Un principio metodológico útil de la teología es el de la «analogia
mysteriorum» o el de la «connexio mysteriorum», es decir, el estudio
de la relación entre los misterios y, en consecuencia, el vínculo entre la
teología eucarística y los otros tratados teológicos. He aquí, pues, una breve
síntesis que ayude a comprender, ya desde el comienzo, el sentido de unidad de
la teología en torno a la Eucaristía.
Con la teología trinitaria. Son muchas las relaciones
de la Eucaristía con la Trinidad. Es el don del Padre, la presencia del Verbo
encarnado, muerto y resucitado, la efusión del Espíritu Santo. En la celebración
litúrgica, la plegaria eucarística expresa, con toda su riqueza, el dinamismo
trinitario descendente y ascendente de la historia de la salvación que culmina y
se hace presente en la Eucaristía. Es un misterio que lleva en sí una
característica impronta trinitaria y la inscribe en el misterio de la Iglesia y
del cristiano, el cual accede a la plenitud de la vida trinitaria por la
Eucaristía, hecho partícipe de la divina naturaleza (UR 15).
Con la teología de la creación. Se distingue un
vínculo particular. Los frutos de la tierra y del trabajo del hombre se
transforman, sustancialmente, en el cuerpo y en la sangre de Cristo. La acción
poderosa de Dios Creador, que crea las cosas de la nada es invocada, a menudo,
por los Padres para dar razón de la transformación de los elementos. Como indica
muy bien la Constitución GS 38, el valor de las cosas creadas y del trabajo del
hombre tiene como culmen la Eucaristía.
Con la Cristología. El nexo es, todavía, más explícito
y rico. El misterio eucarístico, de hecho, hace referencia a la luz de la
revelación, a la encarnación, a la pasión y muerte, a la resurrección del Señor,
a su definitivo retorno. Cristo mismo, en la plenitud de sus misterios y en la
eficaz fecundidad de la redención, se hace presente y se comunica, a partir del
misterio de su Pascua.
Con el tema de la Gracia. Podemos comprender el nexo
tan pleno del misterio de la gracia porque la plenitud de la vida divina se nos
comunica con este misterio que contiene, como se expresa el concilio de Trento,
no sólo la santificación, sino al autor mismo de la santidad 1. Él nos abre, de
hecho, a la comunión trinitaria, a la conformación con Cristo, a la vida según
el Espíritu y a la plenitud de la filiación divina.
Las virtudes teologales. Están en íntima relación con
la Eucaristía. Ésta las exige y las ejercita, las alimenta y las hace crecer. Es
«misterio de fe», sostén y viático de la esperanza que nos da la prenda de la
vida futura («futurae gloriae nobis pignus datur»). De modo muy
especial, es el sacramento de la caridad, según cuanto dice santo Tomás: «Del
mismo modo que el bautismo es llamado el sacramento de la fe, así la Eucaristía
es llamada “sacramento de la caridad, que es el vínculo de la perfección” (S.
Theol. III, q. 73, a. 3 ad 3). De hecho, ella posee y comunica un dinamismo
operativo de caridad hacia Dios y hacia el prójimo, en cuanto culmen del amor de
Cristo por el Padre y los hermanos, memorial de su muerte
gloriosa.
Con el tratado sobre la Iglesia las relaciones son de
una gran riqueza y fecundidad. Se pueden resumir en el doble aforismo acuñado
por H. de Lubac: «La Eucaristía hace la Iglesia. La Iglesia hace la Eucaristía».
Tan íntima relación se deduce de la teología patrística y medieval, en la cual
la equivalencia de las expresiones Eucaristía=Corpus Mysticum es
fuertemente subrayada. En efecto, la Eucaristía es el «Corpus mysticum»,
es decir, sacramental de Cristo. Y la Iglesia es el «Corpus reale», el
cuerpo de Cristo aquí en la tierra. Se puede afirmar con la teología más
iluminada que el culmen de la eclesiología es, precisamente, la eclesiología
eucarística. De hecho, la Iglesia es el Cuerpo del Señor en virtud de la
Eucaristía, que es el Cuerpo y la Sangre del Señor que hace de todos un solo
Cuerpo y un solo Espíritu. La Iglesia es revelada plenamente por la Eucaristía
en su misterio y en sus exigencias. Ella alcanza en plenitud su ser, el Cuerpo
del Señor. Además, fuera de la Iglesia no hay Eucaristía.
La ordenación de todos los sacramentos hacia el
misterio eucarístico es tema clásico de la reflexión teológica. Ya ha sido
ampliamente expuesta por santo Tomás de Aquino en la S. Theol. III, q.
65, a.2. Bautismo y confirmación, sacramentos de iniciación cristiana, miran
hacia su cumplimiento y hacia la continua renovación de su propia gracia, que se
realiza en la Eucaristía. Particulares vínculos y exigencias median entre el
sacramento de la penitencia y la unción de los enfermos con la Eucaristía. El
orden sagrado está en función de la celebración del misterio; la gracia del
matrimonio cristiano se acrecienta y profundiza en el misterio eucarístico que
es, también, «misterio nupcial», momento de alianza entre Cristo y su Iglesia,
modelo de la donación de los esposos.
Finalmente, con la escatología las relaciones son
múltiples. Es el banquete del Reino y la promesa de la gloria futura. Celebramos
el misterio hasta que Él vuelva, o en espera de su venida. Es prenda de la
resurrección futura (Jn 6, 54), «fármaco de inmortalidad y medicina que
nos preserva de la muerte» (san Ignacio de Antioquía, Ad Eph. 20, 2). La
Eucaristía, presencia del Resucitado, es pascua del universo, anuncio de los
cielos nuevos y de la tierra nueva (GS 38-39). La Eucaristía, semilla de
inmortalidad depositada en nuestro cuerpo, es prenda y esperanza de la
resurrección final de la carne.
En síntesis, el misterio eucarístico contiene una referencia
al pasado salvífico hecho presente en el memorial de la Pascua del Señor. Es la
plenitud de la salvación en el hoy de la Iglesia que, casi nace y renace
sacramentalmente del misterio de la cruz celebrado en la Eucaristía. Ella
suscita y celebra la necesaria tensión escatológica hacia el futuro. Según
atestiguan el NT y los escritos primitivos, así como la Didachè X, es en el
interior de la celebración eucarística donde florece en los labios de la Iglesia
el grito escatológico: «Marana-thà: ¡Ven Señor, Jesús!»
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