viernes, 28 de enero de 2011

LA SEMANA SANTA

En la serie de los varios tiempos litúrgicos ocupa, sin duda, el primer puesto, por la importancia y la venerada antiguedad de sus ritos, la semana que precede inmediatamente a la fiesta de la Pascua, en la cual se celebran los misterios inefables de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Ya en el siglo IV era llamada por los latinos hebdómada paschalis, o, como nos atestigua Arnobio el Joven (s.V), authentica y en Oriente, hebdómada maior; Non quod — decía San Juan Crisóstomo — illius dies maiores sint alus ómnibus, sunt enim alii longiores; ñeque quod sint numero pures, pares quippe sunt; sed quod in eis a Domino res fraeclarae gestae sint. No menos antiguo es el apelativo "Semana Sanfau, hoy común en los países meridionales, encontrándose ya en San Atanasio y en San Epifanio: Hebdómada xerophagiae, quae vocatur sancta.
En un principio, sin embargo, y quizá ya desde el tiempo apostólico, se solemnizaba solamente el viernes y el sábado, los días, como nota Tertuliano, in quibus ablatus est sponsus, durante los cuales era universalmente observado un estrechísimo ayuno y se omitía, en señal de luto, el beso de paz. Pero a los dos días se añadió en seguida un tercero, el miércoles, la tradicional fiesta estacional propter initum a ludaeis consilium de proditione Domini, y después todos los otros, tanto que, hacia el 247, Dionisio de Alejandría decía que algunos llegaban a estar los seis días de esta semana sin probar alimento. Quizá a la introducción de una tal observancia, la más antigua que nosotros conocemos, no fue extraño el pensamiento alegórico que vemos aparecer en la primera lectura de la fiesta (329) de San Atanasio, cuando insiste sobre el severo ayuno que debe observarse en aquellos seis grandes y santos días, que son el símbolo de la creación del mundo. No hay que creer con esto que ya en el siglo IV todas las ferias de la Semana Santa tuviesen, desde el punto de vista litúrgico, la importancia que adquirieron después y tienen todavía. Quizás en Oriente eran frecuentadas por el pueblo y tenidas en más honor que en otras partes. Las Constituciones apostólicas mandan dar en estos días a los siervos reposo absoluto; San Epifanio habla de iglesias en las cuales se celebraba cada noche la vigilia y por la tarde una sinaxis, peroigilias sex obeunt ac tot ídem synaxes; y la piadosa peregrina de Aquitanía nos ha dejado una minuciosa descripción de la actividad verdaderamente extraordinaria que del Lunes Santo a la dominica de Pascua se desarrollaba en las iglesias de Jerusalén.
En efecto, las iniciativas litúrgicas de la ciudad santa, que en aquel ambiente sugestivo, lleno de inefables recuerdos, suscitaban un fervor y una conmoción indescriptibles, fueron el punto de partida de muchos de los actuales ritos de esta semana. Estos no vinieron a Roma directamente; pero después de haber influenciado la liturgia bizantina pasaron a las liturgias galicanas, y de éstas durante el período postcarolingio llegaron a Roma. En Roma, dos sólo eran los días litúrgicos en tiempo de San León (440-461): el miércoles y el jueves, recuerdo de la institución de la santísima eucaristía, al cual en la Urbe se asoció en seguida el rito de la reconciliación de los penitentes y de la consagración de los óleos santos. El lunes y el martes tuvieron un servicio litúrgico al organizarse la Cuaresma en tiempo del papa Hilario (+ 468); los dos últimos, viernes y sábado, la primitiva Pascua cristiana, no admitieron jamás, ni en Roma ni en otras partes, la celebración de la eucaristía.
Esto es confirmado por lo que narra Uranio en torno a la muerte de San Paulino (+ 431): quinta feria... dominicam Coenam celebravit, sexta vero feria orationi vacavit, sabbato autem secunda hora diei ad ecclesiam laetus processit et, ascenso tribunali, ex more populum, salutavit, resalutatus que a populo orationem dedit et collecta oratione spiritum exhalavit. Esta reunión, a la cual alude el biógrafo del Santo, no era estacional, sino aquella de los catecúmenos en la cual hacían la redditio symboli. Los ritos que hoy se celebran el Viernes Santo — adoración de la cruz, misa de los presantificados — entraron en la liturgia romana no antes del siglo VIII; los del Sábado Santo, todavía más tarde, habiendo sido anticipados a la vigilia sólo en el siglo IX.
Para facilitar la observancia del ayuno y la intervención en las vigilias litúrgicas de esta semana, los emperadores cristianos ya desde el siglo IV impusieron por ley el conceder a los siervos el reposo y suspender en el foro el curso de los juicios civiles y criminales. San Juan Crisóstomo alude a esto en la homilía antes citada: Non nos solum hanc hebdomadam veneramur, sed imperatores orbis nostri, nec perfunctorie, ipsam honorant, silentium indícenles ómnibus publica urbium negotia tractantibus, ut curis vacuí, nos om nes dies spirituali cultu prosequantur. Ideoque fori ianuas clauserunt. Cessenf, inquiunt, lites, iurgia, omnisque concertationis ac supplicii genus; quiescant tantisper carnificum manus. Esta ley, confirmada después por Justiniano, fue durante varios siglos generalmente observada en Oriente y Occidente. En las Galias, los capitulares de los reyes carolingios permiten en el siglo IX el trabajo, exceptuando solamente la semana después de Pascua, pero imponen la asistencia al oficio divino.
El apelativo Dominica palmarum que esta dominica recibió en el uso litúrgico ya desde el tiempo de San Isidoro de Sevilla (+ 636), ha hecho olvidar aquel más antiguo y originario De passione Domini, recordado en los sermones de los Padres latinos de los siglos IV y V, y otros no menos antiguos, como Capitulavium, Pascha competentium, dominica indulgentia, que se encuentran en los más vetustos libros litúrgicos.
La liturgia actual está constituida por la reunión de dos ritos de origen y carácter muy diversos: a) la bendición y procesión de las palmas; y b) la celebración solemne de la pasión de Cristo, ritos que en el curso de los siglos se han desarrollado muy variadamente a pesar de quedar siempre netamente distintos.
