INTRODUCCIÓN.
1. «Al principio.»
El Génesis, para comenzar, evoca el acto creador de Dios. Este acto marca un comienzo absoluto, de modo que a partir de él toda duración pertenece al orden de las cosas creadas. Esta manera de ver se distingue en un todo de la concepción del «comienzo» que se nota en los paganismos vecinos. Por ejemplo, en el poema babilónico de la creación se ve al dios Marduk establecer los marcos del tiempo cósmico y humano: astros, constelaciones, ciclos de la naturaleza; entonces comienza el tiempo astronómico, mensurable. Pero antes de esto, en un tiempo primordial que es el modelo del otro, los dioses habían tenido ya una historia, la única historia sagrada que conoce el pensamiento babilónico y que es del orden del mito. De una pareja divina primitiva, Apsu y Tiamat, habían salido genealogías sucesivas; una lucha había hecho venir a las manos a los dioses entre sí; la aparición del mundo y de los hombres era el resultado de esta lucha. Por consiguiente los dioses se ven englobados en una misma génesis con el cosmos entero, como si ellos sólo es-tuvieran sustraídos imperfectamente a la categoría del tiempo.
Por el contrario, en el Génesis bíblico se afirma en forma radical la trascendencia de Dios: «En el principio creó Dios...» (Gén 1,1); «El día en que Yahveh Dios hizo la tierra y el cielo...» (2,5). No hay un tiempo primordial en que se desarrollara historia divina. El acto creador marca el comienzo absoluto de nuestro tiempo; pero Dios preexistía a este tiempo. Lo que se desarrolló en el tiempo fue su propio *designio, ordenando primero toda la creación con miras al hombre, dirigiendo luego el destino del hombre con miras a un fin misterioso.
2. Tiempo y eternidad.
a) El tiempo. El tiempo, obra de Dios, sirve, pues, de marco a una historia que nos atañe. Esto se nota ya desde el relato bíblico de la *creación.
Los siete días del Génesis tienen sin duda una justificación pedagógica: inculcan la santificación del *sábado. Pero ofrecen también una visión religiosa de la duración en que poco a poco se completa el universo. Dios inserta progresivamente a sus criaturas en el tiempo ; poco a poco se va llenando el marco que acogerá finalmente al hombre, cuya aparición dará sentido a todo lo que le había precedido. Con esto se ve que el tiempo no es una forma vacía, una pura sucesión de instantes yuxtapuestos. Es la medida de la duración terrenal, tal como se presenta concretamente: primero una duración cósmica, polarizada por la venida del hombre, luego una duración histórica, marcado su ritmo por *generaciones, en la que la humanidad caminará hacia su fin.
b) La eternidad. Dios es trascendente respecto a esta doble duración. El hombre vive en el tiempo; Dios, en la eternidad. La palabra hebrea 'olam, diversamente traducida (siglo, eternidad, mundo...), designa una duración que rebasa la medida humana: Dios vive «para siempre», «por los siglos de los siglos». La Biblia , para hacer comprender la naturaleza de esta duración de la que no tenemos experiencia, la opone al carácter transitorio del tiempo cósmico («Mil años son a tus ojos como el día de ayer, que ya pasó; como una vigilia de la noche», Sal 90,4) y del tiempo humano («Mis días son como la sombra que declina..., pero tú, Yahveh, reinas eternamente», Sal 102,12s). Una meditación de este género aguza el sentido de la trascendencia divina, que se ve expresada netamente en los textos tardíos. Mientras que el Génesis miraba a Dios «en el principio», en su acto creador, los Proverbios lo contemplan antes del tiempo, «desde la eternidad», cuando no había cerca de él más que la Sabiduría (Prov 8,22ss). Esta eternidad confunde a Job (Job 38,4), y el salmista proclama: «De la eternidad a la eternidad tú eres Dios» (Sal 90,2). La Biblia logra por tanto conciliar la conciencia de la trascendencia de Dios con la certeza de su intervención en la historia. Se sustrae así a una doble tentación: la de divinizar al tiempo (el dios Khronos del panteón griego), o la de negarle frente a Dios todo significado, como lo hace el Islam.
