viernes, 28 de enero de 2011

LAS FIESTAS DE MARÍA SANTÍSIMA

La Devoción de María en la Iglesia Antigua.
No debe maravillar si el altísimo puesto ocupado por María en la vida y en la obra de Jesús le obtuvo, desde los primerísimos tiempos de la Iglesia, un particular sentimiento de amor y de veneración por parte de los fieles. Los Actos la presentan en medio de los discípulos esperando el Espíritu Santo los Padres apostólicos recuerdan y exaltan la prodigiosa y divina maternidad y la antiquísima fórmula romana del símbolo natum ex María Virgine consagraba continuamente su memoria en la mente de los fieles. Los más antiguos e importantes apócrifos, como la Ascensión de Isaías, los oráculos sibilinos y especialmente el Protoevangelio de Santiago, dedican a ella las páginas más bellas sobre sus maravillosas leyendas.
No se quiere decir con esto que María, desde los siglos I y II, recibiese honores litúrgicos propiamente dichos; la Iglesia primitiva no conoció en primer lugar más que el culto de Cristo y de sus mártires.
Por tanto, las imágenes de la Virgen, ya sea con el Niño entre los brazos, ya sea en la simple figura de orante, que se encuentran en las catacumbas y se remontan a los siglos II y III, no pueden ser interpretadas como prueba de un verdadero y propio culto mariano, sino más bien como índice de aquella profunda veneración que gozaba la Virgen en la Iglesia antigua.
Estas, por otra parte, a través del vago simbolismo de aquellos toscos frescos cementeriales, son un testimonio importantísimo — dramático y litúrgico al mismo tiempo — de la piedad mariana de nuestros primitivos hermanos; la cual, ya desde entonces substancialmente semejante a la nuestra, miraba a María no como una simple criatura, sino como Madre de Jesús e intercesora junto a El.
Fue la elaboración del pensamiento teológico en torno a la obra del Verbo encarnado la que, madurando una comprensión cada vez más clara de la grandeza de la maternidad de María y de su sublime virtud, preparó los comienzos del culto litúrgico hacia ella. Añádase que al terminar el siglo III, cuando los ideales del ascetismo cristiano comenzaban a difundirse en la Iglesia, atrayendo tantas almas generosas a una vida más perfecta y consiguiéndoles la admiración del mundo, María aparece como el tipo y él ejemplar del asceta cristiano, que, consagrando toda su vida a la práctica asidua y heroica de la virtud, merece, a semejanza del mártir, el honor y la veneración de sus hermanos. Todo esto da razón del bello fresco en el cementerio de Priscila (s.III) representando una velatio virginis, en la cual el obispo confía la candidata a la divina Madre, sentada en una cátedra con el Niño Jesús en brazos, como un modelo de pureza virginal. De la misma época son algunos vidrios dorados y varios sarcófagos de Roma y de las Galias, en los cuales la Virgen está representada en medio de dos santos, a veces también entre los mismos apóstoles Pedro y Pablo.
Las primeras señales de un culto público tributado a María se encuentran en Oriente. Al final del siglo IV, en Tracia y en Arabia; éste, al decir de San Epifanio (+ 403), había alcanzado tal popularidad, que asumía formas de culto muy variadas. Recuerda la costumbre paganizante de ciertas mujeres de aquellas provincias llamadas por él coliridianas, que, para honrar a la Madre de Dios, se reunían en fechas fijas y en un lugar determinado. En Siria, las Precationes ad Deiparam, escritas por San Efrén (+ 373) probablemente para el servicio litúrgico de sus monjes, atestiguan un desarrollo de la piedad mariana tal, que quizá no se haya alcanzado otro en los siglos posteriores. El Santo invoca a la Virgen con los títulos más honoríficos y afectuosos: esperanza de todos los cristianos; pacificadora de la cólera divina; después de Dios, único refugio, luz, fuerza, riqueza, gloria de quien recurre a ella; que asiste aquí abajo a sus devotos en todas las contingencias, tanto del alma como del cuerpo, y después de la muerte, delante del tribunal supremo, salvándoles de la condenación eterna; cuya intercesión ante Dios es omnipotente y es puesta por El a total disposición de los hombres pecadores.
