viernes, 28 de enero de 2011

FINALIDAD SOBRENATURAL DEL AÑO LITÚRGICO

La Iglesia compuso laboriosamente a través de los siglos y compone hoy en día las propias fiestas, según frase de Tertuliano, con la misma finalidad que ha presidido el surgir y el organizarse del primer núcleo festivo. Los misterios de la vida de Cristo, junto con las gestas de los santos, que fueron sus más fieles imitadores, son para ella como un memorial, al cual todo cristiano debe constantemente atender para realizar con Cristo y por Cristo la propia formación sobrenatural. El año litúrgico no quiere ser, por tanto, una simple reevocación histórica de los hechos de la redención, ni siquiera una gloriosa reseña de heroicas figuras de santos. Más que una página de historia, es una página de vida; de aquella vida divina para darnos la cual Cristo vino a la tierra: Ut vitam habeant et abundantíus habeant.
Mas para que esto se realice es necesario establecer contacto entre Cristo santificador y sus fieles. Este contacto vivo y vivificante fue establecido desde un principio por la Iglesia en la misa y en los sacramentos.
El Cristo que se reproduce en la santa misa y se ofrece en el altar es el Cristo de la encarnación en el seno de la Virgen, del nacimiento en Belén, de la vida escondida en Nazaret; el mismo Jesús que en el cenáculo instituyó la eucaristía; que sufrió, murió y resucitó y que subió al cielo y que allá arriba junto al Padre perpetúa su sacerdocio. He aquí por qué en las varias solemnidades del año, excepto en el oficio y en el prefacio diriascálico propio del día, es siempre y sobre todo la misa la que sirve para celebrar los misterios de Cristo y los aniversarios de sus santos. De igual manera, sea que la Iglesia celebre las múltiples fiestas marianas, sea la consagración de sus sacerdotes y las bendiciones nupciales sobre los nuevos esposos, es siempre el sacrificio eucarístico el que constituye el rito central de la solemnidad, ya que por los méritos de la cruz y de la plenitud de, la gracia que hay en Cristo cabeza afluye todo carisma al organismo todo de la Iglesia, que es precisamente su cuerpo místico, su verdadero pleroma, como la llama el Apóstol. Esta unión de los cristianos a Cristo está bellamente expresada en la liturgia, que de cada altar hace una especie de tumba, donde bajo la mesa palpitan los huesos de los mártires, a fin de que asocien la humillación de su sacrificio capital a la pasión del Señor.
De esta forma, la liturgia de los santos no resulta una liturgia colateral, sino que se une y se injerta toda en la divina liturgia de los misterios de Cristo. En la única liturgia cristiana revive Cristo: Cristo-Cabeza en la celebración de sus misterios redentores; Cristo-Cuerpo en la celebración de la liturgia santoral. En aquéllos, Cristo comunica a la Iglesia su vida; en ésta, la Iglesia ofrece por Cristo al Padre la santidad que ha recibido de su Esposo.
Después, nada hay tan en función de los misterios de Cristo celebrados y revividos en el ciclo litúrgico como los sacramentos, efectiva comunicación vital del alma al gran misterio de la gracia, dada por Cristo en la encarnación y participada a través de las siete arterias sacramentales. La liturgia de los sacramentos se ha derivado, incluso históricamente, del año eclesiástico, y ninguno ignora la íntima conexión del bautismo y de la eucaristía con el misterio pascual, de las órdenes sagradas con las témporas, de la consagración de los óleos sacramentales con el Jueves Santo, de la penitencia con el miércoles de Ceniza y el Jueves Santo, del catecumenado con la Cuaresma, etc. Es decir, la Iglesia no separa los sacramentos de los misterios de Cristo revividos en el ciclo litúrgico, sino que están vinculados esencialmente y llevan su virtud santificadora a las almas.

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