lunes, 12 de noviembre de 2012

LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA. DEL SÍMBOLO A LA REALIDAD

“Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos solos aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos. Y se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Pedro, tomando la palabra, le dice a Jesús: -Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” (Mc 9, 2-5).

Al evocar el relato de la transfiguración brotan espontáneas en nuestra mente las palabras: gloria, fulgor, belleza. Son expresiones que se aplican directamente a la liturgia. Como recuerda Benedicto XVI la liturgia está intrínsecamente vinculada con la belleza. De hecho “La verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio pascual”[1].
La belleza, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza.

La liturgia, y dentro de ella la concelebración, será bella cuando sea verdadera y auténtica, cuando en ella resplandezca su propia naturaleza. En esta línea se sitúa el interrogante planteado por el Romano Pontífice ante las grandes concelebraciones: “Para mí –dice el Papa– queda un problema, porque la comunión concreta en la celebración es fundamental; por eso, creo que de ese modo aún no se ha encontrado realmente la respuesta definitiva. También en el Sínodo pasado suscité esta pregunta, pero no encontró respuesta. También hice que se planteara otra pregunta sobre la concelebración multitudinaria, porque si por ejemplo concelebran mil sacerdotes, no se sabe si se mantiene aún la estructura querida por el Señor”[2].

Se trata efectivamente de mantener “la estructura querida por el Señor”, porque la liturgia es un don de Dios. No es algo fabricado por nosotros los hombres. No está a nuestra disposición. De hecho, “con el mandato «Haced esto en conmemoración mía» (cf. Lc 22,19; 1 Co 11,25), nos pide corresponder a su don y representarlo sacramentalmente. Por tanto, el Señor expresa con estas palabras, por decirlo así, la esperanza de que su Iglesia, nacida de su sacrificio, acoja este don, desarrollando bajo la guía del Espíritu Santo la forma litúrgica del Sacramento”[3].

El Concilio Vaticano amplió la facultad de concelebrar en base a dos principios: esta forma de celebración de la Santa Misa manifiesta adecuadamente la unidad del sacerdocio y a la vez, se ha practicado hasta ahora en la Iglesia tanto en Oriente como Occidente[4]. De ahí que la concelebración, como apunta también Sacrosanctum Concilium, se encontraría entre aquellos ritos que convenía restablecer “de acuerdo con la primitiva norma de los santos padres”[5].

En este sentido, cobra su importancia sumergirse, siquiera brevemente, en la historia de la concelebración, la cual deja ver zonas de sombra, que manifiestan la ausencia de datos definitivos sobre la celebración eucarística en los primeros tiempos de la Iglesia, aunque aporta suficientes elementos para poder afirmar que la concelebración, según la genuina tradición de la Iglesia, sea oriental que occidental, es un rito extraordinario, solemne y público, ordinariamente presidido por el Obispo o por su delegado, rodeado por su presbyterium y por toda la comunidad de los fieles. Por otro lado, la concelebración cotidiana, en uso entre los orientales, en la que concelebran únicamente presbíteros, así como la concelebración, por así decir “privada” en sustitución de las Misas celebradas individualmente o “more privato”, no se encuentran en la tradición litúrgica latina.

El Concilio aunque amplia la facultad de concelebrar, establece que debe hacerse de forma moderada, ya que su función no es la de resolver problemas logísticos o de organización, sino por el contrario hacer presente el Misterio pascual manifestando la unidad del sacerdocio que nace de la Eucaristía. La belleza de la concelebración, como decíamos al principio, implica su celebración en verdad.

Cuando el número de concelebrantes es demasiado elevado un aspecto esencial de la concelebración queda velado. La casi imposibilidad de sincronizar las palabras y los gestos que no están reservados al celebrante principal, el alejamiento del altar y de las ofrendas, la falta de ornamentos para algunos concelebrantes, la ausencia de armonía de colores y formas, todo eso puede oscurecer la manifestación de la unidad del sacerdocio. Y no podemos olvidar que es precisamente esa manifestación la que justificó la ampliación de la facultad de concelebrar.

En el lejano 1965, el Cardenal Lercaro, presidente del Consilium ad exsequendam Constitutionem de sacra liturgia, dirigía una carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales, alertando sobre este peligro: considerar la concelebración como un modo de superar dificultades prácticas. Y recordaba cómo podía ser oportuno promoverla en el caso de que favoreciese la piedad de fieles y sacerdotes[6].

Es este el último aspecto que querría afrontar muy brevemente. Como afirma Benedicto XVI: “recomiendo a los sacerdotes la celebración diaria de la santa Misa, aun cuando no hubiera participación de fieles. Esta recomendación está en consonancia ante todo con el valor objetivamente infinito de cada Celebración eucarística; y, además, está motivado por su singular eficacia espiritual, porque si la santa Misa se vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación”[7].

Para cada sacerdote, la celebración de la santa Misa es la razón de su existencia. Es, tiene que ser, un encuentro personalísimo con el Señor y con su obra redentora. A la vez, cada sacerdote, en la celebración eucarística, es Cristo mismo presente en la Iglesia como Cabeza de su cuerpo[8] y  actúa también, en nombre de toda la Iglesia, “cuando presenta la oración de la Iglesia y sobre todo cuando ofrece el sacrificio eucarístico”[9]. Ante la maravilla del don eucarístico, que transforma y configura con Cristo, sólo cabe una actitud de estupor, de gratitud y de obediencia.

Intervención de S.Em.Rev.ma Cardenal Antonio Cañizares
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
En la presentación del libro de Mons. Guillaume Derville
Pontificia Universidad de la Santa Cruz
5 de marzo de 2012


[1] BENEDICTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 35
[2] BENEDICTO XVI, Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Roma, 7-II-2008.
[3] BENEDICTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 11.
[4] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 57.
[5] CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 50.
[6] Notitiae 1 (1965) 257-264.
[7] BENEDICTO XVI, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 80.
[8] Cfr. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1548.
[9] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1552.

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