La cultura moderna hace del hombre el polo
gravitacional del universo; pero luego lo esclaviza de diversas formas cuando
lo aparta de Dios, mientras que en realidad sólo en comunión con él puede
mantenerse como centro y cima de todo.
La LH garantiza el privilegio del hombre porque
lo inserta, en cuanto bautizado, en el coro eclesial de alabanza divina, lo
asocia vitalmente a Cristo y al Espíritu Santo, y por tanto, lo pone en el
plano de la eterna alabanza trinitaria. El hombre que celebra la LH se
libra de todo género de soledad, porque siente en torno a sí a todos los miembros
de la iglesia terrestre y también a los elegidos del cielo. Se siente
potenciado al máximo en su petición de elevación de sí y de todos sus
semejantes, y encuentra en la oración, como comunión con Dios, uno de los
medios más válidos de la propia realización perfecta.
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