Por lo demás, los Padres y los escritores eclesiásticos, tanto latinos como griegos y siríacos, de esta época — San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín, San Atanasio, San Juan Crisóstomo, San Epifanio, Afraates, Cirillonas,- Balai, Rábulas y Santiago de Sarug — van a porfía en glorificar a María, elevada a la inefable dignidad de Madre de Dios, y en exaltar la perfección de sus virtudes, que la hicieron digna de ser elegida por Dios.
Esta unánime porfía de admiración y de piedad hacia María por parte de los hombres más representativos que tenía la Iglesia en los siglos IV y V, al mismo tiempo que fue el más sólido baluarte contra la herejía de Nestorio, que impugnaba su divina maternidad, dio nuevo y vigoroso impulso al desarrollo del culto mariano.
Su primera consecuencia fue el multiplicarse las iglesias dedicadas a la Virgen. En Roma, probablemente el más antiguo santuario en honor de María debió de surgir en la zona del Traste veré, en Santa María in Traste veré, donde se reunía preferentemente el elemento oriental. En Oriente es digna de memoria la iglesia que recuerda los actos del concilio de Efeso (431), en la cual los Padres definieron, contra Nestorio, la divina maternidad de María." El glorioso suceso fue eternizado en Roma por el papa Sixto III (432-440), que dedicó a María la basílica liberiana, suntuosamente reconstruida sobre el Esquilino,
Virgo María Tibí Xistus nova templa dicavi digna salutífero muñera venir e Tuo, ilustrando los mosaicos del arco triunfal las principales escenas de la infancia de Jesús, pero en relación con María. En Palestina, bajo el obispo Juvenal (425-458), la esposa de un alto funcionario romano levantó a la Virgen Madre una magnífica iglesia en el camino de Jerusalén a Belén. Otras fueron igualmente erigidas por la emperatriz Pulquería (+ 453) en Constantinopla, por Juan Silenciario en Nicópolis, por Sabas en Palestina, por el emperador Zenón en el monte Garicim y en Cícico y por Justiniano, que se distinguió entre todos por el celo de levantar muchos y suntuosos edificios en honor de la Madre de Dios, a fin de que, dice Procopio, mejor aún que las fortalezas, defendiesen el Imperio de la irrumpente furia de los bárbaros. Después del siglo V, las iglesias marianas fueron comunes también en el Occidente latino. Las Galias y la baja Alemania cuentan entre éstas varias de las más antiguas e insignes catedrales. En España, Jerez y Toledo conservan todavía las lápidas conmemorativas a la dedicación de una ecclesia S. Mariae, realizadas, respectivamente, en los años 556 y 587. En cuanto a Italia, tales iglesias debían de ser bastante numerosas, si San Gregorio Magno señala su existencia también en ciudades poco importantes, como Ferentino y Valeria."
Con la erección de las iglesias entró también en el uso litúrgico el culto de las imágenes de María. La más antigua de las que se tiene noticia es la que la emperatriz Eudoxia mandó de Jerusalén a Constantinopla a su prima Pulquería (451). Era atribuida a San Lucas y representaba la Virgen con el Niño entre los brazos. En el siglo VI, en Oriente no eran pocas las iglesias que se preciaban de poseer imágenes famosas de María; aquella, por ejemplo, del monasterio de Hogeeazwan, en Armenia, que se hacía remontar a San Bartolomé; de Diospolis, en Siria, y en Constantinopla, la de Blachernes, venerada como palio de la ciudad, destruida después por Constantino Coprónimo, y la otra de la Fuente (la Nicopoia), hoy en el tesoro de San Marcos, de Venecia. En esta época, en pleno esplendor del arte bizantino, los iconos marianos habían llegado a ser uno de los objetos preferidos por los artistas y casi un elemento común del ajuar doméstico. Los tenían todos los fieles en sus casas, los monjes en sus celdas; los anacoretas encendían lámparas delante de ellos; y existían hasta en las prisiones para consuelo de aquellos infelices. Una bandera con la efigie de María ondeaba sobre los mástiles de las naves que Heraclio en el 610 condujo delante de Constantinopla para combatir a Foca.