El origen de la procesión de los ramos, tan discutido hasta hace pocos años, hay que buscarlo en las costumbres de la iglesia de Jerusalén en el siglo IV. La entrada triunfal de Cristo en la ciudad santa, que se cumplió según la profecía de Zacarías (9:9), había sido considerada ya desde el siglo II como una de las más grandes afirmaciones de su mesianidad; motivo por el cual el conmemorar en Jerusalén su recuerdo no tenía solamente una razón histórica, sino un carácter apologético singular. Refiere Eteria que en la dominica anterior a la Pascua, a la hora séptima (alrededor de las trece), el pueblo con el obispo se reunía en el monte de los Olivos, entre las basílica Eleona y la del Imbomon o de la Ascensión. Comenzaban a cantar himnos y antífonas, intercalados con lecturas escriturísticas y oraciones; después, a la hora undécima (alrededor de las diecisiete), leído el evangelio que describe la entrada de Jesús en Jerusalén, se levantaban todos y, teniendo en sus manos ramas de olivo y de palmas, entre el canto de himnos y salmos alternados con el estribillo Benedictus qui venit in nomine Dominí, descendían procesionalmente con el obispo a la ciudad, in eo typo, quo tune Dominus deductus est. Se iba así hasta la iglesia de la Anástasis, donde se terminaba la función con el canto del oficio lucernario. Ninguna alusión a una bendición de los ramos. Con el tiempo, el pintoresco rito hierosolimitano creció en importancia y en solemnidad, porque en el siglo VI eran cinco las estaciones en las cuales se paraban durante el recorrido, y otras iglesias orientales, entre ellas Edesa y Constantinopla, la habían introducido en su ritual.
Nos es desconocido cómo y cuándo precisamente el uso litúrgico hierosolimitano haya pasado a Occidente. Las primeras señales ciertas se encuentran para España en San Isidoro de Sevilla (+ 636), en el Líber ordinum mozárabe y en el misal de Bobbio, cuyas fórmulas muestran evidentes puntos de contacto con el antiguo rito español y con la liturgia bizantina.
El Venerable Beda (+ 735), en la homilía ín Dominica Palmarum, parece conocer no sólo la fiesta, sino también una ceremonia litúrgica de las palmas El Versas de Teodolfo, obispo de Orleáns (760-821), Gloria, laus et honor, que gozó de tanta popularidad en la Edad Media, y del cual sólo una pequeña parte está contenida en el misal, atestigua ya un desenvolvimiento sorprendente en Angers por parte del ritual de la función de las palmas. En tiempo de Amalario (+ 853), la procesión era ya en Jas Calías una costumbre tradicional: In memoriam Ulitis reí — escribe él — solemus per ecclesias nostras portare ramos et clamare hosanna.
En Roma, los sacramentarlos gelasiano y gregoriano conocen solamente el título Dominica in palmis. pero es casi cierto que existía la bendición relativa, haciendo mención de ella una carta del papa Zacarías a San Bonifacio en el año es de esta dominica una bendición para los portadores de palmas. Es preciso descender al siglo X para encontrar en el Pontifical romano-germánico el más antiguo ritual de la procesión de las palmas y numerosas fórmulas de bendición.
El deseo de reproducir en el campo litúrgico las circunstancias de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén dio a la procesión de las palmas en el Medievo un movimiento dramático tan vivo y profundo, que quizá no encuentra igual en otras solemnidades del año. De ordinario, todo el pueblo, encabezado por el obispo y el clero, se reunía en una iglesia fuera de la ciudad o en un lugar elevado, como para representar el monte de los Olivos. Aquí, después de la lectura del Éxodo: Venerunt filii Israel in Elim, donde son recordadas las 70 palmas del desierto, se bendicen los ramos de palma, de olivo o de otros árboles con una larga serie de oraciones y se distribuyen. Entonces se pone en marcha la gran procesión, en la cual la persona del Señor está representada por el libro de los santos Evangelios, envuelto en un tapiz purpúreo, puesto sobre un portatorium, una especie de féretro ricamente adornado y llevado por cuatro diáconos, o bien por un gran crucifijo descubierto y rodeado de guirnaldas de fresco verde. Durante la procesión se alternaban las antífonas Cum afrpropinquasset, Cum audisset, Turba multa, Occurrunt turbae cum floribus, mientras los niños arrojaban flores al paso de los diáconos.
Llegados a las puertas de la ciudad, junto a la torre de guardia tenía lugar el solemne homenaje al Redentor. El Ordo de Besangon lo describe así: "Comienzan los niños de la schola, los cuales, extendidas por tierra las capas y las casullas y depuestos los ramos benditos delante de la cruz, la adoran de rodillas, mientras el clero canta el Kurie eleison y la antífona Pueri Hebraeorum vestimenta frrosternebant. En este punto es ejecutado en coros alternados40 el himno de Teodolfo Gloria laus et honor. Sigue después el homenaje del pueblo, que en pequeños grupos va delante de la cruz, depone sus flores y la adora, mientras se canta la antífona Omnes collaudent nomen tuum con el salmo Lauda lerusalem Dominum. Finalmente viene a postrarse el obispo con el clero, y el coro canta la antífona Percuízam foastorem. A estas palabras, un clérigo con la mano o con la palma le golpeaba levi ictu en las espaldas. Concluida la adoración de la cruz, el cortejo entra en la ciudad al canto de la antífona Ingrediente Domino in sanctam cwitatem y después del himno Magnus salutis gaudium. Y, llegados a la catedral, se entona el Benedictas, y el obispo concluye la procesión con una oración. En Roma, la procesión se formaba en Santa María la Mayor, para después dirigirse a San Juan de Letrán, la basílica estacional del día. Para representar a Cristo, en un principio fue llevado el libro de los Evangelios, cubierto generalmente de un paño purpúreo; pero más tarde fue suprimido este uso.
En Inglaterra y en Normandía era común la costumbre, introducida, según parece, por Lanfranco, arzobispo de Canterbury (+ 1089), de llevar en procesión la santísima eucaristía; en las pequeñas aldeas de estos países la procesión iba precedida de la cruz, que generalmente estaba erigida en el cementerio, y por esto era llamada "cruz de la palma" (Palm cross) En Alemania, desde tiempos de San Ulrico, obispo de Augusta (+ 973), se solía llevar en procesión el llamado "asno de la palma" (Palmesel), un asno de madera provisto de un carrito, sobre el cual estaba la estatua del Salvador, que después era expuesta en la iglesia a la veneración del pueblo retro altare usque ad completorium quartae feriae. En Milán, la bendición de las palmas tenía lugar en la basílica laurenciana; desde aquí, el arzobispo, montado sobre un caballo ricamente.enjaezado" se dirigía con la procesión hacia la basílica ambrosiana, donde se cantaba la misa.
