“Jesús se
llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos solos aparte,
a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron
deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede
dejarlos así de blancos. Y se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con
Jesús. Pedro, tomando la palabra, le dice a Jesús: -Maestro, qué bien estamos
aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”
(Mc 9, 2-5).
Al evocar el
relato de la transfiguración brotan espontáneas en nuestra mente las palabras:
gloria, fulgor, belleza. Son expresiones que se aplican directamente a la
liturgia. Como recuerda Benedicto XVI la liturgia está intrínsecamente
vinculada con la belleza. De hecho “La verdadera belleza es el amor de Dios que
se ha revelado definitivamente en el Misterio pascual”[1].
La belleza,
no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento
constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación.
Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción
litúrgica resplandezca según su propia naturaleza.
La liturgia,
y dentro de ella la concelebración, será bella cuando sea verdadera y
auténtica, cuando en ella resplandezca su propia naturaleza. En esta línea se
sitúa el interrogante planteado por el Romano Pontífice ante las grandes
concelebraciones: “Para mí –dice el Papa– queda un problema, porque la comunión
concreta en la celebración es fundamental; por eso, creo que de ese modo aún no
se ha encontrado realmente la respuesta definitiva. También en el Sínodo pasado
suscité esta pregunta, pero no encontró respuesta. También hice que se
planteara otra pregunta sobre la concelebración multitudinaria, porque si por
ejemplo concelebran mil sacerdotes, no se sabe si se mantiene aún la estructura
querida por el Señor”[2].
Se trata
efectivamente de mantener “la estructura querida por el Señor”, porque la
liturgia es un don de Dios. No es algo fabricado
por nosotros los hombres. No está a nuestra disposición. De hecho, “con el
mandato «Haced esto en conmemoración mía» (cf. Lc 22,19; 1 Co 11,25), nos pide
corresponder a su don y representarlo sacramentalmente. Por tanto, el Señor
expresa con estas palabras, por decirlo así, la esperanza de que su Iglesia,
nacida de su sacrificio, acoja este don, desarrollando bajo la guía del
Espíritu Santo la forma litúrgica del Sacramento”[3].
El Concilio Vaticano
amplió la facultad de concelebrar en base a dos principios: esta forma de
celebración de la Santa Misa manifiesta adecuadamente la unidad del sacerdocio
y a la vez, se ha practicado hasta ahora en la Iglesia tanto en Oriente como
Occidente[4].
De ahí que la concelebración, como apunta también Sacrosanctum Concilium, se encontraría entre aquellos ritos que
convenía restablecer “de acuerdo con la primitiva norma de los santos padres”[5].
En este
sentido, cobra su importancia sumergirse, siquiera brevemente, en la historia
de la concelebración, la cual deja ver zonas de sombra, que manifiestan la
ausencia de datos definitivos sobre la celebración eucarística en los primeros
tiempos de la Iglesia, aunque aporta suficientes elementos para poder afirmar
que la concelebración, según la genuina tradición de la Iglesia, sea oriental
que occidental, es un rito extraordinario, solemne y público, ordinariamente
presidido por el Obispo o por su delegado, rodeado por su presbyterium y por toda la comunidad de los fieles. Por otro lado,
la concelebración cotidiana, en uso entre los orientales, en la que concelebran
únicamente presbíteros, así como la concelebración, por así decir “privada” en
sustitución de las Misas celebradas individualmente o “more privato”, no se encuentran en la tradición litúrgica latina.
El Concilio aunque
amplia la facultad de concelebrar, establece que debe hacerse de forma
moderada, ya que su función no es la de resolver problemas logísticos o de
organización, sino por el contrario hacer presente el Misterio pascual
manifestando la unidad del sacerdocio que nace de la Eucaristía. La belleza de
la concelebración, como decíamos al principio, implica su celebración en
verdad.
Cuando el
número de concelebrantes es demasiado elevado un aspecto esencial de la
concelebración queda velado. La casi imposibilidad de sincronizar las palabras
y los gestos que no están reservados al celebrante principal, el alejamiento
del altar y de las ofrendas, la falta de ornamentos para algunos
concelebrantes, la ausencia de armonía de colores y formas, todo eso puede
oscurecer la manifestación de la unidad del sacerdocio. Y no podemos olvidar
que es precisamente esa manifestación la que justificó la ampliación de la
facultad de concelebrar.
En el lejano
1965, el Cardenal Lercaro, presidente del Consilium
ad exsequendam Constitutionem de sacra liturgia, dirigía una carta a los
Presidentes de las Conferencias Episcopales, alertando sobre este peligro:
considerar la concelebración como un modo de superar dificultades prácticas. Y
recordaba cómo podía ser oportuno promoverla en el caso de que favoreciese la
piedad de fieles y sacerdotes[6].
Es este el
último aspecto que querría afrontar muy brevemente. Como afirma Benedicto XVI:
“recomiendo a los sacerdotes la celebración diaria de la santa Misa, aun cuando
no hubiera participación de fieles. Esta recomendación está en consonancia ante
todo con el valor objetivamente infinito de cada Celebración eucarística; y,
además, está motivado por su singular eficacia espiritual, porque si la santa
Misa se vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de
la palabra, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote
en su vocación”[7].
Para cada
sacerdote, la celebración de la santa Misa es la razón de su existencia. Es,
tiene que ser, un encuentro personalísimo con el Señor y con su obra redentora.
A la vez, cada sacerdote, en la celebración eucarística, es Cristo mismo
presente en la Iglesia como Cabeza de su cuerpo[8]
y actúa también, en nombre de toda la
Iglesia, “cuando presenta la oración de la Iglesia y sobre todo cuando ofrece
el sacrificio eucarístico”[9].
Ante la maravilla del don eucarístico, que transforma y configura con Cristo,
sólo cabe una actitud de estupor, de gratitud y de obediencia.
Intervención
de S.Em.Rev.ma Cardenal Antonio Cañizares
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y
la Disciplina de los Sacramentos
En la presentación del libro de Mons. Guillaume
Derville
Pontificia Universidad de la Santa Cruz
5 de marzo de 2012
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