En toda asamblea, incluso la más numerosa y compacta, el
orante individual sigue siendo el soporte indispensable de toda la acción; el
actor concreto, vivo, consciente; el beneficiario más directo e inmediato. Los
valores de la celebración no se pueden realizar sin la aportación del
individuo. De ahí la necesidad de que todo componente de la comunidad
personalice al máximo todo lo que realiza haciendo concordar, cuando ora, la
mente con la voz, y cuando obra, el corazón con lo que realiza (OGLH 19).
El silencio, llamado "sagrado" por el
concilio (SC 30), es un espacio sumamente precioso para la
interiorización contemplativa. Los momentos de silencio quieren favorecer
mayormente la resonancia del Espíritu Santo en los corazones y promover una más
estrecha unión interior con la palabra de Dios y la voz pública de la iglesia (OGLH
202).
En la celebración comunitaria, los espacios de
silencio deben intercalarse con prudencia, de modo que no creen inadmisibles
fracturas en partes que deben permanecer unidas.
Se aconsejan después de
cada salmo, nada más repetirse la antífona; después de las lecturas, tanto breves
como largas; antes o después del responsorio (OGLH 202). "Cuando la
recitación haya de ser hecha por uno solo, se concede una mayor libertad para
hacer una pausa en la meditación de alguna fórmula que suscite sentimientos
espirituales, sin que por eso el oficio pierda su carácter público" (OGLH
203); carácter que, por el contrario, quedaría comprometido con
intervenciones subjetivas indebidas en la celebración comunitaria.
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