AT. Dos aspectos se superponen en la experiencia humana del tiempo : el que regula los ciclos de la naturaleza .(tiempo cósmico) y el 'que se desarrolla a lo largo de los acontecimientos (tiempo histórico). A ambos los dirige Dios y los orienta juntos hacia un mismo fin.
I. EL TIEMPO CÓSMICO.
1. Medidas del tiempo.
El Dios creador estableció también los ritmos a que obedece la naturaleza : la su-cesión del día y de la noche (Gén 1,5), el movimiento de los *astros que rige al uno y a la otra (1,14), la vuelta de las estaciones (8,22). Que estos ciclos se reproduzcan a intervalos regulares es signo del orden que el creador puso en su creación (cf. Eclo 43). Todos los pueblos han tomado estos ciclos como base para la medida del tiempo. Desde este punto de vista el calendario judío no tiene ninguna originalidad, si no es el uso de la *semana con su *sábado final. Por lo demás, está hecho de préstamos y parece haber variado mucho en el transcurso de las edades. En el AT oscila entre el cómputo solar y el cómputo lunar. La división del año en doce meses corresponde al ciclo solar. Pero el mes, por su nombre y sus divisiones, sigue el ciclo lunar, puesto que comienza con la neomenia o luna nueva (Eclo 43,6ss). El año israelita comenzó primero en otoño, en Tisri (Éx 23,16; 34,22), luego en primavera, en Nisán (Éx 12,2). En cuanto a los años, en un principio se contaron atendiendo a acontecimientos salientes: reinados (Is 6,1), accidentes naturales (Am 1,1). En época tardía se vino a adoptar una era: la era de los seléucidas (lMac 1,10; 14,1; 16,14), luego la era judía a partir de la creación del mundo, en época rabínica.
2. Sacralización del tiempo.
El tiempo cósmico medido por el calendario no es una cosa puramente profana. Todas las religiones antiguas lo sacralizan. Reconocen a los ciclos de la naturaleza una significación sagrada porque, según creen, están regidos por poderes divinos que se manifiestan a través de ellos. Esta sacralización mítica determina el establecimiento del calendario de las *fiestas: éstas siguen el ritmo de las estaciones y de los meses. Tal concepción de los tiempos sagrados constituyó para Israel una tentación permanente, que denunciaron los profetas (Os 2,13). Pero el AT, al eliminar de su calendario religioso todas las referencias a los mitos politeístas, no por eso desechó la sacralidad natural de los ciclos cósmicos.
Conservó la celebración de la luna nueva (1Sa 20,5; Am 8,5; Is 1,13) y la pascua de los nómadas en primavera (Éx 12). Respetó los usos agrarios del calendario canáneo: fiestas de los ázimos en primavera, al comienzo de la siega de la cebada (Éx 23,15; cf. Dt 16,8); ofrenda de las *primicias (Dt 26,1) y de la primera gavilla (Lev 23,10s); fiesta de !a siega, llamada de las semanas o de pentecostés (Éx 23,16; 34,22; Lev 23,16), fiesta de la recolección en otoño, con los regocijos de fin de estación (Éx 23,16; Dt 16,13; Lev 23,34-43). Pero a estas celebraciones tradicionales fue dándoles poco a poco la revelación un contenido nuevo, que transformó su carácter sagrado; hizo de ellas memoriales de los grandes actos de Dios en la historia. La *pascua y los ázimos recordaron la salida de Egipto (Éx 12,17.26s) y la entrada en Canaán (Jos 5,10ss); *pentecostés, la alianza del Sinaí; la fiesta de otoño, la estancia en el desierto (Lev 23,43). Luego otras fiestas nuevas vinieron a conmemorar otros recuerdos de la historia sagrada (p.e. la dedicación: lMac 4,36-59).
