Tomás H. Jerez

viernes, 16 de marzo de 2012

ARTE SACRO – ORIENTACIONES (creatividad y adaptación)

En el n. 123 (c. 7) de la constitución sobre la sagrada liturgia afirma el Vat. II: "La iglesia nunca consideró como propio estilo artístico alguno", y es conveniente que "también el arte de nuestro tiempo y el de todos los pueblos y regiones se ejerza libremente en la iglesia..., para que pueda ella juntar su voz a aquel admirable concierto que los grandes hombres entonaron a la fe católica en los siglos pasados". Son tales sugerencias un modelo de lectura de la auténtica orientación mantenida por la iglesia a lo largo de su historia, por encima de toda otra postura contraria por parte de cada miembro del clero o de comunidades eclesiales enteras que sistemáticamente han privilegiado determinados estilos del pasado. El texto de la SC otorga, además, a todo artista la posibilidad de servir a la liturgia con originalidad dentro de una absoluta fidelidad a las exigencias de la misma liturgia; y afirma, finalmente, la validez del respeto a la tradición como testimonio de la fe de los padres y de lo precioso de su obra.

La liturgia puede, por consiguiente, interrogarse con libertad a sí misma y llegar a descubrir desde sí propia cuáles son las exigencias más auténticas, cómo puede también frente a las nuevas obras responder con autonomía y, a la vez, con respeto a los condicionamientos con que han podido vincularla otros períodos del pasado.
Centralidad en Cristo, primacía de la persona sobre el objeto, valor activo de la comunidad, importancia de la posibilidad dialogal en la celebración litúrgica: he ahí algunos aspectos que, una vez más evidenciados en la liturgia, ofrecen la posibilidad de unas originales y adecuadas soluciones.
La publicación de los nuevos libros litúrgicos impone cambios radicales en la usual propuesta y colocación de los elementos necesarios para la celebración. Ya desde ahora es posible entrever en las nuevas realizaciones sus mejores resultados en el futuro si, después de una mayor profundización y asimilación del sentido litúrgico, se aplican efectivamente las sugerencias que tales libros encierran.
Muy distinto es el problema de la reestructuración de las obras ya existentes. En ellas la reacción a particulares errores doctrinales, la exagerada acentuación o el aislamiento de algunas verdades de fe, la incontrolada devoción privada o simplemente algunas exigencias prácticas (como para el pulpito) han condicionado la realización de lo que, aun apreciable en el plano artístico, no responde ya hoy a la  auténtica y específica función originaria.
La intervención en tales obras o en parte de las mismas significa a veces romper la armonía artística del conjunto, que es precisamente su característica. En la primera fase posconciliar, un viento renovador, frecuentemente sólo superficial, llevó a modificar y adecuar con demasiada prisa la estructura de iglesias y ornamentos, sin preocuparse de los demás valores que poseían. Este período, con intervenciones que a veces rompieron la armonía de conjuntos artísticos, dando lugar a soluciones inaceptables tanto desde la estética como desde la liturgia, sentaron en general las premisas para unas soluciones satisfactorias que pudieran salvaguardar algunos de los monumentos artísticos más importantes.
A ello contribuyó también la introducción general del horrible altar postizo, síntoma de mal gusto, deseducador con su falsa preciosidad, verdadero reto a la constitución litúrgica, que en el n. 124 hace una llamada a la solicitud de los obispos con el fin de que "sean excluidas de los templos... aquellas obras artísticas que... repugnan a la piedad cristiana y ofenden el sentido auténticamente religioso, ya sea por la depravación de las formas, ya sea por la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte".
No obstante, también este mal ha puesto en evidencia lo inadecuado de la vieja construcción, que sólo había conservado del altar una parte de la mesa, convertida hoy en una simple consola inserta en el gran monumento que cabalmente representaba el altar, el cual, por su parte, venía a servir de sostén con sus muchas gradas para floreros o candelabros, para el tabernáculo o para la custodia, destinada a la exposición del santísimo Sacramento.
Ahora bien, puesto que el cristiano educado en la fe después del concilio no ve ya en tal monumento el altar, se aducen menos aquellos motivos que en un principio reclamaban su destrucción porque se consideraba justamente inaceptable la copresencia de dos verdaderos y propios altares en el templo litúrgico.
Este elemento, despojado del mantel, y en el supuesto de que sea de valor artístico, como integrante de la armonía conjunta del templo, puede mantenerse y oportunamente convertirse en credencia (precioso recuerdo de aquellas credencias de madera durante algún tiempo situadas a los lados del presbiterio y que ahora han desaparecido casi enteramente).
El ambón, con la ayuda de amplificadores sonoros o acústicos, puede realizarse como lugar de la palabra y situarse de suerte que constituya un polo de convergencia de la atención de los fieles. Por lo demás, el desnudo atril que con frecuencia lo ha sustituido es una forma artísticamente también inadecuada a la majestad de su importantísima función.
E, igualmente, la sede, símbolo de la presencia y presidencia de Cristo, debe colocarse allí donde el sacerdote que preside la celebración pueda verdaderamente sentirse como tal, si bien no deberá situarse delante del altar o del tabernáculo.
La pila bautismal es otro lugar que exigía estar más a la luz, de la que es símbolo especial. El bautismo, en el nuevo ritual, exige que la pila se encuentre en clara relación con el ambón y el altar. Pero es evidente que tal relación no puede resolverse con la mera superposición o yuxtaposición material de los símbolos.
Corresponde al artista cristiano buscar soluciones oportunas y elocuentes; al proyectar la pila, sabrá realizar, con la libertad que le conceden las rúbricas, toda la simbología propia del sacramento.
Tal ejemplificación es proporcionalmente aplicable a toda otra intervención en materia de reestructuraciones o de nuevas realizaciones; corresponde al sacerdote el deber, por su autoridad litúrgica y su responsabilidad, de colaborar con el artista, pero no el privilegio de sustituirle en su mismo plano técnico y estético.
De V. Gatti
Nuevo Diccionario de Liturgia – Ediciones Paulinas

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