La misa de la presente dominica, que mantiene todavía su impronta primitiva, está exclusivamente consagrada a la memoria de la pasión de Nuestro Señor, que la Iglesia antigua celebraba precisamente en este día. El salmo 21, Deus, Deus meus, réspice in me, quare me dereliquisti, el himno profético de los dolores de Cristo, ha proporcionado el texto para el introito y el tracto, el cual nos da los versículos más expresivos. La epístola recuerda la humillación heroica de Jesús usque ad mortem, mortem autem crucis. De las tres oraciones, la primera, que es la original, refleja exactamente el misterio del día; menos, en cambio, las otras dos, las cuales no se comprende por qué substituyeron a aquellas mucho más adaptadas contenidas en el gelasiano. En el evangelio se lee por entero la pasión escrita por San Mateo, el único que, según la antiquísima costumbre romana, se leía en esta semana. San León Magno atestigua que él solía hacer la explicación en esta dominica y en el miércoles sucesivo. En África, según escribe San Agustín, se leía el Viernes Santo; Passio autem, quia uno die legitur, non solet legi nisi secundum Matthaeum. En realidad, él había intentado hacer leer una armonía de los cuatro evangelistas, como parece se usaba en España; pero el pueblo no quiso saber nada: Volueram aliquando ut per singulos annos secundum omnes evangelistas etiam passio legeretur; factum est; non audierunt nomines quod consueverant et perturbati sunt.
La importancia de la lectura de la Passio era ya puesta de relieve en la liturgia antigua. San Agustín lo da a entender cuando escribe: Solemniter legitur Passio, solemniter celebratur. Los más antiguos evangeliarios, comenzando por el de Vercelli (s.V), hacen preceder a las palabras de Cristo en la historia de la pasión de San Mateo de alguna señal especial, las más de las veces una T. Más tarde se introdujeron otras dos: C al comenzar de nuevo la narración, S cuando entran en escena los interlocutores. Tales señales y otras muy variadas no son más que indicaciones musicales para servir de guía al cantor, según que la melodía se mueva para el canto del Christus en el tetracordo inferior del diapasón (tacite, trahe), o sobre la dominante (C = cito, celenter), para el texto narrativo, o bien en el tetracordo agudo (S = sursum), para las frases interlocutorias. La melodía actualmente prescrita por la rúbrica ha adoptado los signos dichos, excepto la T, en cuyo lugar ha puesto, como desde hacía tiempo lo hacían los copista medievales.
El uso de ejecutar la Passio con tres cantores, de los cuales uno representa la parte de cronista (evangelista), el otro la de Nuestro Señor, y el tercero, la de las varias personas que entran en la narración, fue introducido hacia el 1000 en las iglesias del Norte, y después imitado por todas partes por exigencias prácticas y quizá también por el deseo, conforme con el gusto de la época, de hacer más dramática y expresiva la narración.
De las tres primeras ferias de la Semana Santa, la del miércoles es la más antigua y la más importante. En Jerusalén, según cuenta Eteria, reunido el pueblo en la basílica de la Anástasis, se leía la perícopa evangélica en la cual Judas se ofrece a los ancianos para traicionar al Maestro. La gente escucha en silencio; pero cuando oye la vil petición Quid vultis míhi daré...? se vuelve toda un rugido y un bramido, y Eteria, como otros muchos, no puede contener las lágrimas. También en Roma la "feria cuarta" era bastante importante, como puede deducirse por la estación asignada a Santa María la Mayor y por las dos lecturas proféticas, que pertenecen todavía a la misa. Más aun: en un principio, la sinaxis de este miércoles debió probablemente ser alitúrgica, es decir, sin celebración de misa, como el Viernes Santo, ya que por muchos siglos los Ordines romani han conservado señales de esta primitiva disciplina. En efecto, prescriben que la feria cuarta de la semana grande, en la reunión general del clero de la ciudad y suburbano, que tenía lugar en la laterana por la mañana, no se recitase otra cosa que las Orationes solemnes, hoy en uso exclusivamente el Viernes Santo. La consagración eucarística estaba reservada a la estación vespertina en la basílica liberiana. La lectura de la Passio según el Evangelio de San Lucas comienza a sernos atestiguada en los Capitulare romanos al final del siglo VII; la de San Mateo fue introducida no antes del siglo IX en lugar de la lección evangélica primitiva del lavatorio de los pies (Lc. 13:1-15), reservada después al Jueves Santo.
Los libros litúrgicos titulan este día, consagrado principalmente a celebrar la institución de la santísima eucaristía, feria quinta in Coena Domini; tal nombre era ya común en África y en Italia a principios del siglo V. Por el contrario, el calendario de Polemio Silvio señala el Jueves Santo al 24 de marzo con la rúbrica Natalis calicis. Esta fecha y esta expresión, que se encuentran también en Avito de Viena (+ 518), Eligió de Noyon (+ 656) y parece que fueron corrientes en las Galias meridionales durante los siglos VI y VII, se explican con la idea, entonces muy común, de considerar el 25 de marzo como la fecha histórica de la muerte de Nuestro Señor, y el 27 como el de la resurrección.
La liturgia del Jueves Santo, expresada en el oficio y en el formulario de la misa, une al recuerdo de la institución eucarística los luctuosos episodios que poco después dieron principio a la pasión de Cristo, es decir, la oración y mortal agonía en el huerto de los Olivos y la traición de Judas; muchas iglesias llamaban a este día dies traditionis. En este mismo día, desde la más remota antiguedad cristiana se hacían dos ritos expeciales: a) la reconciliación de los penitentes, y b) la consagración de los óleos santos, con vistas a la bendición de la fuente bautismal y a ]a confirmación de los neófitos en la noche de Pascua.
Las tres misas antiguas.
El sacramentarlo geíasiano contiene tres misas para el Jueves Santo. La primera, propia de la iglesia romana, era celebrada para la reconciliación de los penitentes, cuyo rito en este jueves desde el 416 servía como misa de los catecúmenos, y por eso era inmediatamente seguida de la ofrenda y de la misa de los fieles; la segunda, llamada missa chrismalis, por la consagración de los óleos; la tercera, titulada ad vesperum, en memoria de la institución de la santísima eucaristía y de la traición de Judas. Esta última tiene relación con el uso, testimoniado en África, por San Agustín y en Oriente por San Epifanio y por Eteria, de celebrar, además de la misa de la mañana, una segunda por la tarde, post nonam, a imitación de la última cena de Nuestro Señor, durante la cual se solía recibir la comunión sin estar en ayunas. El gregoriano y los antiguos Ordines románino conocen más que una misa, la de la consagración de los óleos santos, la cual se celebraba a hora más bien tardía, hora quasi séptima, dice el Ordo de Einsiedeln; revestía marcado carácter festivo. El papa y los diáconos induuntur dalmaticis vel omni ornamento se canta el Gloria in excelsis Deo, y en todo se procede con el ceremonial de las grandes solemnidades, sicut mos est in dies solemní. También hoy día, a pesar de que el formulario de la misa haya modificado el carácter antiguo, los ministros llevan vestidos blancos de fiesta; blanco es el velo que cubre la cruz del altar, y el Gloria es entonado entre el sonido prolongado de las campanas, después de lo cual callan hasta la misa de Pascua.
