Narsai de Nisibe (c.450) habla ya de una cruz puesta sobre el altar durante el santo sacrificio. Acaso este uso de la liturgia siro-caldea tenía relación con la antiquísima costumbre de levantar una cruz del lado del Oriente y orar mirando en aquella dirección. No parece, sin embargo, que fuese práctica general entre los griegos, ni mucho menos entre los latinos.
En Occidente, la cruz como insignia litúrgica aparece por vez primera en el fastuoso ceremonial de las procesiones estacionales (letanías). En Roma, cada región y cada instituto tenían la suya también el papa iba precedido por su cruz. Sabemos que Carlomagno en el 800, cuando fue coronado emperador, regaló al papa una riquísima cruz procesional, quam almificus Pontifex in letanía praecedere constituit, secundum petitionem ipsius pussimi imperatoris. En un fresco de la basílica de San Clemente (s.Xl) representando el traslado de las reliquias del mismo Santo, vemos el espectáculo de una procesión, en la que destaca la hermosa cruz estacional del papa con otras tres cruces procesionales.
La cruz procesional debía poder descomponerse, como también ahora, en dos partes: el asta y la cruz propiamente dicha. Esta última, acoplándola a un soporte a propósito, podía ser colocada fácilmente sobre la mesa del altar. Así es cómo la cruz procesional pasó a ser la cruz del altar. Un claro indicio de esta evolución lo hallamos en las rúbricas del XI OR (mitad del s.XIl) relativas a la procesión de la Candelaria : Tune subdiaconus regionarius levat crucem stationalem de altan; plañe portans eam in manibus usque ad ecclesiam. Cum autem venit oras levat eam sursum; quam iert ante Pontificem in processione usque ad Sanctam Mariam Maiorem...: ibiaue... subdíaconus regionarius. more sólito, frortat Crucem ad altare... El dominus fcapa cantat missam (n.29).
Completamente acorde con la práctica tradicional de los postreros siglos de la Iglesia , responde, a su vez, a aquella veneración que sentían hacia la cruz y el crucifijo los primeros cristianos. En los siglos de las persecuciones, la cruz, salvo poquísimas excepciones, no aparece nunca en el culto público a no ser encubierta bajo la forma de monograma o de un símbolo, como, por ejemplo, el áncora, con un trazo transversal en la anilla, o el tridente, en que va atravesado el pez (Cristo). Semejante reserva debíase al temor de las profanaciones por parte de los paganos; temor fundado, como lo demuestra la caricatura del Palatino. Mas no por esto hemos de creer que en la devoción privada no se utilizase la imagen del Crucificado. Prueba de esto son las dos piedras preciosas cristianas (s. II-III), que representan a Cristo en la cruz rodeado de los apóstoles, y una gnóstica, en que se ve al Crucificado entre María Santísima y San Juan.
Con el advenimiento de la paz, la cruz viene a ser símbolo de gloria. En el palacio imperial de la nueva Roma y en la concavidad absidal de las basílicas brilla la cruz con los fulgores de la pedrería y del arte, pero todavía no lleva la figura de Cristo crucificado.
El crucifijo aparece por vez primera representado en un marfil de técnica robusta, que se conserva en Londres, y en un tosco panel de la puerta de madera de Santa Sabina, en Roma. Se trata de representaciones de carácter realístico, con la efigie de Cristo desnudo, cubierto únicamente con una especie de faldilla. El modelo debía de provenir del Oriente, en donde para oponerse a la herejía monofisita se quería hacer resaltar la muerte del hombre, con lo cual se afirmaba la dualidad de naturalezas unidas en la persona de Cristo. Pero pronto se advierte en Occidente una reacción contra aquella corriente, que se consideraba poco respetuosa hacia Cristo y como un desdoro de su resurrección. San Gregorio de Tours (+ 593), en efecto, cuenta que, habiéndose pintado en San Genesio, de Narbona, un crucifijo casi desnudo, se apareció Cristo a un sacerdote protestando y pidiendo que le vistiesen. Así tenemos los crucifijos cubiertos con el colobium o túnica, con mangas o sin ellas, que llega hasta los talones, como el crucifijo del evangeliario de Rábula (final del s.Vi), de San Valentín (s.VIl) y de Santa María la Antigua (s.VIIl); de la misma época es la representación de la cruz teniendo, en lugar de Cristo, un cordero, como se ve en una columna del baldaquín de San Marcos, de Venecia (s.VI), y en la cruz de Justino II.
