Criterios históricos y teológicos han devuelto al
tiempo pascual su carácter cincuentenario, un tanto olvidado durante siglos.
Fundándose en ellos, la reforma del concilio Vaticano II ha restablecido en los
libros litúrgicos actuales el genuino sentido de la pascua. Con su ayuda, la
comunidad que celebra la pascua descubre su sentido. Así es claro en los
prenotandos del Misal Romano, donde se dice taxativamente que los cincuenta
días que van de la resurrección hasta el domingo de Pentecostés han de
celebrarse con tal alegría y exultación, como si se tratara de un solo y único
día festivo, como "un gran domingo" (san Atanasio).
Los domingos se llaman domingos de pascua, y no como
antes, domingos de después de pascua. En la misa vespertina de la vigilia del
domingo de Pentecostés recordamos que el Señor "ha querido que la celebración
de la pascua durase simbólicamente cincuenta días y acabase con el día de
pentecostés". El creyente es invitado a cantar el cántico nuevo del
aleluya pascual. Dios quiera que el que lo cante ponga en armonía su vida con
sus labios, su boca y la conciencia (san Agustín). Las cincuenta misas festivas
y feriales de este tiempo son la fe pascual hecha plegaria, expresada en la
formulación de cada una de sus oraciones. La teología pascual puede completarse
a través de los cinco nuevos prefacios, más los dos de la ascensión y el de
pentecostés. Los oficios contenidos en la Oración de las Horas expresan la
fe y la alabanza pascual, que alcanzan las más variadas formas en los diversos
elementos que los componen. Pero es sobre todo en la selección y en la
abundancia de la palabra de Dios, que se encuentra en los leccionarios del tiempo
pascual, donde la fiesta despliega su pleno significado.
En leccionario dominical ofrece, en la primera lectura
de la misa, una característica propia del mismo; los Hechos de los Apóstoles
reemplazan la del Antiguo Testamento. Existía ya el precedente en las liturgias
orientales, ambrosiana e hispánica. Las tres lecturas son prácticamente distintas
para cada uno de los domingos de los tres años, si exceptuamos el primer
domingo de pascua, la ascensión y el domingo de pentecostés. La razón se encuentra,
por un lado, en la conveniencia de no prescindir de unas lecturas tan apropiadas
para cada una de estas tres misas, al tiempo que se destaca la particular
relevancia de estos días.
La primera lectura dominical se repite en un ciclo
trienal, de manera que en cada uno de los tres años la comunidad escuche los
fragmentos más importantes que hacen referencia a la primitiva comunidad
cristiana, así como los discursos kerigmáticos de Pedro y Pablo. La segunda lectura
es semicontinua de la carta de san Pedro, de la primera de san Juan y del
Apocalipsis, en los respectivos años A, B y C. Ha determinado la elección de
estos libros bíblicos su conocido carácter pascual; la primera, llena de
sentido bautismal; la segunda, como guía para el camino cristiano en la fe y la
caridad; la tercera, como la gran visión del glorificado, que conserva las
señales de la pasión.
Los textos de la tercera lectura, para los domingos de
pascua, en su conjunto, son del cuarto evangelio. La preferencia por Juan se
impone en razón de su predilección a la amplia reflexión teológica sobre el
Cristo de la pascua. El segundo domingo, por razón del octavo día, repite los
tres años la misma perícopa evangélica, que narra el acontecimiento.
El evangelio de los tres primeros domingos es siempre
un relato de resurrección. Al terminarse éstos, en los restantes se recurre a
la tradición, que ya usaba el cuarto evangelio, en el capítulo 10 de Juan, y en
la selección de textos del discurso de Jesús en la última cena. El criterio, tan
conforme con la tradición, permite de alguna manera ofrecer un círculo de
evangelio de Juan, si se tiene en cuenta, además, la cabida que ya tiene en la
cuaresma, aun que no tan completo como el de los sinópticos, para cada uno de
los tres años.
La primera semana de pascua, al establecer formularios
propios para la celebración diaria de la eucaristía, recibió como textos
evangélicos las apariciones del Resucitado. La reforma actual ha respetado el
criterio en continuación con la gran tradición bautismal de esta semana.
Los cristianos que celebran estas manifestaciones del
Señor de la vida son los bautizados, que en la pascua han recibido o renovado
su incorporación al Resucitado como señor de la vida y de la muerte. La
teología paulina del bautismo se basa en la reincorporación del cristiano al
misterio pascual. De ella deriva la dimensión bautismal inherente a la pascua.
La paz, la reconciliación universal y el perdón, el
domingo como día de reunión, y sobre todo el Cordero inmolado y glorificado,
que muestra las llagas, están en el centro de la asamblea dominical. El Señor
glorificado, donador del Espíritu, funda el testimonio de la pascua, que la iglesia
celebra, y que ha de anunciar.
La admirable unidad de la pascua incluye las
variadísimas facetas del inefable misterio en el tiempo del bienaventurado
pentecostés cristiano.
El prefacio, heredado de la noche santa y transmitido
por el sacramentado Veronense, nos ofrece la feliz síntesis: él "muriendo
destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida".
J. Bellavista
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