En Occidente la difusión de las imágenes de María no alcanzó, ciertamente, tanta popularidad, pero también aquí tuvieron en seguida éstas, si no un culto litúrgico verdadero y propio, que entonces, dada también la disposición de las iglesias, es imposible concebir, sí una veneración indiscutible. Pertenecen a los siglos IV-V dos importantes frescos que representan la Virgen en la figura de orante. Uno fue descubierto por el P. Marchi en un arcosolio del cementerio de Santa Inés, en Roma. El otro se encuentra en San Maximino, de Provenza. Es también de este período la real figura de María que el papa Sixto hizo trazar sobre el arco efesino de la basílica liberiana. La Virgen viste una rica vestidura recamada y el manto tiene una lámina de joyas a guisa de corona alrededor de los cabellos, y sobre la frente y las orejas, una gema. Está sentada sobre una silla con cojín y grada; una paloma aletea al lado derecho, mientras los ángeles la circundan respetuosamente. Es probablemente del siglo VI la Theotokos todavía venerada en la misma basílica. El sagrado icono pertenece a las Vírgenes así llamadas de San Lucas, con las características del arte greco-romano: "Es el tipo de Giunone — escribe Ventura -, con la regularidad y la dignidad de las pinturas y esculturas paganas, de grandes ojos, de nariz recta, de barba ateniense; porque al mismo tiempo que nacía la idea de la mujer elegida por Dios, nacía también la idea de su belleza, que se intentó conformar, cuanto era posible en aquella época, con el tipo clásico de la belleza femenina."
De la misma época es también la imagen, magníficamente trabajada en mosaico, en la concavidad absidal de la catedral de Parenzo y la no menos real de la capilla arzobispal de Rávena.
Qué sentimientos de verdadero culto y de filial piedad inspiraban estas imágenes en el corazón de los fieles, podemos deducirlo de cuanto se lee en una carta falsamente atribuida al papa Gregorio II (715-731): "Delante de una imagen del Señor, nosotros decimos: Señor Jesús, apresúrate a ayudarnos y sálvanos; mientras, delante de la imagen de su santa Madre, rezamos: Santa Madre de Dios, intercede por nosotros junto a tu Hijo para que lleves nuestras almas a la salvación."
Otra consecuencia del movimiento ascético-teológico que en los siglos IV y V contribuyó a poner en mayor realce la figura de la Virgen fue la inscripción de su nombre en los dípticos y en los formularios litúrgicos y la introducción de un ciclo de fiestas en su honor.
Cuándo precisamente se comenzó en la misa a recitar el nombre de la Madre de Dios, no lo sabemos. Un eminente liturgista conjetura que en aquellas palabras del canon: Communicantes... gloriosae semper Virginia Mariae, Genitricis Dei et D. N. lesu Christi, la expresión semper Vír ginis es una inserción hecha alrededor,, del 383 como protesta contra Helvidio, que negaba la perpetua virginidad de María, y las otras: Genitricis Dei et D. N. lesu Christi, han sido añadidas poco después del concilio de Efeso (431) o del pontificado de San León (+ 461). Es cierto de todcs modos que a principios del siglo VI la conmemoración litúrgica de la Madre de Dios era un hecho consumado en Roma. Sin embargo, hay quien cree que se trata de la imagen original, y en las Galias. Podemos creer que en Oriente sucedió esto aún antes, porque las liturgias de Santiago y de San Marcos, cuyo origen se remonta por lo menos al siglo V, hacen amplia y solemne mención.
Debemos constatar igualmente cómo el genio eminentemente intelectual e imaginativo de los orientales comenzó muy pronto, precediendo con mucho al Occidente a embellecer sus libros litúrgicos con formularios propios en honor de María. Baste recordar, entre muchos ejemplos, la antífona Sub tuum praesidium, la más antigua oración a la Virgen, que se encuentra ya en un papiro copto del siglo III, tomada después por la liturgia romana y ambrosiana, y el famoso himno Acatisto, compuesto en Bizancio en el 626 con ocasión de la liberación de la ciudad en tiempo de Heraclio. Es un verdadero poema litúrgico, de 24 apartados, sobre el tema de la anunciación, que se resuelve en un espléndido coro en honor a la Virgen, cantadas con un ardor de afecto y un entusiasmo de fe incomparables.