Este silencio de los bronces sagrados, simbólico sin duda, al cual ya alude Amalario, comenzaba en algunos lugares aun antes de la misa. A completorio — dice Durando — sive a vespera qua Dominus traditus fuit, campanarum silentium inchoatur; alii ad primam huius quintae feriae et non ulterius pulsant campanas, fit tamen signum cum tabula. La tabula (crepitaculum, crótalo), de la cual habla Durando, era un instrumento de madera muy difundido en los claustros hasta los tiempos de Casiano, donde suplía al servicio de las campanas, entonces no muy generalizado. En particular, según las costumbres cluniacenses, se usaba sonar la tabula cuando un monje entraba en agonía (Tabula morientium) y cuando tenía lugar el lavatorio de los pies (ad rnandatum). Es quizá de estos usos monásticos medievales de donde nace la costumbre de suspender en los días del triduo sagrado de la muerte del Redentor el sonido de las campanas y de substituirlo con el de los instrumentos de madera.
La misa actual ha modificado notablemente su ordenación primitiva, no siendo ya solamente en función de la consagración de los óleos, sino de la eucaristía y de la traición de Judas. Según una hipótesis de Morin, apoyada por los libros litúrgicos más antiguos, en la misa original de la elenco de los días de precepto el Jueves in Coena Domini. Quater in anno — escribía Raterio de Verona (+ 978) en una instrucción a sus sacerdotes, id est átale Domini et Coena Domini, Pascha et Pentecostés, omnes fideles ad communionem Corporis et Sanguinis Domini accederé admonete. La práctica había arraigado tanto entre los fieles, que durante los siglos XII-XIII la multitud de los que comulgaban impedía prácticamente al clero el comulgar. Un Ordo monástico de la época lleva esta advertencia: Feria Quinta maioris hebdomadae propter multitudinem pauperum et hospitum non communicant canonici, ñeque fratres.
La bendición de los óleos.
La consagración de los óleos, que está encuadrada en la misa pontifical de este día, se remonta ciertamente a una alta antiguedad, aunque no sea posible hacerla ascender hasta una verdadera tradición apostólica, como quisiera San Basilio. Tertuliano es el primero en hablar cuando escribe: Esressi de lavacro perungitur benedicta uncfzone, y ya la Traditio, de Hipólito, la reserva expresamente al ministerio del obispo. Estos en Roma, según la Traditio, consagraban inmediatamente antes de conferir el bautismo, sea el crisma, llamado por Hipólito oleum euchanstiae, sea el aceite de los catecúmenos, llamado oleum exorcistatum. El aceite para los enfermos era bendecido por el sacerdote en las misas ordinarias todas las veces que fuese pedido por los fieles.
Es difícil precisar cuándo se comenzó a bendecir conjuntamente los tres óleos litúrgicos y a fijar el rito en el Jueves Santo. El primer testimonio de tal disciplina es el gelasiano y el I OR. Fuera de Roma, en la época de su composición imitad del s.VI) existían usos diversos.
La más antigua fórmula de la bendición del óleo de los enfermos se encuentra en la Traditio, de San Hipólito, una frase de la cual ha pasado textualmente en la oración epiclética: Emitte, quaesumus, Domine, Spiritum Sanctum, contenida en el gelasiano y todavía en uso hoy. El obispo la recita en voz baja sobre la ampolla del óleo, llegado a aquellas palabras del canon Per quem haec omnia, Domi ne... cuando, según la disciplina primitiva, el sacerdote solía bendecir los frutos estacionales, el aceite, las flores y, en general, todo aquello que los fieles llevaban a la iglesia. Un recuerdo de esta antigua popularidad del óleo bendecido para los enfermos era el uso medieval romano de que, mientras el papa el Jueves Santo bendecía el oleum infirmorum del altar, los presbíteros al mismo tiempo se asomaban a los lados del presbiterio para bendecir también ellos las varias ampollas del aceite que presentaban sus fieles.
La consagración del crisma hoy se realiza inmediatamente después de la comunión, pero antiguamente, según la rúbrica del gelasiano, tenía lugar la fracción de las oblatas y la mezcla. Esta se inicia con la bendición del bálsamo y con su mezcla con el óleo crismal mediante dos fórmulas de origen galicano, desconocidas hasta el siglo XV en los libros romanos. Según el vetusto uso de Roma, el papa mezclaba el bálsamo con el crisma, estando en el secretarium, inmediatamente antes de la misa. Hecho esto, el obispo en primer lugar y después cada uno de los doce sacerdotes asistentes, soplan tres veces en forma de cruz sobre la ampolla. Es ciertamente un gesto de exorcismo, que se encuentra mencionado por primera vez en el Ordo de San Amando, cuyo significado se declara en la fórmula Exorcizo, añadida después del siglo XI.
Sigue después la solemne oración eucarística consecratoria del crisma, referida ya por el gelasiano, en la cual se hace como la historia del simbolismo escriturístico añejo a la unción del aceite; del ramo de la paloma del arca de Noé, a la unción de Aarón por mano de Moisés y a la aparición de la paloma después del bautismo de Cristo; y termina con una epiclesis al Padre a fin de que, por los méritos de Jesús Salvador, envíe al Espíritu Santo, infundiendo su potencia divina en el perfumado líquido para que resulte para los bautizados crisma de salud. Hecho esto, los sacerdotes asistentes se acercan por turno a la ampolla del crisma y la saludan tres veces: Ave, sanctum Chrisma, haciendo la genuflexión y besándola reverentemente. El saludo es de origen romano, atestiguado ya en el I OR; pero el beso es una tardía novedad galicana.
Análogas ceremonias se hacen con el óleo de los catecúmenos después que el obispo, previo exorcismo, lo ha consagrado con una simple oración.
Lo que tiene de característico la bendición de los óleos es la procesión solemne que se hace para el traslado de las ampollas del crisma y del óleo de los catecúmenos de la sacristía al altar, y viceversa. Participan en ella los sacerdotes, los diáconos y los subdiáconos asistentes a la misa; se llevan las luces y el incienso y durante el trayecto se cantan los versus, atribuidos a Venancio Fortunato, Audi íudex mortuorum, con el estribillo O Redemptor, sume carmen. Este rito no es de origen romano. Los textos romanos anteriores al siglo IX dicen expresamente que un ministro inferior (subadíuva) o dos acólitos presentan al obispo las ampollas del óleo que se ha de consagrar; pero no alude a un traslado solemne: Continuo dúo acolythi involutas ampullas cum sindone... e medio tenent in brachio. La procesión aparece por primera vez en el X OR (s.XIII), es, según De Puniet, una explícita interpolación galicana. Es conocido como la liturgia galicana, de acuerdo con la bizantina, usa el acompañar las ofertas al altar con una procesión solemne y con el canto de especiales antífonas. Fue precisamente uno de estos ritos la procesión de los óleos, que, habiendo pasado al pontifical romano-germánico (s.IX-X), entró por medio de él en el dominio de la liturgia romana.
