viernes, 28 de enero de 2011

EL CULTO DE LAS RELIQUIAS

Entre las manifestaciones del culto de los santos tiene particular importancia en la historia de la liturgia el culto de las reliquias. Este, aunque encuentra analogías sorprendentes con modos y formas usadas en la antigvedad pagana, tuvo exclusivamente origen en la idea de la gran dignidad del mártir y de la profunda veneración en que era tenido por los fieles. El antes referido Martyrium Polycarpí (156) nos trae el primer ejemplo y una prueba luminosa: Nos postea ossa illius (Polycarpí) gemmis praetiosíssimis exquísitiora et super aurum probatiora tollentes, ubi decebat, deposuímus. Quo etiam locí nobis, ut fieri poterít, in exultatíone et gandió congregatis, Dominas praebebít natalem martyrii eius diem celebrare... La veneración a las reliquias de los mártires juzgaba como una gran fortuna el ser sepultado junto a sus tumbas. Los primeros papas reposaron en el Vaticano junto al sepulcro de San Pedro. Son numerosos los epitafios romanos que hablan de difuntos inhumados ad martyres, ínter limina martyrum, ad sonetos, o bien junto a un mártir determinado. Paraoerunt sibi locum ad Hipolytum, ad sanctum Cornelium, ad sanctum Petrum Apostolum. Si muchos, sin embargo, ambicionaban este privilegio, muy pocos podían obtenerlo: Merita accepit sepulchrum intra limina sanctorum — dice una inscripción del 382 — quod multi cupiunt et vari accipiunt.

