viernes, 28 de enero de 2011

EL CULTO DE LAS IMÁGENES

Se ha dicho muchas veces que el cristianismo primitivo se había declarado hostil a toda representación humana, plástica o pictórica, sea por heredera de la tradición judaica, la cual, especialmente en el tiempo de Jesús, se mostraba muy severa sobre el particular, o por natural reacción contra la descarada idolatría dominante. Se trata, por el contrario, de una leyenda que el estudio sistemático de los monumentos primitivos, y en particular de las catacumbas romanas, ha desmentido de lleno. Los artistas cristianos comenzaron muy pronto a retratar sobre las bóvedas las paredes de los cementerios y de las domas ecclesiae, y a veces también sobre los pavimentos, un complejo de obras figurativas: escenas bíblicas y evangélicas, escenas litúrgicas, símbolos de Cristo, profetas, mártires, la misma Madre de Dios con el divino Niño entre los brazos y hasta héroes mitológicos interpretados en sentido cristiano. No se trata ciertamente de pinturas delineadas con el fin de un culto litúrgico propiamente dicho, pero prueban que el principio de la iconografía sagrada era amplia y pacíficamente admitido por la Iglesia.
Este se desarrolló en una escala mucho más amplia cuando, después de la paz, la Iglesia pudo respirar segura y disipar todo temor. Vemos que, bajo la orientación de los obispos, los artistas crearon en las iglesias ciclos iconográficos monumentales de carácter bíblico y litúrgico de extraordinario tamaño e importancia con el fin primordial de hacerlos servir para la instrucción del pueblo, conforme al dicho de San Gregorio: Quod legentibus scriptura, hoc idiotis praestat pictura. San Agustín (PL 34, 1049; 42,446), San Jerónimo (In lo. 4), San Nilo (Ep. 4,36), San Basilio (PG 31,488), Asterio de Amasia (+ 410) y San Gregorio de Tours (PL 71,215) hablan de una costumbre general, y los de Rávena, todavía en su lugar, son un admirable ejemplo. En San Apolinar el Nuevo, a lo largo de las paredes de la nave central está representado el ciclo de la vida y pasión de Cristo en relación con la liturgia cuaresmal; las dos series de santos y santas en la zona inferior reproducen el conjunto de mártires invocados en el canon de la misa. En San Vital encontramos un ciclo litúrgico único, con la representación de los sacrificios bíblicos de Abel, Melquisedec y Abrahán sobre las paredes a los lados del altar; del ángel dentro de un escudo, como hostia, levantado por cuatro ángeles, en el presbiterio, y de las ofrendas con la patena y con el cáliz hechas por San Justiniano y Teodora, en los cuadros históricos del ábside.
Y mientras las escenas pictóricas de los ciclos didascálicos brillan sobre los fondos de oro, las imágenes de Cristo, de la Virgen, de los apóstoles y de los santos se multiplican en las concavidades absidales sobre el arco triunfal de la iglesia, en las casas privadas, en las encrucijadas de los caminos y sobre otros mil sitios. Los fieles les rezaban, las besaban con afecto, las guardaban como un tesoro. Encendían delante luces, quemaban incienso, cantaban salmos y troparios. Los Padres pregonaban la virtud taumatúrgica, parecida a la poseída por el cuerpo mismo del santo. "Los santos — escribe San Juan Damasceno — estaban llenos del espíritu de Dios, y aun, después de la muerte, esta fuerza divina no sólo queda unida a su alma, sino que se comunica también a su cadáver, a su nombre, a su santa imagen."
Hay que observar también que, a pesar de este movimiento de simpatía hacia las sagradas imágenes, una corriente rigurosa hizo en todo tiempo oír contra ellas alguna voz de protesta. El canon 26 del famoso concilio de Elvira (304) prohibe que sea pintado sobre los muros todo lo que forma el objeto del culto y de la adoración. Eusebio tacha de "pagano" el hecho de haber levantado estatuas a Cristo y a los apóstoles Pedro y Pablo. San Epifanio de Salamina, según cuenta San Jerónimo, arrebató una tela preciosa porque llevaba la imagen de Cristo. En Marsella, en el 599, el obispo Severo ordenó la destrucción de todas las estatuas sagradas de la ciudad, razón por la cual San Gregorio Magno no le ahorró una precisa desaprobación: Et quidem, quia eas adorare vetuisses omnino laudavimus; fregisse vero, reprehendimus. Las palabras de San Gregorio dejan suponer que este primer rayo iconoclasta fue motivado por un exceso en el culto hacia las imágenes; alguno quizá las adoraba. Es cierto, en efecto, que los abusos (consecuencia de una mentalidad todavía pagana) tenían lugar no sólo en las Galias, sino también en otras partes. Una carta del emperador Miguel II (820-29) a Ludo vico Pío denuncia una serie de desórdenes, verdaderos o presuntos, a este respecto. Alguno adornaba la estatua del santo favorito y la llamaba a hacer de padrino de sus propios hijos; otros, en la toma de hábito monacal, en vez de coger en las manos la tonsura de los propios cabellos, los ponían en las del santo; algunos sacerdotes además usaban hasta el mezclar las raspaduras de las imágenes con la hostia y el vino consagrado, y hacían un sacrilego comercio. Pero la persecución iconoclasta desencadenada en Oriente en el 725 por León III Isáurico no fue motivada, según nos consta, por particulares abusos en el culto de las imágenes, sino por los falsos conceptos aprendidos por el monarca en la familiaridad con los judíos, paulicianos y mahometanos y por un fanático celo de reforma, que él creyó deber introducir en la Iglesia. Su sucesor Constantino V Coprónimo le siguió en el mal camino, más aún, agravó ulteriormente la situación, condenando con las imágenes también las reliquias de los santos. No es éste el lugar de narrar todas las alternativas de la sangrienta lucha iconoclasta, que por más de un siglo turbó profundamente el Oriente y el Occidente, pero terminó con el triunfo de la ortodoxia, propugnada corajudamente por los doctores iconófilos, como San Germán de Constantinopla y San Juan Damasceno, y claramente definida en el concilio II de Nicea (787). Diremos solamente que de ella sacó una calificación y adquirió un lógico desenvolvimiento la doctrina genuina de la Iglesia acerca del culto de las imágenes. El concilio lo declara en estos términos: "Las representaciones de la cruz, como también las santas imágenes, sean pintadas o esculpidas o reproducidas de cualquier manera, deben colocarse sobre las paredes de las iglesias, sobre los vasos, sobre los hábitos, a lo largo de los caminos. Fijando estas imágenes, el fiel se acordará de aquel que ellas representan, se estimulará a imitarlo y se sentirá estimulado a tributarles respeto y veneración, sin atribuir por eso a ellos un culto latréutico verdadero y propio, que corresponde solamente a Dios; pero los podrá venerar ofreciéndoles incienso y luces, como se suele hacer con la imagen de la cruz y con los santos Evangelios. Esta era la piadosa costumbre de los antiguos, ya que el honor dado a una imagen va a aquel que ella representa, y quien venera a una imagen intenta venerar la persona allí representada."

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