Además, se advierte con gran
tristeza la existencia de iniciativas ecuménicas que, aún siendo generosas en
su intención, transigen con prácticas eucarísticas contrarias a la disciplina
con la cual la Iglesia expresa su fe. Sin embargo, la Eucaristía es un don
demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones. Por lo que conviene
corregir algunas cosas y definirlas con precisión, para que también en esto la
Eucaristía siga resplandeciendo con todo el esplendor de su misterio.
Finalmente, los abusos se
fundamentan con frecuencia en la ignorancia, ya que casi siempre se rechaza
aquello de lo que no se comprende su sentido más profundo y su antigüedad. Por
eso, con su raíz en la misma Sagrada Escritura, «las preces, oraciones e himnos
litúrgicos están penetrados de su espíritu, y de ella reciben su significado
las acciones y los signos». Por lo que se refiere a los signos visibles «que
usa la sagrada Liturgia, han sido escogidos por Cristo o por la Iglesia para
significar las realidades divinas invisibles». Justamente, la estructura y la
forma de las celebraciones sagradas según cada uno de los Ritos, sea de la
tradición de Oriente sea de la de Occidente, concuerdan con la Iglesia
Universal y con las costumbres universalmente aceptadas por la constante
tradición apostólica, que la Iglesia entrega, con solicitud y fidelidad, a las
generaciones futuras. Todo esto es sabiamente custodiado y protegido por las
normas litúrgicas.
La misma Iglesia no tiene
ninguna potestad sobre aquello que ha sido establecido por Cristo, y que
constituye la parte inmutable de la Liturgia. Pero si se rompiera este vínculo
que los sacramentos tienen con el mismo Cristo, que los ha instituido, y con
los acontecimientos en los que la Iglesia ha sido fundada, nada aprovecharía a
los fieles, sino que podría dañarles gravemente. De hecho, la sagrada Liturgia
está estrechamente ligada con los principios doctrinales, por lo que el uso de
textos y ritos que no han sido aprobados lleva a que disminuya o desaparezca el
nexo necesario entre la lex orandi y la lex credendi.
El Misterio de la Eucaristía
es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio
personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal.
Quien actúa contra esto, cediendo a sus propias inspiraciones, aunque sea
sacerdote, atenta contra la unidad substancial del Rito romano, que se debe
cuidar con decisión, y realiza acciones que de ningún modo corresponden con el
hambre y la sed del Dios vivo, que el pueblo de nuestros tiempos experimenta,
ni a un auténtico celo pastoral, ni sirve a la adecuada renovación litúrgica,
sino que más bien defrauda el patrimonio y la herencia de los fieles. Los actos
arbitrarios no benefician la verdadera renovación, sino que lesionan el
verdadero derecho de los fieles a la acción litúrgica, que es expresión de la
vida de la Iglesia, según su tradición y disciplina. Además, introducen en la
misma celebración de la Eucaristía elementos de discordia y la deforman, cuando
ella tiende, por su propia naturaleza y de forma eminente, a significar y
realizar admirablemente la comunión con la vida divina y la unidad del pueblo
de Dios. De estos actos arbitrarios se deriva incertidumbre en la doctrina,
duda y escándalo para el pueblo de Dios y, casi inevitablemente, una violenta
repugnancia que confunde y aflige con fuerza a muchos fieles en nuestros
tiempos, en que frecuentemente la vida cristiana sufre el ambiente, muy
difícil, de la «secularización.
Por otra parte, todos los
fieles cristianos gozan del derecho de celebrar una liturgia verdadera, y
especialmente la celebración de la santa Misa, que sea tal como la Iglesia ha
querido y establecido, como está prescrito en los libros litúrgicos y en las
otras leyes y normas. Además, el pueblo católico tiene derecho a que se celebre
por él, de forma íntegra, el santo sacrificio de la Misa, conforme a toda la
enseñanza del Magisterio de la Iglesia. Finalmente, la comunidad católica tiene
derecho a que de tal modo se realice para ella la celebración de la santísima
Eucaristía, que aparezca verdaderamente como sacramento de unidad, excluyendo
absolutamente todos los defectos y gestos que puedan manifestar divisiones y
facciones en la Iglesia.
Todas las normas y
recomendaciones expuestas en esta Instrucción, de diversas maneras, están en
conexión con el oficio de la Iglesia, a quien corresponde velar por la adecuada
y digna celebración de este gran misterio. De los diversos grados con que cada
una de las normas se unen con la norma suprema de todo el derecho eclesiástico,
que es el cuidado para la salvación de las almas, trata el último capítulo de
la presente Instrucción.
PROEMIO
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