En el n. 123 (c. 7) de la constitución sobre la
sagrada liturgia afirma el Vat. II: "La iglesia nunca consideró como
propio estilo artístico alguno", y es conveniente que "también el
arte de nuestro tiempo y el de todos los pueblos y regiones se ejerza
libremente en la iglesia..., para que pueda ella juntar su voz a aquel
admirable concierto que los grandes hombres entonaron a la fe católica en los
siglos pasados". Son tales sugerencias un modelo de lectura de la
auténtica orientación mantenida por la iglesia a lo largo de su historia, por
encima de toda otra postura contraria por parte de cada miembro del clero o de
comunidades eclesiales enteras que sistemáticamente han privilegiado
determinados estilos del pasado. El texto de la SC otorga, además, a todo
artista la posibilidad de servir a la liturgia con originalidad dentro de una
absoluta fidelidad a las exigencias de la misma liturgia; y afirma, finalmente,
la validez del respeto a la tradición como testimonio de la fe de los padres y
de lo precioso de su obra.
La liturgia puede, por consiguiente, interrogarse con
libertad a sí misma y llegar a descubrir desde sí propia cuáles son las
exigencias más auténticas, cómo puede también frente a las nuevas obras responder
con autonomía y, a la vez, con respeto a los condicionamientos con que han
podido vincularla otros períodos del pasado.
Centralidad en Cristo, primacía de la persona sobre el
objeto, valor activo de la comunidad, importancia de la posibilidad dialogal en
la celebración litúrgica: he ahí algunos aspectos que, una vez más evidenciados
en la liturgia, ofrecen la posibilidad de unas originales y adecuadas
soluciones.
La publicación de los nuevos libros litúrgicos impone
cambios radicales en la usual propuesta y colocación de los elementos
necesarios para la celebración. Ya desde ahora es posible entrever en las nuevas
realizaciones sus mejores resultados en el futuro si, después de una mayor
profundización y asimilación del sentido litúrgico, se aplican efectivamente
las sugerencias que tales libros encierran.
Muy distinto es el problema de la reestructuración de
las obras ya existentes. En ellas la reacción a particulares errores
doctrinales, la exagerada acentuación o el aislamiento de algunas verdades de
fe, la incontrolada devoción privada o simplemente algunas exigencias prácticas
(como para el pulpito) han condicionado la realización de lo que, aun
apreciable en el plano artístico, no responde ya hoy a la auténtica y específica función originaria.
La intervención en tales obras o en parte de las
mismas significa a veces romper la armonía artística del conjunto, que es
precisamente su característica. En la primera fase posconciliar, un viento renovador,
frecuentemente sólo superficial, llevó a modificar y adecuar con demasiada
prisa la estructura de iglesias y ornamentos, sin preocuparse de los demás
valores que poseían. Este período, con intervenciones que a veces rompieron la
armonía de conjuntos artísticos, dando lugar a soluciones inaceptables tanto
desde la estética como desde la liturgia, sentaron en general las premisas para
unas soluciones satisfactorias que pudieran salvaguardar algunos de los monumentos
artísticos más importantes.
A ello contribuyó también la introducción general del
horrible altar postizo, síntoma de mal gusto, deseducador con su falsa
preciosidad, verdadero reto a la constitución litúrgica, que en el n. 124 hace una
llamada a la solicitud de los obispos con el fin de que "sean excluidas de
los templos... aquellas obras artísticas que... repugnan a la piedad cristiana
y ofenden el sentido auténticamente religioso, ya sea por la depravación
de las formas, ya sea por la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del
arte".
No obstante, también este mal ha puesto en evidencia
lo inadecuado de la vieja construcción, que sólo había conservado del altar una
parte de la mesa, convertida hoy en una simple consola inserta en el gran
monumento que cabalmente representaba el altar, el cual, por su parte, venía a
servir de sostén con sus muchas gradas para floreros o candelabros, para el
tabernáculo o para la custodia, destinada a la exposición del santísimo
Sacramento.
Ahora bien, puesto que el cristiano educado en la fe
después del concilio no ve ya en tal monumento el altar, se aducen menos
aquellos motivos que en un principio reclamaban su destrucción porque se
consideraba justamente inaceptable la copresencia de dos verdaderos y propios
altares en el templo litúrgico.
Este elemento, despojado del mantel, y en el supuesto
de que sea de valor artístico, como integrante de la armonía conjunta del
templo, puede mantenerse y oportunamente convertirse en credencia (precioso recuerdo
de aquellas credencias de madera durante algún tiempo situadas a los lados del presbiterio
y que ahora han desaparecido casi enteramente).
El ambón, con la ayuda de amplificadores sonoros o
acústicos, puede realizarse como lugar de la palabra y situarse de suerte que constituya
un polo de convergencia de la atención de los fieles. Por lo demás, el desnudo
atril que con frecuencia lo ha sustituido es una forma artísticamente también
inadecuada a la majestad de su importantísima función.
E, igualmente, la sede, símbolo de la presencia y
presidencia de Cristo, debe colocarse allí donde el sacerdote que preside la
celebración pueda verdaderamente sentirse como tal, si bien no deberá situarse delante
del altar o del tabernáculo.
La pila bautismal es otro lugar que exigía estar más a
la luz, de la que es símbolo especial. El bautismo, en el nuevo ritual, exige
que la pila se encuentre en clara relación con el ambón y el altar. Pero es
evidente que tal relación no puede resolverse con la mera superposición o
yuxtaposición material de los símbolos.
Corresponde al artista cristiano buscar soluciones
oportunas y elocuentes; al proyectar la pila, sabrá realizar, con la libertad
que le conceden las rúbricas, toda la simbología propia del sacramento.
Tal ejemplificación es proporcionalmente aplicable a
toda otra intervención en materia de reestructuraciones o de nuevas
realizaciones; corresponde al sacerdote el deber, por su autoridad litúrgica y su
responsabilidad, de colaborar con el artista, pero no el privilegio de
sustituirle en su mismo plano técnico y estético.
De V. Gatti
Nuevo Diccionario de
Liturgia – Ediciones Paulinas
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