Más allá del año se sitúan otros ciclos más largos: diezmos trienales(Dt 14,28s), año sabático y jubilar (Lev 25). De una fiesta a otra se su-cede el ciclo regular de las semanas. Finalmente, la consagración religiosa del tiempo penetra en el ciclo cotidiano, en el que los rituales señalan sacrificios, ofrendas y oraciones a horas fijas (2Re 16,15; Ez 46,13s; Núm 28,3-8). Toda la existencia del hombre está así incluida en una red de ritos que la santifican. El calendario ocupa un lugar tan importante en la vida de Israel que el rey perseguidor Antíoco Epífanes, atentando contra él se alzará contra Dios mismo (Dan 7,25; lMac 1,39.43.55), puesto que querrá substituir la sacralización del tiempo sancionada por la revelación por uña sacralización pagana.
II. EL TIEMPO HISTÓRICO.
1. Ciclos cósmicos y tiempo histórico.
El tiempo cósmico es de naturaleza cíclica. Al pensamiento oriental y griego impresionó la inserción de la vida humana en estos ciclos del cosmos, que del retorno eterno de las cosas hizo la ley fundamental del tiempo. Sin llegar hasta esta conclusión de orden metafísico, el Eclesiastés está vivamente impresionado por el mismo hecho: la vida humana está dominada por tiempos ineludibles («tiempo de dar a luz y tiempo de morir», Ecl 3,1-8), por una repetición incesante de los mismos acontecimientos («lo que fue será, lo que se ha hecho se volverá a hacer»,, 1,9; 3,15). Así se marcan los límites del esfuerzo humano, e incluso la dificultad de percibir la acción del gobierno divino en el perpetuo retorno de las cosas. Pero este pesimismo es excepción, pues la Biblia está dominada por otra concepción del tiempo que corresponde a su representación de la historia.
La historia no obedece a la ley del eterno retorno. En su fondo está orientada por el *designio de Dios que en ella se desarrolla y se manifiesta; está jalonada por acontecimientos que tienen carácter único y no se repiten, que se depositan en las *memorias. La humanidad, así enriquecida poco a poco por su experiencia de la duración, se hace capaz de progreso. De esta manera el tiempo histórico difiere cualitativamente del tiempo cósmico, al que asume transfigurándolo a imagen del hombre. Tiene sus medidas particulares de grandeza, que están en relación con la vida humana. Primitivamente tenía Israel una noción familiar de la duración: se contaba por *generaciones (y la misma palabra toledót designa prácticamente la historia, Gén 2,4; 5,1; etc.). A partir de la monarquía se cuenta por reinados. Más tarde vendrán las eras. En estas suputaciones históricas se manifiesta más de una vez cierto gusto por las cifras. Sin embargo, por falta de puntos seguros de referencia, los *números citados no corresponden siempre a lo que actualmente esperamos de la historia. Algunos de ellos son aproximativos o esquemáticos (los 400 años de Gén 15,13). Otros tienen valor simbólico (los 365 años de la vida de Enoc, Gén 5,23).. Pero no por eso dejan de revelar el empeño que pusieron los autores sagrados en mostrar la revelación encuadrada en el tiempo.
2. Sacralización del tiempo histórico.
En las religiones paganas el tiempo histórico sólo tiene sacralidad en la medida en que un acontecimiento particular reproduce la historia primordial de los dioses, como lo hacen los ciclos de la naturaleza. Se trata de una sacralidad mítica. En este punto la revelación bíblica introduce una innovación radical. En efecto, en ella se manifiesta Dios por medio de la historia sagrada: los acontecimientos de que está tejida ésta son sus actos acá en la tierra. Por esta razón el tiempo en que se inscriben estos acontecimientos tiene por sí mismo valor sagrado: no ya en cuanto que repite el tiempo primordial, en el que Dios creó el mundo de una vez para siempre, sino en lo nuevo que aporta a medida que se van sucediendo las etapas del designio de Dios, cada una de las cuales tiene significación particular. Lo que confiere sentido a todos estos puntos del tiempo no es, por lo demás, la red de los factores históricos que en ellos se entrecruzan, por lo cual la Biblia tampoco presta gran atención a este aspecto de las cosas. Exclusivamente la intención divina es la que las orienta hacia un fin misterioso, en que el tiempo alcanzará su término a la vez que su plenitud.