En cuanto a las fiestas marianas, las primeras alusiones se encuentran en Siria al final del siglo IV. Parece cierto que la más antigua de ellas surgió en Antioquía hacia el 370, teniendo por objetivo no tanto algún episodio especial de la vida de María, cuanto una conmemoración genérica de sus virtudes, especialmente de su integridad virginal. Tenemos directos testimonios en los himnos de Balai, escritor siríaco del 400, y en el célebre discurso de Proclo, pronunciado en Constantinopla y dedicado a la glorificación le la Madre de Dios y de su virginidad incontaminada. Parece que esta fiesta en algunas iglesias caía inmediatamente después de Navidad, el 26 ó 27 de diciembre; en otras, algún día después. En Occidente, la Dormitio., el Natalis Mariae del Año Nuevo, la Anunciación y la Navidad fueron las fiestas más antiguas, introducidas primeramente en Roma por la Iglesia bizantina; el gelasiano contiene ya las fórmulas de la misa. En los países de rito galicano no fueron conocidas antes deja adopción de la liturgia romana, excepto quizá hispana. La Purificación no adquirió carácter preferentemente mañana sino después del papa Sergio (+ 701).
La Asunción.
Es la fiesta más antigua y solemne que la Iglesia celebra en honor de la Virgen, destinada a conmemorar su santa muerte (de donde el nombre griego de kοίμησις, lat. pausatio, dormitio, depositio, naiala, transitas V.) y su gloriosa asunción en cuerpo y alma al cielo.
Nos es desconocido cuándo exhaló la Virgen el último suspiro. Algunos escritores antiguos, fundados en un pasaje interpolado de la Crónica de Eusebio, creen que murió en el 48 después de Cristo; otros le asignan unos sesenta y tres años; otros, sesenta y nueve; todavía otros, si bien sin serio fundamento, han pensado que sufrió el martirio. De cierto, sabemos solamente que, después del sacrificio del Gólgota, el apóstol San Juan, en obsequio a las recomendaciones del divino Maestro, tuvo consigo a la Virgen mientras vivió: ex illa hora accepit eam discipulus in sua. En cuanto al lugar de la muerte, Efeso y Jerusalén se disputan el honor de su tumba. La discusión que sobre este argumento se encendió vivísimamente al final del siglo pasado, si no ha llevado a resultados ciertos, ha acrecentado la probabilidad para Jerusalén, en favor de la cual están los testimonios de todos los antiguos itinerarios y la narración del apócrifo De iransitu Mariae o Evangelium lohannis, llegado a nosotros bajo el nombre de Juan el Apóstol, y que contiene amplia información sobre la muerte de María. Fue redactado hacia el final del siglo IV o a principios del V; y, no obstante la explícita prohibición del decreto pseudo-gelasiano (494), gozó de gran favor y difusión en la Iglesia, como lo prueban las numerosas versiones e inspiró la elocuencia de muchos Padres orientales, como Modesto, obispo de Jerusalén; Andrés de Creta, San Juan Damasceno y quizá también el escritor que se oculta bajo el nombre de Dionisio Areopagita.
Es precisamente en el De transitu Mariae donde se encuentran las primeras memorias de una fiesta mariana el 15 de agosto, si bien sin ninguna relación con la dormición. El texto siríaco del Transitus narra que los apóstoles establecieron durante el año tres días conmemorativos de la Virgen: el 25 de enero (de seminibus), por el buen éxito de la sementera; el 15 de mayo (ad aristas), por la cosecha inminente, y el 15 de agosto (pro vitibus), para una vendimia próspera.
Sin duda que el escritor del Transitus atribuyó a una ordenación apostólica la triple memoria de la Virgen, que debía existir en su tiempo en muchos países de Oriente. Cómo se llegó a la elección de aquellas tres fechas, es difícil decirlo. Últimamente, Pestolozza, por el hecho de ver invocada a María para la protección de las viñas, lanzó la opinión de que la fiesta del 15 de agosto habría substituido a una antigua fiesta pagana en honor de la diosa Atergatis. la cual tenía entre sus atributos la protección de la naturaleza. Pero se trata de una hipótesis que, si tiene algún elemento de probabilidad, está muy lejos de estar históricamente probada.