El "sepulcro" y los ritos conclusivos.
El celebrante en este día, según la rúbrica del misal, debe consagrar dos hostias, una de las cuales consume él mismo, y la otra reservat pro die sequenti, in quo non conficitur sacramentum. Ya que el Viernes Santo ha sido siempre alitúrgico, el uso de reservar la eucaristía para el día siguiente es antiquísimo. El IOR, después de haber dicho que el papa distribuye la comunión a todo el pueblo, añade: Et serval de Sancta usque in crastinum (n.31).
El Sancta que se debía guardar para el día siguiente eran los elementos eucarísticos bajo las dos especies. El gelasiano lo declara expresamente en las rúbricas del Viernes: Proce-dunt (los diáconos) cum corpore et sanguino Domini, quod ante diem remansit. Pero después del siglo XI, los libros rituales romanos, mientras prescriben siempre el poner en reserva una parte de las oblatas consagradas, tiene cuidado en especificar que debe excluirse el vino: Sanguis Domim penitus absumatur; en efecto, la comunión baio las especies del vino había cesado para los fieles.
La eucaristía se guardaba en el sagrario, como de costumbre. Pero durante el siglo XI, y más tarde bajo el impulso de la creciente devoción al Santísimo Sacramento, la disciplina comienza a sufrir radical innovación. La eucaristía no se conserva ya en la sacristía, sino que queda depositada en la iglesia sobre un altar o en un lugar convenientemente preparado, y su traslado se realiza procesionalmente y con cierta pompa.
El simbolismo fundamental de esta deposición eucarística, resaltado ya desde el siglo IX por Amalario y después fácilmente repetido por los liturgistas medievales, fue el de simbolizar la muerte de Cristo en el sepulcro, para completar con el jueves los tres días pasados por El en la tumba; por lo demás, todo el aparato litúrgico que lleva consigo la evolución del rito sugería fácilmente la idea y el nombre de "sepulcro," llamado todavía impropiamente así por el pueblo a pesar de que la Iglesia haya siempre prohibido el acumular elementos tales (como guardias, tumba, imágenes de María y de San Juan, emblemas fúnebres, etc.) que pudiesen hacer alusión a esta idea.
A aumentar el equívoco contribuyó quizá, más que nada, la costumbre, introducida casi umversalmente después del siglo XI, de erigir en el Viernes Santo detrás o a un lado del altar o en una capilla lateral una representación del sepulcro de Cristo, donde, en un tabernáculo preparado, era solemnemente depositada o. como se decía, sepultada la cruz del altar y la santísima eucaristía. Los fieles la adornaban copiosamente con flores y luces y de día y de noche hacían la guardia rezando hasta el alba de Pascua; la eucaristía era entonces llevada procesionalmente al altar. Indudablemente, esta función con su sepulcro simbólico, aunque posterior en cuanto a la fecha, ha prevalecido sobre la otra y le ha dado el propio nombre.
Depositado el Santísimo Sacramento, se recitan vísperas por el coro. En la liturgia romana de los siglos VII-VIII, hoy, como en los días sucesivos, no había lugar para el oficio vesperal, ya que las funciones del día tenían lugar en las horas de la tarde. En efecto, los más antiguos Ordines romani hablan más bien de las vigilias y de las laudes, pero callan absolutamente de las vísperas. Las vísperas actuales, que se encuentran ya por entero, excepto pequeñas diferencias, en el antifonario de San Pedro, han sido introducidas en el siglo XI después de que la misa del día había sido trasladada a las horas antes del mediodía.
Recitadas las vísperas, el celebrante con los ministros procedía a desnudar los altares. El rito es, sin duda, muy antiguo, mencionándolo ya el I OR: A véspero autem huíus diei nuda sint altaría usque in mane Sabbati. No es, sin embargo, improbable que esta ceremonia, aparentemente tan expresiva, sea un resto del uso primitivo de quitar los manteles del altar apenas terminada la sinaxis. Un canon del concilio XVII de Toledo parece confirmarlo.
Además de desnudarlo, se practicaba en la Edad Media, generalmente después del mediodía, el lavado de los altares con agua y vino. También este rito, si bien de ordinario interpretado místicamente como un fúnebre obsequio a Cristo, representado por el altar, tuvo probablemente un origen sencillamente natural. Se lavaban los altares uara prepararlos para la gran solemnidad de la Pascua. En este sentido escribía San Isidoro de Sevilla: Eodem die Jueves Santo altaría templi parietes et pavimenta lavantur, vasaque purificantur quae sunt Domino consecrata. En el uso de Roma, esta ceremonia debió entrar muy tarde, porque no se hace alusión a ella en los sacramentarios gelasiano y gregoriano. Pero, mientras desde hace mucho tiempo ha perdido por todas partes todo carácter litúrgico, en la Urbe se practica todavía con respecto al altar papal en la basílica de San Pedro. Terminado el oficio de tinieblas, el clero de la basílica se dirige procesionalmente al altar de la Confesión, que primeramente ha sido despojado, y sobre el cual están preparadas siete ampollas llenas de vino blanco mezclado con agua. Entonada la antífona Diviserunt sibi, que es proseguida por los capellanes con los versículos del salmo 21, veus, Deus meus, el canónigo oficiante y otros seis ascienden las gradas del altar, y todos derraman simultáneamente sobre la mesa el contenido de las ampollas. Después se retiran para dejar el puesto al cardenal arcipreste, que sube al altar y con un ramo de tejo esparce el líquido; lo mismo hacen después de él todos los canónigos. Terminado esto, vuelven al altar el canónigo oficiante y los seis asistentes, que con esponjas o con paños secan la mesa. Por último, estando todos de rodillas, el oficiante recita el verso Chrlstus factus est, después en secreto Pater noster, y se termina con la oración Réspice.
La adoración de la cruz.
A las lecturas sigue actualmente la adoración de la cruz. Este rito, introducido en Jerusalén después de la invención de la cruz hecha por Constantino, nos es descrita por San Cirilo de Jerusalén y más largamente en la relación de la peregrina Eteria. Era muy simple y sin preciso carácter litúrgico. A la hora octava se reunía el pueblo en la iglesia de la Cruz, sobre el Gólgota; el obispo está sentado en su cátedra rodeado de los diáconos, y delante de él, sobre una mesa cubierta con un mantel, se deposita el leño de la cruz y el título, despojándolos de la cubierta de plata dorada donde solían conservarse. El obispo extiende sobre ellas la mano y los diáconos vigilan para que ninguno por atrevida devoción se atreva a levantar alguna pequeña parte. Entre tanto, todos, del clero y del pueblo, uno por uno, pasan delante a venerar las reliquias, besándolas y aplicándolas a la frente y a los ojos. Ningún canto u oración durante la ceremonia; todo se desenvuelve en silencio.