III. EL TÉRMINO DEL TIEMPO.
1. El comienzo y el fin.
La historia sagrada, que engloba todo el destino del pueblo de Dios, se inscribe entre dos términos correlativos: un comienzo y un fin. El pensamiento antiguo, cuando se representaba la perfección humana, la situaba general-mente en los orígenes, como una edad de oro seguida de una degradación progresiva del tiempo. A veces previó una reviviscencia de aquella edad de oro con el retorno del gran año (iv égloga de Virgilio), lo cual estaba todavía en relación con una concepción cíclica del tiempo.
También la Biblia sitúa en los orígenes humanos una perfección primitiva (Gén 2). Pero para ella la pérdida de este estado inicial no es debida en modo alguno a un proceso natural de evolución cósmica; el *pecado del hombre fue el que causó todo el drama. Desde entonces está la historia influenciada por dos movimientos contrarios. Por una parte se observa en ella un desarrollo progresivo del mal, una decadencia espiritual, que reclama infaliblemente el *juicio de Dios. Así sucedió en la prehistoria, desde los orígenes hasta el *Diluvio, que fue un juicio tipo; así sucede también en el transcurso de los siglos, tanto que los apocalipsis pueden extender al presente y al futuro esta interpretación catastrófica del tiempo (Dan 2; 7). Pero por otro lado se observa también una progresión hacia el bien, que prepara infaliblemente la *salvación de los hombres. Así sucedió ya en la prehistoria, cuando Dios escogió a Noé para salvarlo y hacer alianza con él. Así sucederá finalmente cuando la perfección primitiva vuelva acá en la tierra al término de la historia sagrada; no ya por un mero proceso de vuelta automática a los principios, sino por un acto soberano de Dios, que realizará juntamente el juicio del mundo pecador y la salvación de los justos. Para sustraer a Israel al atractivo del paganismo con su concepción de la duración humana insistirán los profetas en el término del tiempo y en las preparaciones morales que requiere.
2. Lo que será el fin.
El *día de Yahveh, primera noción escatológica claramente expresada (Am 5,18; Is 2,12), aparece primero como una amenaza constantemente inminente suspendida sobre el mundo pecador. Sin embargo, su fecha, fijada en los secretos de Dios, es desconocida. Para designarla hablan sencillamente los profetas del «fin de los días» (Is 2,2); o bien oponen al «primer tiempo», el pasado, un «último tiempo» que hará contraste con él (Is 8,23). El período actual, el del mundo pecador, se cerrará con un juicio definitivo. Entonces comenzará una nueva era, de la que los textos nos dan descripciones fascinadoras: edad de justicia y de felicidad, que reintroducirá en la tierra la perfección del *paraíso (Os 2,20ss; Is 11,1-9). El porvenir no tendrá, pues, proporción con el tiempo presente; sin embargo, al principio no establecían los profetas dis continuidad radical entre los dos: los tiempos nuevos, de duración indefinida (Is 9,6), coronarían la historia sin salirse del plano en que actualmente se desarrolla. Después del exilio se acentúa progresivamente la diferencia entre el «siglo (o el *mundo) presente» y el «siglo venidero»: ,éste se inaugurará con la *creación de los «nuevos cielos» y de la «nueva tierra» (Is 65,17); con otras palabras, se situará en un plano radicalmente *nuevo, el de los *misterios divinos, cuya *revelación constituye el objeto propio de los apocalipsis.
3.¿Cuándo llegará el fin?
