La liturgia de la Palabra termina con la oración de los fieles, también llamada oración universal, que el sacerdote preside, iniciándola y concluyéndola, en el ambón o en la sede. Ya San Pablo ordena que se hagan oraciones por todos los hombres, y concretamente por los que gobiernan, pues «Dios nuestro Salvador quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,1-4). Y San Justino, hacia 153, describe en la eucaristía «plegarias comunes que con fervor hacemos por nosotros, por nuestros hermanos, y por todos los demás que se encuentran en cualquier lugar» (I Apología 67,4-5).
De este modo, «en la oración universal u oración de los fieles, el pueblo, ejercitando su oficio sacerdotal, ruega por todos los hombres. Conviene que esta oración se haga, normalmente, en las misas a las que asiste el pueblo, de modo que se eleven súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren algunas necesidades y por todos los hombres y la salvación de todo el mundo» (OGMR 45).
Al hacer la oración de los fieles, hemos de ser muy conscientes de que la eucaristía, la sangre de Cristo, se ofrece por los cristianos «y por todos los hombres, para el perdón de los pecados». La Iglesia , en efecto, es «sacramento universal de salvación», de tal modo que todos los hombres que alcanzan la salvación se salvan por la mediación de la Iglesia , que actúa sobre ellos inmediatamente -cuando son cristianos- o en una mediación a distancia, sólamente espiritual -cuando no son cristianos-. Es lo mismo que vemos en el evangelio, donde unas veces Cristo sanaba por contacto físico y otras veces a distancia. En todo caso, nadie sana de la enfermedad profunda del hombre, el pecado, si no es por la gracia de Cristo Salvador que, desde Pentecostés, «asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia » (SC 7b), sin la que no hace nada.
Según esto, la Iglesia , por su enseñanza y acción, y muy especialmente por la oración universal y el sacrificio eucarístico, sostiene continuamente al mundo, procurándole por Cristo incontables bienes materiales y espirituales, e impidiendo su total ruina.
De esto tenían clara conciencia los cristianos primeros, con ser tan pocos y tan mal situados en el mundo de su tiempo. Es una firme convicción que se refleja, por ejemplo, en aquella Carta a Diogneto, hacia el año 200: «Lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del mundo... La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido agravio alguno de ella, porque no le deja gozar de los placeres; a los cristianos los aborrece el mundo, sin haber recibido agravio de ellos, porque renuncian a los placeres... El alma está encerrada en el cuerpo, pero ella es la que mantiene unido al cuerpo; así los cristianos están detenidos en el mundo, como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo... Tal es el puesto que Dios les señaló, y no es lícito desertar de él» (VI,1-10).
Pero a veces somos hombres de poca fe, y no pedimos. «No tenéis porque no pedís» (Sant 4,2). O si pedimos algo -por ejemplo, que termine el comunismo-, cuando Dios por fin nos concede que desaparezca de muchos países, fácilmente atribuímos el bien recibido a ciertas causas segundas -políticas, económicas, personales, etc.-, sin recordar que «todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17). Es indudable que, por ejemplo, las religiosas de clausura y los humildes feligreses de misa diaria contribuyen mucho más poderosamente al bien del mundo que todo el conjunto de prohombres y políticos que llenan las páginas de los periódicos y las pantallas de la televisión. Aquellos humildes creyentes son los que más influjo tienen en la marcha del mundo. Basta un poquito de fe para creerlo así.
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