El rito, que atraía enorme concurso de pueblo, fue imitado, como lo atestigua ya San Paulino, en muchas iglesias del Oriente y del Occidente, y, sobre todo, en aquellas que tenían la fortuna de poseer una reliquia de la verdadera cruz. Entre éstas estaba Roma, que en el siglo V poseía varias, entre las cuales una en la basílica de Santa Cruz de Jerusalén, transportada después por el papa Hilario (461-468) al nuevo oratorio de la Cruz, en el laterano, que se perdió después, y otra "depositada por el papa Símaco (498-514) en el Oratorium crucis, añejo a San Pedro. Cuando hubiera comenzado en Roma la ceremonia de la adoración, resulta difícil precisarlo. Sin embargo, considerando que ésta muestra evidentes caracteres de origen bizantino, es lícito conjeturar que haya sido introducida en la primera mitad del siglo VII y quizá anteriormente a la misma fiesta de la Exaltación de la Cruz (14 de septiembre).
La más antigua descripción de la ceremonia romana se encuentra en el Ordo de Einsiedeln (s.VIII), que reproduce en su austera simplicidad la de Jerusalén. El papa, hacia la hora octava, desciende del patriarcado lateranense y, con los pies descalzos, junto con los ministros, va procesionalmente a Santa Cruz de Jerusalén llevando en la mano un incensario humeante, mientras, detrás de él, post dorsum Domini apostolici, un diácono lleva lignum pretiosae crucis in capsa...intus cavam habens confectionem ex balsamo satis bene olente. Era probablemente la reliquia de la cruz del papa Símaco, más tarde desaparecida y después encontrada por el papa Sergio. Entrados en la iglesia y depositado el relicario sobre el altar, el pontífice descubre la cruz, se postra a adorarla y después se levanta y la besa. Así hacen todos los miembros del clero, el pueblo y hasta las mujeres, a las cuales, sin embargo, es llevada la cruz por los subdiáconos al lugar designado para ellas. Siguen después las lecciones, los responsorios, el canto de la Passio, las lecciones.
Entonces, el pontífice saluda al pueblo y vuelve procesionalmente al laterano cantando el salmo Beati immaculati. En cuanto a la comunión, el Ordo nota expresamente que Apostolicus ibi non communicat nec diaconi. Pero, continua el Ordo, si alguno desea recibir la comunión, debe dirigirse a las otras iglesias o títulos de Roma y comulgar allí. Esto prueba que, después de la función papal, en los títulos se celebraba una ceremonia análoga, concluida con la comunión. Es ésta, en efecto, la función la encontramos descrita por el gelasiano, la cual se celebraba hacia la hora de nona, la hora de la muerte de Cristo. Se comienza poniendo la santa cruz sobre el altar; hechas las lecturas y dichas las lecciones, los diáconos llevan del sagrario las especies consagradas en el día anterior, depositándolas sobre la mesa. Entonces, el sacerdote se dirige al altar, adora la cruz y |a besa. Recita después el Pater noster con su embolismo y comulga; lo mismo hacen los fieles después de que a su vez han adorado y besado la santa cruz.
Como se ve, el primitivo rito romano era muy simple. El único elemento decorativo consistía en el canto del Ecce lignum crucis, intercalado como antífona entre los larguísimos versículos del salmo 118, Beati immaculati in vía, durante el recorrido del laterano y mientras el pueblo desfila para besar la cruz.
Pero en España y en las Galias, bajo el influjo de la liturgia de Jerusalén, la ceremonia fue en seguida dramatizada con el descubrimiento y ostentación de la cruz, con la triple postración y oraciones delante del santo leño y, sobre todo, con el canto dialogado del Popule meus, de los improperios y del trisagio bizantino, y terminada por fin. como grito de triunfo, con la antífona griega Crucera tuam, cantada sobre el tema del Te Deum, y que ensalzaba las glorias de la cruz, junto con las líricas expresiones de los dos himnos Pange lingua y V exilia regís, de Venancio Fortunato. Todos estos elementos de origen extranjero, importados en la liturgia romana entre los siglos IX y XI, forman hoy el cuadro altamente sugestivo de la adoración de la cruz, que ha terminado por centrar en sí la más grande atención del pueblo.
Hay que observar, sin embargo, que el rito antiguo estaba ordenado a la adoración de una reliquia de la verdadera cruz. Pasado a las iglesias donde no se tienen reliquias de tal género, y celebrado por esto con un crucifijo, ha perdido su primitivo significado.
La misa de los presantificados.
La llamada misa de los presantificados (de los términos griegos ή των προηγιασμένων λειτουργία) con que termina la funciσn del Viernes Santo, aunque acompañada de algunas oraciones y ceremonias propias de la verdadera misa, no es en realidad más que un simple rito de comunión hecho con las sagradas especies precedentemente consagradas. Duchesne la pone en relación con las antiguas sinaxis alitúrgicas, las cuales muchas veces, como observa Tertuliano, se concluían con la comunión: Similiter de stationum diebus non putant plerique sacrificioruní orationibus interveniendum, quod statio solvencia sit accepto corpore Domini. Todavía hoy los griegos, apoyándose en un canon del concilio de Laodicea (365) y de Constantinopla (en Trullo, a.692), se abstienen de celebrar el santo sacrificio en los días de Cuaresma, excepto el sábado y la dominica, supliéndolo con la misa de los presantificados. El Viernes Santo, sin embargo, toda la Iglesia antigua, por un justo motivo de luto, suprimía no sólo la celebración de la misa propiamente dicha, sino también el uso de los presantificados, es decir, de la comunión. La Peregrinatio, en efecto, calla completamente; aun hoy día es desconocido al rito griego y ambrosiano. Todavía en el siglo VIII no parece que la iglesia romana lo hubiese reconocido oficialmente, porque, como apuntábamos arriba, Amalario y el Ordo de Einsiedeln concuerdan en afirmar que ninguno del clero recibe la comunión en el lugar donde oficia el papa. El Ordo citado, sin embargo, se apresura a añadir que el pueblo la hacía en los títulos: Qui noluerit ibi communicare vadit per alias ecclesias Romae seu per títulos et communicat.