En efecto, los apocalipsis miran con pasión hacia este término (Dan 9,2), hacia este «tiempo del fin» (11,40), que la *esperanza judía aguarda con impaciencia. Lo entrevén siempre en un futuro próximo, que sucederá sin transición a la acuciante actualidad. Pero los «tiempos y momentos» fijados por Dios son su secreto (cf. Act 1,7).
Las especulaciones *numéricas que se proponen a este objeto son del orden del símbolo, de los 70 años de Jeremías (Jer 29,10) a las 70 semanas de años de Daniel (Dan 9), períodos cuya significación es correlativa con la del año *sabático y del año jubilar (cf. Is 61,2; Lev 25,10). El anuncio bíblico de los últimos tiempos se distingue así totalmente de las especulaciones escatológicas a que siempre dieron lugar los períodos turbulentos. Lo que ofrece el AT no es una determinación matemática de la fecha en que nacerá Jesucristo o en que tendrá lugar el fin del mundo. Es una visión en profundidad, de la totalidad del tiempo — pasado, presente y futuro — que descubre su orientación secreta y revela así su sentido. El hombre no puede sacar de ahí ninguna satisfacción de su curiosidad inquieta, sino únicamente una conciencia de las exigencias espirituales que comporta el tiempo en que vive.
NT. I. JESÚS Y EL TIEMPO.
1. Jesús vive en el tiempo histórico.
Con Jesús llegó el fin hacia el que estaban orientados los tiempos preparatorios. Este acto último de Dios se inserta en forma precisa en la duración histórica : Jesús nace «en los días del rey Heredes» (Mt 2,1); la predicación de Juan comienza «el año 15 del reinado de Tiberio César» (Lc 3,1); Jesús «da su bello testimonio bajo Poncio Pilato» (iTim 6,13). Dado que este último hecho es el acontecimiento por excelencia de la historia sagrada, acaecido «una vez por todas» (Rom 6,10; Heb 9,12), todas las confesiones de fe cristianas retienen el momento en que se situó en el tiempo humano. Por lo demás Jesús, durante su vida en la tierra, aceptó las etapas normales que exige toda maduración humana (Le 2,40.52). Participó, pues, plenamente en nuestra experiencia del tiempo. Únicamente su conciencia profética le hace dominar el curso de los acontecimientos, tanto que vive con los ojos fijos en la muerte a la que «tiene que» llegar para luego resucitar (Mc 8,31; 9,31; 10,33s p). Esa es su *hora (in 17,1), que la obediencia al Padre no le permite anticipar (2,4).
2. El tiempo de Jesús, plenitud de los tiempos.
Es esencial comprender el significado de este tiempo de Jesús. Por lo demás, desde el comienzo de su predicación lo proclama clara-mente: «Se han cumplido los tiempos y el reino de Dios está próximo» (Mc 1,15; cf. Lc 4,21). También, a todo lo largo de su ministerio apremia luego a sus oyentes para que comprendan los signos del tiempo en que viven (Mt 16,1ss). Finalmente, llorará sobre Jerusalén que no ha sabido reconocer el tiempo en que Dios la *visitaba (Lc 19,44). Jesús corona, pues, la expectativa judía. Con él ha llegado «la *plenitud de los tiempos» (Gál 4,4; Ef 1,10). Introdujo en la historia de Israel ese elemento definitivo que la predicación del Evangelio pondrá plenamente en claro: «Ahora, sin la ley, se ha manifestado la justicia de Dios atestiguada por la ley y por los profetas» (Rom 3,21). En el desarrollo del designio de Dios se ha producido un acontecimiento en función del cual todo se define en términos de «antes» y de «después»: «en otro tiempo estabais sin Cristo. ajenos a las alianzas de la promesa» (Ef 2,12); «ahora, él os ha reconciliado en su cuerpo de carne» (Col 1,22). El tiempo de Jesús no está. pues, solamente en medio de la duración terrena: llevando al tiempo a su cumplimiento lo domina entera-mente.
