cambiantes exigencias del tiempo.
Un primer tipo de decoración es el simbólico, que,
sirviéndose de signos convencionales, intenta señalar una particular realidad
espiritual presente en aquel lugar; por ejemplo, los distintos símbolos mortuorios
de las catacumbas colocados sobre los sepulcros de los cristianos (cruz,
áncora, paloma, orante, etc.). La propagación de estos símbolos da lugar a
escenas esenciales en las que la representación de unos pocos personajes evoca
el significado de un hecho que se considera todavía eficaz con su mensaje
salvífico profético (por ejemplo, Noé en el arca, Moisés en la cestilla, Daniel
en el foso de los leones), o cuya presencia es garantía de salvación, evocando
con milagros y alegorías los distintos sacramentos recibidos por el difunto (por
ejemplo, la multiplicación de los panes, la resurrección de Lázaro, la curación
del paralítico, el bautismo representado por la pequeña escena de la oveja que coloca
amorosamente su pata sobre la cabeza del cordero). Más tarde se acoplarán tales
escenas siguiendo una lógica distinta, es decir, como momentos sucesivos de la
historia de la salvación, para ordenar así su narración.
En el primer período románico se vuelve a dar
importancia al arte como auxiliar de la catequesis.
Esta, en efecto, se desarrolla siguiendo más el
esquema simbólico que el narrativo. La elección de temas y de lugares donde
exponerlos se realiza bajo motivaciones bien determinadas, de manera que el
fiel no solamente llega a instruirse mediante la narración del hecho, sino que
es precisamente esa misma narración la que lo ayuda a comprender la función
simbólica de aquella parte concreta del lugar sagrado. Por ejemplo, en la
basílica de san Pedro al Monte sopra Civate (Como), en el exterior de la portada
está representada la fundación de la iglesia: Cristo entrega a los príncipes de
los apóstoles, Pedro y Pablo, las llaves y el libro de su palabra; ya en el
interior, en la luneta de la puerta se representa a Abrahán como evocación de
la virtud esencial para entrar en la iglesia: la fe; en las bovedillas de la nave
de entrada se suceden temas bautismales de renovación de vida y de
purificación: la nueva Jerusalén (Ap 21 y 22), a la vez imagen de la iglesia y
paraíso de los redimidos; cuatro personajes: los ríos del paraíso terrenal,
relacionados con los símbolos de los evangelistas, vierten por otros tantos
odres la abundancia de agua que brota del trono del Cordero (cf Ez 36,25).
Decoran los cuatro frontones del cimborrio que cobija
el altar la representación de la muerte de Cristo, su resurrección y la
expectación, descrita por la repetición de la escena de la fundación de la
iglesia, que aparece ya en el exterior sobre la puerta de entrada, y la última venida.
Estas preciosidades iconográficas volvemos a encontrarlas una vez más en las
admirables decoraciones de los pórticos góticos.
De V. Gatti
Nuevo Diccionario de
Liturgia – Ediciones Paulinas
0 comentarios:
Publicar un comentario