El Sábado Santo ha sido siempre también en Oriente un día alitúrgico. Traditio Ecclesiae habet — escribía Inocencio I (402-417) — isto biduo (el viernes y el sábado) sacramenta penitus non celebran. En él la Iglesia continúa el luto por la muerte del Redentor, conmemorando la sepultura: In pace in idipsum dormiam et requiescam...; Re quiescet in monte sancto tuo...; Caro mea requiescet in spe (antífonas del primer nocturno), y el descenso a los subterráneos del limbo: Elevamini portae aeternales et introibit rex gloriae...; Domine, abstraxisti ab inferís animam meam (primera y tercera antífonas segundo nocturno); Non derelinques animam meam in inferno... (Ps. 15, primer nocturno).
Es superfino notar cómo todas las funciones que actualmente se desenvuelven en este día eran en un principio celebradas exclusivamente en la noche sucesiva, la solemne vigilia de Pascua (nox sancta), madre de todas las vigilias cristianas, que terminaba al alba de la dominica. Esta es ya comentada en la Epistula Apostolorum, de la primera mitad del siglo II, y por la Didascalia, a principios del III, que traza todo el programa eucológico. Una tradición que San Jerónimo hace remontar a los apóstoles, quienes mandaban estar vigilantes hasta más allá de la media noche en espera de Cristo, porque El, a semejanza del ángel exterminador, habría vuelto en la noche de Pascua, est enim Phase id est transitas Domini. La vigilia, portante, se prolongaba durante casi toda la noche, de donde viene el nombre de pannuchia que se le dio en Oriente. Tertuliano hacía de esto motivo para apartar a la mujer cristiana de casarse con un infiel: Quis... solemnibus Paschae abnoctantem securus sustinebit? El pueblo se reunía en la iglesia hacia la puesta del sol; a vespera, dicen las Constituciones apostólicas; Eteria indica la hora de nona. Más tarde, para favorecer mayormente el concurso del pueblo, o quizá, mejor, para eliminar los inconvenientes a los cuales daba lugar una reunión nocturna tan prolongada, la Iglesia progresivamente anticipó las funciones a la tarde del Sábado Santo. Los más antiguos Ordines rornani (s.VIII-IX) indican la hora séptima u octava; las Consuetudines farfenses (s.XI), la hora de nona. Comenzando por el X OR (s.XIII), los libros romanos señalan la hora de sexta, que fue después conservada en el vigente Coeremoniale Episcoporum; pero prácticamente, desde hace al menos dos siglos, trasladada hasta la hora de tercia, es ahora reconocida oficialmente por el Código Canónico, que señala al mediodía el término de la Cuaresma. No se puede negar que estas sucesivas anticipaciones hayan creado un desconcierto, más aún, cierta contradicción, entre el misterio del día y las fórmulas litúrgicas que le han sido sobrepuestas. A pesar de esto, la Iglesia mantiene sus ritos, los cuales conservan siempre su razón histórica conmemorativa y todo su valor simbólico.
Antiguamente, la mañana del sábado era consagrada a preparar el grupo de los elegidos al inminente bautismo. Estos eran sometidos a un nuevo y solemne exorcismo, al rito del epheta y a la triple renuncia a Satanás. Debían, además, expresar públicamente su adhesión a la fe con la redditio Symboli, esto es, con la recitación del Credo, que se les había enseñado en el escrutinio del sábado in mediana, después de lo cual eran despedidos; Filii charissimi, revertimini in loéis vestris, expectantes horam qua possit circo vos Dei gratia baptismum operan.
La preparación al bautismo.
Con las doce lecciones o profecías que siguen a la consagración del cirio, comienza propiamente el tradicional oficio de la vigilia romana de Pascua. Sabbato sancto — escribe el Ordo de Einsiedeln — hora quasi VII ingreditur clerus in ecclesiam... et accendunt dúo regionarii per unum quemque fáculas... et veniunt ad altare; et ascendit lector in ambonem et legit lectionem graecam. Sequitur in principium et oraliones et "Flectamus genuan et tractus."
El número primitivo de lecciones fue de doce, no sólo en Roma, sino en toda la Iglesia; sobre este punto se constata una rara uniformidad tanto en Oriente como en Occidente. San Benito, que en la ordenación de las horas canónicas se inspiró en la práctica de la iglesia romana, fijó en doce el número de las lecciones del oficio de la vigilia de la dominica. Por lo cual no está lejos de la verdad Batiffol conjeturando que estas lecciones pronunciadas sin título, sin bendición, sin fórmula de terminación y en las dos lenguas griega y latina representan el tipo arcaico de la vigilia de Pascua tal como debía celebrarse alrededor del siglo IV y aun antes. Más tarde, en Roma, el número sufrió oscilaciones. El gelasiano las reduce a diez; el gregoriano en sus varias recensiones, unas veces a cuatro y otras a ocho; en las Galias, en tiempo de Amalario (s.IV) eran cuatro; pero la tradición duodenaria, vigente en muchas iglesias del Norte, terminó por prevalecer e imponerse también en Roma.
El Líber pontificalis recuerda a propósito de Benedicto III (855-858) que dignum volumen praeparare studuit, in quo graecas et latinas lectiones, quas die sabbato sancto Paschae, simulque et sabbato Pentecostés subdiaconi legere soliti sunt, scriptas adiungi praecepit.
Las doce lecciones, que están tomadas de diferentes libros escriturísticos, forman como una serie de cuadros, los cuales no sólo debían servir de preparación a los catecúmenos para el bautismo inminente, sino también para todos los fieles un reclamo eficaz para recordar la gracia del bautismo recibido; no hay, en efecto, ninguna o sólo muy lejanas referencias al misterio de la resurrección. Se cuentan la narración de la creación (Gen. 1 y 2), la historia del diluvio (id., 5-8), la tentación de Abrahán (id., 22), el paso del mar Rojo (Ez. 14-15), seguido del cántico de Moisés Cantemus Domino, el canto propio de los neófitos, que en el milagroso suceso veían prefigurado su propio paso a la fe. Vienen después las profecías propiamente dichas, representadas por Isaías (54 y 55), Baruc (3), Ezequiel (37), con su trágica visión de los huesos que reviven, y de nuevo Isaías (4), que hace de introducción a su célebre canto Vinea acia est dilecto. La viña era figura de la Iglesia en el simbolismo antiguo. Las últimas cuatro lecciones tienen carácter histórico: Éxodo (12), que describe el rito de la inmolación del cordero pascual; Jonas (3), mandado a predicar a Nínive la penitencia; Moisés (Dt. 31), que reprende al pueblo su infidelidad a Dios, con el cántico Atiende caelum et loquar, y, finalmente, Daniel (3), con la narración de los tres jóvenes arrojados al horno. Cada lección va seguida de la oración colectiva, hecha de rodillas, Flectamus genua, después resumida en la oración del celebrante.