II. EL TIEMPO DE LA IGLESIA.
1. Prolongación de la escatología.
En la óptica del AT se enfocaba el fin en forma global: el designio de Dios llegaría a su término instituyendo a la vez en la tierra el juicio y la salvación. El NT introduce una complejidad en el interior de este fin. Con Jesús ha tenido lugar el acontecimiento decisivo del tiempo, pero todavía no ha llevado todos sus frutos. Los últimos tiempos están solamente inaugurados, pero a partir de la resurrección se dilatan en una forma que no habían previsto explícitamente los profetas y los apocalipsis. Jesús, en las parábolas, había dejado ya entrever la marcha del *reino hacia una plenitud futura, le cual suponía un cierto lapso de tiempo (Mt 13,30 p; Mc 4,26-29). Después de la resurrección la misión que da a los apóstoles supone la misma prolongación de la escatología (Mt 28,19s; Act 1,6ss). Finalmente, la escena de la *ascensión distingue netamente el momento en que Jesús toma asiento «a la *diestra de Dios» de aquel en que retornará en gloria para consumar la realización de las *promesas proféticas (Act 1,11). Entre los dos se situará un tiempo intermedio, cualitativa-mente diferente, tanto del «tiempo de la ignorancia» en que estaban sumidos los paganos (Act 17,30), como del tiempo de la pedagogía en que vivía hasta entonces el pueblo de Israel (Gál 3,23ss; 4,lss). Es el tiempo de la Iglesia.
2. Significación del tiempo de la Iglesia.
Este tiempo de la Iglesia es una época privilegiada. Es el tiempo del Espíritu (Jn 16,5-15; Rom 8,15ss), el tiempo en que el Evangelio es notificado a todos los hombres, judíos o paganos, para que todos puedan participar de la salvación. Situación verdaderamente paradójica. Por una parte, este tiempo pertenece al orden definitivo de cosas que anunciaban las Escrituras: para nosotros, que hemos entrado en él por el bautismo, ha llegado el «fin de los tiempos» (ICor 10,11). Pero por otra parte, coexiste con el «siglo presente» (Tit 2,12), que debe pasar como pasa la figura de este mundo (lCor 7,29ss). La conversión al Evangelio de Jesucristo representa para todo hombre un cambio de ser: es un paso del «mundo presente» al «mundo venidero», del tiempo antiguo que se precipita hacia su ruina, al tiempo nuevo que camina hacia su plena expansión. La importancia del tiempo de la Iglesia viene de que hace posible este paso. Es «el tiempo favorable, el día de la salvación», puesto ahora ya al alcance de todos (2Cor 6,1s). Es el «hoy» de Dios, durante el cual cada hombre es invitado a la *conversión y en el que es importante volverse atentos a la voz divina (Heb 3,7-4,11).
Y así como en el AT el designio de salvación se desarrollaba según las voluntades misteriosas de Dios, así también el tiempo de la Iglesia obedece a un plan, cuya economía la dejan entrever algunos textos. Habrá en primer lugar un «tiempo de los paganos» que comportará dos aspectos: por una parte, «*Jerusalén [símbolo del antiguo Israel entero] será hollada por los paganos» (Le 21,24); por otra parte, estos mismos paganos se convertirán progresivamente al Evangelio (Rom 11,25). Luego vendrá el tiempo de *Israel: entonces a su vez «todo Israel será salvo» (Rom 11,26) y habrá llegado el fin. Tal es, en su desenvolvimiento completo, el misterio del tiempo que recubre la entera historia humana. Jesús, que lo domina, es el único capaz de abrir el *libro con siete sellos, en el que están escritos los destinos del mundo (Ap 5).