Los restos mortales de los mártires formaban la gloria más ambicionada de las iglesias que los poseían, y aquellas que se veían privadas se tenían por afortunadas al obtener una mínima parte. Como hemos indicado antes, esta febril búsqueda de reliquias comienza en Oriente hacia la mitad del siglo IV. Las grandes metrópolis — Antioquía, Alejandría, Constantinopla, Cesárea — y las ciudades menores participaban con igual ardor. San Gaudencio de Brescia (+ 410) visitó con este fin las principales iglesias de Oriente, volviendo con un rico tesoro de reliquias, que distribuyó en parte entre obispos amigos, como San Ambrosio, San Vitricio de Rúan, y en parte depositó en la iglesia de Brescia, llamada precisamente Concilium Sanctorum.
La veneración por los cuerpos santos, agudizada particularmente con el descubrimiento de los Santos Gervasio y Protasio, hecha per visum por San Ambrosio en Milán (386), y más tarde de San Nazario y de los Santos Vital y Agrícola, en Bolonia, hizo que nacieran también falsas revelaciones y deplorables abusos. Un concilio africano del 401 reprueba enérgicamente las memorias martyrum, levantadas aquí y allí en las zonas rurales teniendo como fundamento pretendidos sueños y luces sobrenaturales: Nam quae per somnia et per inanes reoelationes quorumlibet hominum ubique constituuntur altaría omnimode reprobentur; y San Agustín denuncia a ciertos falsos monjes circumeuntes provincias, nusquam missos, nusquam fixos, nusquam stantes, nusquam sedentes, los cuales membra martyrum, si tamen martyrum, venditant. También en Egipto parece que existieron estas sacrilegas especulaciones. Schenoudi, monje egipcio de la mitad del siglo V, pone en ridículo a algunos que afirmaban tener revelaciones sobrenaturales de mártires escondidos y que veían huesos de mártires en cada tumba que aparecía. "Quizá — decía él — no se han enterrado nunca más que mártires?" Debieron también intervenir los poderes civiles. Humatum corpus — dice una ley de Teodosio del 386 — nemo ad aiierum locum transferat; nemo martvrem distrahat, nemo mercetur.
Por fortuna, la iglesia de Roma no tenía necesidad de tales amonestaciones. Heredera del sagrado respeto a los cadáveres, propio de los antiguos romanos, supo actuar torpemente contra la devoción indiscreta, que hubiera querido poner las manos en los sepulcros de los mártires. San Gregorio Magno se hacía eco de estas nobles tradiciones cuando a la emperatriz Constantina, que pedía caput eiusdem Sancti Pauli aut alíud quid de corpore ipsius para ponerlo en la nueva iglesia dedicada al Apóstol en Constantinopla, respondía: Cognoscat autem tranquillissima Domina quia Romanis consuetud non esí, quando Sanctorum reliquias dant, ut quidquam tangere praesumant de corpore. Sed tantummodo in buxide brandeum mittitur, atque ad sacratissima corpora sanctorum poniturf quod levatum, in ecclesia, quae est dedicando, debita cum veneratione reconditur, et tantae per hoc ibidem virtutes fiunt ac si illic specialiter eorum corpora deferantur. Las palabras de San Gregorio nos indican la clase de reliquias que Roma solía distribuir. No eran nunca partículas, aunque pequeñas, sacadas del cuerpo del mártir u objetos sepultados con él, sino simples reliquias de contacto, es decir, pedacitos de lino o estopa (brandea, palliola, sanctuaria) santificados mediante el contacto más o menos inmediato con el sepulcro. Estos eran después cerrados en cofrecitos en forma de píxide, o bien en cajas pequeñas (encolpia) de oro o de plata, que se llevaban colgadas al cuello especialmente por los sacerdotes y los obispos. De este género eran también las reliquias que se depositaban en la consagración de las iglesias, y que, por una especie de ficción legal, se consideraban equivalentes al mismo cuerpo del mártir. San Gregorio lo nota expresamente.
Por desgracia, la justa severidad impuesta por los papas en lo que respecta a las reliquias no debía durar mucho tiempo. En Roma, como en otras partes, los más ilustres sepulcros de los mártires y todos los cementerios estaban fuera de la ciudad, y por esto singularmente expuestos a la irrupción y al saqueo de un ejército invasor. En efecto, las hordas vandálicas de Alarico en el 410 y después de Genserico en el 435 hicieron daños inmensos no sólo en la ciudad, sino, sobre todo, en los santuarios suburbanos de los mártires. Más grande todavía fue la ruina durante el asedio y el saqueo de los godos en el 545. Ecclesiae et corpora sanctorum — dice el Líber pontificalis — extermínala sunt a Gothis. El papa Vigilio, y sucesivamente Juan 111, Sergio I y Gregorio III, trabajaron con celo para reparar los cementerios y mantener el ejercicio del culto, pero apenas lo consiguieron. Las iglesias urbanas estaban demasiado cerca para los fieles; la zona rural romana, desolada, poco segura, veía apenas a algún peregrino aventurarse a buscar las catatumbas, que se habían convertido en refugios de rebaños y de ladrones. El asedio de los longobardos en el 755 agravó de tal forma la ruina, que Paulo I (767) se decidió a abrir los sepulcros de los mártires más famosos y trasladar las reliquias a Roma, a la iglesia de San Silvestre in capite. Dos grandes lápidas colocadas por él en el atrio de esta iglesia nos han conservado los nombres; son más de 100. Más tarde hicieron lo mismo los papas Pascual I, que en el 818 trasladó a Santa Práxedes más de 2.300 cuerpos de mártires, y Sergio I y León IV (+ 855) los cuales depusieron en las iglesias de los Santos Silvestre y Martín y de los Cuatro Santos Coronados muchos restos de mártires dirutis in coemeteriis iacentia. Puede afirmarse que, en la segunda mitad del siglo IX, las catacumbas habían sido ya despojadas de sus antiguas riquezas.
Estos grandiosos traslados de reliquias daban ocasión propicia a aquellos que, como los pueblos de las Galias y Alemania, ambicionaban poseer cuerpos de santos. En efecto, las peticiones llovían de todas partes, y Roma, quizá para unir cada vez más a los diversos pueblos consigo misma, distribuyó con largueza preciosas reliquias. En el 765, Paulo I daba a Crodegango de Metz los cuerpos de los Santos Gorgonio, Nabor y Nazario; poco después, Alsacia tuvo los cuerpos de San Vito, Hipólito y Alejandro; Zempten, San Giordano y San Epímaco; Maguncia, San Cesáreo; Frisinga, San Alejandro y San Justino; Benevento, San Mercurio; Magdeburgo, Santa Felicitas con dos hijos; Aquileya, San Marcos; Salisburgo, San Hermes y San Vicente, etc.

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