Hoy, los tres cantos están intercalados entre las lecturas El misal romano los llama tractus, pero en los códices (gelasiano, gradual de Monza) llevan el nombre de Canticum. Estos, en efecto, no están sacados del Salterio, como los comunes cantos responsoriales, sino de la antigua colección de odas proféticas escriturísticas, transmitidas a nosotros por la Sinagoga, que una antiquísima tradición hacía cantar en torno al oficio matinal. Su texto, que se diferencia notablemente del de la Vulgata, representa una versión latina anterior a la jerosolimitana. Actualmente, a la duodécima lectura de Daniel no sucede ningún cántico; pero es probable que en un principio existiesen las así llamadas Benedicciones, es decir, el cántico de los tres jóvenes, como se encuentra siempre en la ordenación del antiguo oficio de la vigilia de las témporas. San Agustín lo atestigua expresamente, y nos ha quedado una señal en algún libro litúrgico posterior.
Este conjunto de prolijas lecturas, de cánticos y de oraciones debía confiarse, sin duda, a los fieles; pero el ambiente fuertemente iluminado que presentaba la Iglesia en aquella solemne vigilia y más todavía la palabra viva del obispo y de los presbíteros, que comentaban los puntos más salientes de las lecciones, tenían despiertos y ocupados a los fieles durante toda la noche. San Agustín lo declara abiertamente: Multas divinas lectiones audivimus, quarum prolixitate parem sermón em nec nos valemus. nec vos capíiis, si valeamus.
El rito de la vigilia verdadero y propio terminaba en este momento. Terminadas las lecturas, mientras el cortejo del pontífice y del clero, con el grupo de los catecúmenos y de sus padrinos, se dirigía hacia el baptisterio, se alternaban los versículos del salmo 41, Quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum... El agua mística en la cual deseaban saciarse los elegidos era la gracia del bautismo inminente. La oración que concluye el salmo y resume el pensamiento es todavía dicha por el celebrante antes de comenzar la bendición de la fuente, y lo expresa muy bien: Ornn. aei. Deus, réspice propitius ad devotianem populi renascentis, qui sicut cervus, aquarum tuarum expetit fontem; et concede propitius, ut fideí ipsius sitis, baptismatis mys terio animam corpusque sanctificet.
Nosotros no describimos los ritos de la consagración de la fuente y la administración del bautismo porque pertenecen a la historia litúrgica del bautismo, que formará la materia del segundo volumen de esta obra.
Durante la larga ceremonia bautismal, la gran masa del pueblo, sin dirigirse toda al baptisterio, donde no habría cabido, permanecía en la iglesia con el clero inferior y con el grupo de los cantores. Para emplear santamente aquel tiempo se cantaban tres veces las letanías, pero de forma que, en un principio, cada invocación era repetida siete veces, después cinco y, finalmente, tres. Es ésta la razón por la que todavía hoy, a la vuelta de la procesión del baptisterio, se repiten dos veces cada una de las invocaciones de la letanía.
Cuando la función bautismal está terminada, el majestuoso cortejo del clero y de los neófitos, vestidos de blanco, teniendo en la mano un cirio encendido, entra de nuevo en la iglesia, toda resplandeciente de luz, mientras la schola ejecuta las últimas invocaciones de la letanía. Llegados al altar, el papa, stat inclinato capite usque dum repetunt "Kyric eleison," y comienza la misa de Pascua. Acaba de pasar la media noche.
En contraste con las rúbricas expuestas, atestiguadas por todos los Ordines romani, y con el carácter procesional de la letanía, hoy el celebrante y los ministros durante el rezo de la letanía están postrados boca abajo sobre el pavimento hasta el Peccatores, después de lo cual se levantan para dirigirse a la sacristía y revestirse de los ornamentos blancos para el sacrificio. En compensación se ha mantenido la antigua y característica fusión de la litania terna con la misa; los últimos Kyrie y Christe de una, repetidos tres veces, sirven todavía como de introducción para la otra.
La misa de la gran noche de Pascua fue siempre considerada por encima de todas las demás festivas y solemnes. Hasta el siglo XI, los simples sacerdotes, sólo en esta ocasión, podían cantar el Gloria in excelsis Deo, que ya, al tiempo de San Ethelwold (+ 984), en Inglaterra se entonaba en medio del sonido de las campanas. El Alleluia, el grito del júbilo cristiano, que estaba suprimido desde hacía nueve semanas, surge con Cristo y suena gozoso en la boca de la iglesia. En el uso romano medieval, el papa mismo lo anunciaba, y todavía hoy es el celebrante el que, terminada la epístola, lo repite tres veces con voz siempre más alta, después de que, si se trata de un obispo, el subdiáeono le dice: Reverendissime Pater, annuntio vobis gaudium magnum, quod est Alleluia. Es ]a alegría, que con aquel grito conmovía ya a San Agustín: Quando autem intervenit certo anni tempore, cum qua iucunditate redit, cum quo desiderio abscedit!
Algunos liturgistas antiguos han interpretado ciertas particularidades propias de la misa de esta noche, como el no llevar luces al evangelio, la ausencia del Credo, la antífona ad introitum, ad offerendum y ad communionem, del Agnus Dei, del beso de paz, como señales de una alegría todavía no plena y total; porque observa, por ejemplo, Durando, resurrectio Christi nondum est manifestó. En realidad, estas aparentes anomalías tienen otro motivo. No se llevan luces al evangelio, pero sí incienso, porque Roma las perdió más tarde que el Oriente, mientras había adoptado ya el incienso; faltan todos los cantos de género antifonal (introito, ofertorio, comunión), como también el Credo y el Agnus Dei, porque no pertenecen a la ordenación primitiva de la misa, sino que son adicicnes relativamente posteriores; no se da el beso de paz, y esto sólo desde que ha cesado la comunión para el pueblo, por la anticipación hecha en la tarde del sábado de la función nocturna. Anteriormente se daba como de costumbre; el beso de paz y la comunión estaban en el pasado en estrecha relación entre sí.
El bautismo de los neófitos es el pensamiento que, después de la memoria de la resurrección, ha inspirado principalmente los textos de esta misa: la colecta, Conserva in nova familiae tuae progenie...; la epístola, Sí consurrexistis cum Christo...; la secreta, el Hanc igitur del canon. Para los neófitos se bendecía también la porción de leche y miel que, hasta el tiempo de San Gregorio Magno, se usó darles después de la comunión.
Actualmente, después de comulgar el celebrante, se canta pro vesperis, dice la rúbrica del misal, el salmo 114, Laúdate Dominum omnes gentes; el Magníficat con las relativas antífonas y la colecta Spiritum nobis Domine. El primer testimonio de esta clase de vísperas, que de manera bien extraña se insertan en.la misa, aparece en Inglaterra y Francia en el siglo IX, y en el XII también en Roma.

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