2. Sacralización del tiempo de la Iglesia.
El tiempo de la Iglesia es por sí mismo sagrado, por el mero hecho de que pertenece al «mundo venidero». Es sabido, sin embargo, que para que sea efectiva la sacralización del tiempo por los hombres debe ir marcada de signos visibles: los «tiempos sagrados» y las *fiestas religiosas cuyo retorno anual se adapta a los ritmos del tiempo cósmico. Ya el AT había buscado para estos signos una nueva fuente de sacralidad en la conmemoración de los grandes hechos de la historia sagrada. Desde la venida de Jesús a la tierra estos mismos hechos no tienen ya sino un valor de *figuras, puesto que el acontecimiento de la salvación se ha encuadrado en el tiempo histórico. Este acontecimiento único es, pues, lo que la Iglesia actualiza ahora en los ciclos de su calendario litúrgico a fin de santificar el tiempo humano. Cada domingo, *día del Señor (Ap 1,10; Act 20,7; lCor 16,2), viene a ser en el marco de la semana una celebración de la resurrección de Jesús. La celebración adquiere un carácter más solemne cuando retorna anualmente la fiesta de *pascua, la fiesta por excelencia (lCor 5,8), aniversario de la muerte y de la resurrección del Señor (cf. 5,7). Así se hallan en el NT los primeros lineamentos de los ciclos litúrgicos cristianos, que se desarrollarán en la Iglesia. Toda la vida humana se pondrá así en relación con el misterio de salvación advenido en la historia, verdadero tiempo ejemplar que finalmente ha sustituido al «tiempo primordial» de las mitologías paganas.
III. LA CONSUMACIÓN DE LOS SIGLOS.
1. La escatología cristiana.
No obstante el tiempo de la Iglesia no se basta a sí mismo. En relación con el AT forma ya parte de los «últimos tiempos», pero no por eso deja de tender hacia una plenitud futura, no deja de estar orientado hacia un término que es el «día del Señor». Ahora que se ha dado el *Espíritu a los hombres, la creación entera aspira a la revelación final de los hijos de Dios, a la *redención de su cuerpo (Rom 8,18-24). Sólo entonces se con-sumará la obra de Cristo, que es el alfa y omega, «el que es, que era y que viene» (Ap 1,8). En ese día «siglo presente» y tiempo de la Iglesia acabarán conjuntamente. El primero hundiéndose en una catástrofe definitiva cuando el séptimo ángel derrame su copa y se oiga una voz que grite: .(Hecho está» (16,17). El segundo, llegando a su total transfiguración, cuando aparezcan los «nuevos cielos y la nueva tierra» (21,1). Entonces no habrá ya ni sol ni luna que marquen el tiempo como en el mundo antiguo (21,23), puesto que los hombres habrán entrado en la eternidad de Dios.
2. ¿Cuándo llegará el fin?
Jesús no dio a conocer la fecha en que ha de verificarse esta consumación de los siglos, este fin del mundo: es un secreto del Padre solo (Mc 13,32 p), y no pertenece a los hombres conocer los tiempos y los momentos que él ha fijado por su propia autoridad (Act 1,7). La Iglesia naciente, en su ardiente esperanza de la parusía del Señor, vivió bajo la constante impresión de su proximidad: «El tiempo es corto» (lCor 7,9); «la salvación está ahora más próxima que cuando vinimos a la fe, la *noche avanza, el *día está próximo» (Rom 13,11s). La impresión era tan fuerte que Pablo, aun empleando este lenguaje, hubo de poner en guardia a los tesalonicenses contra todo cálculo preciso de la fecha fatídica (2Tes 2,lss). Sólo poco a poco, bajo la presión de la experiencia, se adquirió conciencia de la prolongación de los «últimos tiempos». Pero la inminencia del retorno del Señor siguió siendo un componente esencial en la psicología de la *esperanza: el Hijo del hombre viene como un ladrón de noche (Mt 24,43; lTes 5,2; Ap 3,3). El tiempo de la Iglesia , que se desarrolla a nuestros ojos, está también marcado con signos precursores del fin (2Tes 2,3-12; Ap 6-19). Así el NT completa la visión profética de la historia humana que había esbozado el AT.
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