En densas y sugestivas páginas de espiritualidad eucarística, F.X. Durwell habla
del «rostro eucarístico de la Iglesia», es decir, de aquella imagen ideal que la
Iglesia ofrece de sí cuando celebra la Eucaristía. Los rasgos luminosos del
rostro eucarístico son simplemente los de una Iglesia que ama, en el
sacramento del amor de Cristo hasta el don de la vida; de una Iglesia que
cree y sabe, que en la fe posee el secreto de la vida y de la historia y
celebra la fe que le ha sido dada; es una Iglesia que espera y se
proyecta hacia el día del Señor; es una Iglesia destinada a la
resurrección, lavada de sus pecados, evangélica en sus compromisos puesto
que evangelizada y evangelizadora. Es una Iglesia «icono de la
Trinidad».
Este rostro eucarístico de la Iglesia está destinado a ser
mostrado al mundo en la continuidad de vida eucarística que brota de la
celebración. La Eucaristía es entonces, como se recordó en el Congreso
Eucarístico Nacional de Milán en mayo de 1983, la forma de vida de la
Iglesia, aquel molde interior en la cual se vacía cada día para recibir en la
gracia del Espíritu las semblanzas de Cristo, el primogénito. Sin la Eucaristía
la Iglesia se deforma, no adquiere aquel rostro eucarístico que la hace
semejante a Cristo. Con la Eucaristía se con-forma, día a día, a Cristo en la
gracia del Espíritu Santo que es el iconógrafo interior de la belleza y
de la santidad eclesial en el Cuerpo y en los miembros individuales (F.X.
Durwell, o.c., pp. 153-166).
Vivir como se celebra; vivir lo que se celebra, queda la
lección de vida cada día nueva en el don renovado de la
Eucaristía.
Este rostro de la Iglesia no puede no ser un rostro mariano.
La Iglesia que celebra la Eucaristía recuerda la presencia de María en el
misterio eucarístico. La Eucaristía es el «corpus natum ex Maria
Virgine». En las plegarias eucarísticas la Virgen María es recordada e
invocada. Pero hay más; según la feliz intuición de Pablo VI en la Marialis
cultus 16, María es modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto divino.
Toda celebración eucarística es interiormente mariana porque la Iglesia debe
conformarse a su modelo de escucha de la Palabra, de gratitud, de invocación del
Espíritu, de ofrenda de Cristo, de intercesión por la salvación de todos. En la
celebración eucarística y en la vida que brota de ella, María es modelo de una
Iglesia que vive hasta el fondo el misterio que celebra. Así pues, la Iglesia
que celebra la Eucaristía debe ser como María, su modelo: humilde, pobre,
discreta, fiel a Dios y a su gente, materna y acogedora, reserva de esperanza
para la humanidad porque tiende hacia las promesas de Dios que es fiel a su
alianza.
El cristiano que participa en la Eucaristía es hecho
partícipe del misterio del Crucificado resucitado, es decir, de aquel misterio
que está en el centro de nuestra fe y de nuestra vida. Juan Pablo II ha escrito:
la Eucaristía es la celebración sacramental del anonadamiento voluntario grato
al Padre y glorificado con la resurrección. El cristiano aprende a ser en la
oblación de sí y en el amor hacia los hermanos «eucaristía para el mundo», así
como Cristo ha sido y es siempre en la celebración de la Misa, Eucaristía para
el Padre y para la humanidad (cfr. Dominicae Coenae n.
6).
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