A partir del siglo X, la iconografía del crucifijo sigue el tipo desnudo por razones de exactitud histórica y acaso por un sentimiento de piedad hacia Cristo, hecho opprobrium hominum et abiectio plebis. Esto, sin embargo, no fue obstáculo para que se representara a veces a Cristo sobre la cruz derecho, apoyando los pies sobre la peanilla, con la cabeza erguida, sin contracciones dolorosas en el rostro, con la cabeza inclinada o adornada con corona real, conforme a la frase litúrgica: Regnavit a ligno Deus. En el siglo XIII y en los dos siguientes prevalece generalmente el elemento doloroso y realístico. Cristo presenta toda la ruina de su humanidad: su cabeza, caída sobre un hombro; los ojos, cerrados; el costado, rasgado; los pies, uno sobre otro; los ángeles recogen en cálices la sangre que sale de las heridas; es el Vír dolorum del profeta. Es la época en que la devoción a la pasión y a las cinco llagas entró con tanta fuerza en la ascética popular.
En la Iglesia antigua, así en Oriente como en Italia, hubo una especie de glorificación simbólica de la cruz, que se llamó etimasia (= preparación del trono). Puede comprobarse en algunos marfiles, mosaicos y sarcófagos de los siglos V-VI. Consistía en lo siguiente: sobre un trono ricamente engalanado y provisto de almohadones se colocaba una cruz, como reina sentada en su trono real. La escena encerraba el simbolismo de Cristo, juez supremo del universo; pero, en realidad, era una glorificación de la cruz, con la cual El triunfó de sus enemigos.
Más tarde, durante la Edad Media y hasta el siglo XVI, la importancia y el significado que hoy tiene el crucifijo sobre el altar lo tenía la cruz triunfal o cruz del coro. Existía en casi todas las iglesias sobre la pérgola (trabes), es decir, sobre aquella estructura de madera, piedra o metal que se alzaba sobre la cancela del altar, uniendo ambos lados y haciendo de alta línea divisoria entre el coro y la nave. La pérgola estaba siempre adornada, a veces ricamente esculpida o pintada o decorada con trabajos de orfebrería. En el centro de ella se levantaba un grandioso crucifijo, que tenía en los cuatro brazos lobulados de la cruz la representación de los cuatro evangelistas, por un lado; la de los cuatro mayores doctores de la Iglesia occidental, en el otro, y a los lados de la cruz, las estatuas de María Santísima y del apóstol San Juan. En aquellas iglesias donde la pérgola se había transformado en lectoría, la cruz se colocaba en ella; y, en defecto de una y de otra, se colgaba con cadenillas del arco triunfal del altar; muchas iglesias la ponían en el centro de la nave mayor. Este era el lugar preferido en tiempo de Durando, lugar que, por lo demás, contaba a su favor con una antigua tradición que se remontaba hasta el siglo VIII.
Hacia esta grandiosa imagen de la cruz, visible a todo el mundo y que dominaba desde lo alto a toda la asamblea cristiana, se enderezaba preferentemente la devoción popular, aun cuando esta cruz no fuese objeto de especial culto litúrgico. Ante ella, sin embargo, se detenían las procesiones y los fieles la saludaban con esta aclamación: Ave, Rex noster!
La cruz triunfal desapareció con la demolición de las lectorías y pérgolas; son raras las iglesias que la han mantenido en alto, suspendida del arco mayor del altar.
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