Fue a principios del siglo VI cuando, en Palestina y en Siria, la tradicional fiesta mariana del 15 de agosto se transforma en la conmemoración de su muerte. Un himno de Santiago, obispo de Sarug (+ 523), deja entender que en aquel día la muerte de María era ya celebrada en algunas iglesias de Siria; además, en la vida de San Teodoro de Jerusalén (+ 529) se habla de una fiesta de la Virgen, con ocasión de la cual en esta ciudad se reunía un gran concurso de gente. Ahora, Tillemont y Báumer creen que se trata de la solemnidad de la Dormzíro, que debía celebrarse en la basílica del valle de Getsemaní, donde, como cuenta Antonino de Piacenza (año 570), se guardaba el sepulcro de quo dicunt sanctam Mariarn ad cáelos fuisse sublatam. Al final de este mismo siglo, sabemos por Nicéforo Calixto que un decreto del emperador Mauricio (582-602) prescribía la celebración de la fiesta Κοίμησις (dormivo) en todas las iglesias del Imperio el 15 de agosto; de manera que en esta época la antigua solemnidad mariana había llegado a ser el dies natalis Mariae.
¿Cómo evolucionó este cambio? Esto está totalmente obscuro, y sólo podemos formular dos hipótesis. Quizá con el difundirse la narración maravillosa del Transitus Mariae, que coincide con los primeros años del siglo VI, y con la afluencia de peregrinaciones a la tumba de la Virgen, en Jerusalén, se creyó oportuno recordar el suceso en la liturgia, dedicando particularmente a este misterio la fiesta genérica más solemne que ya se celebraba en su honor. Ciertamente es una conjetura excesivamente ingeniosa la de De Fleury de que la entrada del sol como signo de la Virgen haya sugerido el 15 de agosto como el día natalicio de María para la gloria del cielo.
Hacia el 550, la fiesta siríaca del 25 de enero, que era celebrada por los coptos (Egipto) el 21, pasa a Occidente a través quizá de los monasterios egipcios-galos, fundados por Casiano precisamente en Tours, anticipada por razones cronológicas al 18 del mismo mes de enero. Huius festivitas sancta — escribe Gregorio de Tours (+ 594), que es el primero que nos da noticia — mediante mense undécimo celebratur. El objeto de esta solemnidad no era, como observa Morin, un misterio particular de la fiesta de María, sino la conmemoración de su divina maternidad (Maria Teotokos). Pero la fiesta se transforma pronto. El sacramentario de Bobbio (s.VII) contiene en enero dos misas en honor de la Virgen. La primera con el título in S. Mariae solemnitate, y en su formulario alude exclusivamente a la divina maternidad; en cambio, la segunda, titulada in adsumpiione S. Mariae (con la perícopa evangélica de María y Marta, es todo un himno a la asunción corporal de María según la narración de los apócrifos: Cuz Apostoli sacrum reddunt obsequium, Angelí cantum, Christum amplexum, nubis vehiculum, adsumptio paradisum... En el misal gótico-galicano, la primera misa ha desaparecido ya, mientras que la segunda encuentra abonadísimo el campo litúrgico. Algo parecido sucede también en la iglesia romana. La fiesta primitiva del 15 de agosto, introducida quizá en el siglo VII, y cuyos textos están contenidos en el gelasiano, no contienen, fuera del título: In adsumptione sanctae Mariae, de indudable procedencia galicana, ninguna alusión a la asunción; más aún, hacia esta época, el escritor romano anónimo de una carta ad Paulum, atribuida falsamente a San Jerónimo, hablando de la asunción de María, utrum assumpta fuerit, simul cum corpore, an abierit relicto corpore, contesta a las aserciones del Transitus Mariae contra las cuales pone en guardia a su lectora, ne forte si venerit in manus Oestras illud apocryphum de transita eiusdem Virginis, dubia pro certa recipiaiis.
La Natividad.
También esta fiesta, como la de la Concepción, nació en Oriente, y probablemente en Jerusalén, hacia la mitad del siglo V, donde estaba siempre viva la tradición de la casa nativa de María. Por qué haya sido elegido el día 8 de septiembre, nos es desconocido. Quizá, considerando el nacimiento de María como el comienzo histórico de la obra de la redención, se la colocó a principios de septiembre, época en la cual, según el Menologium Basilianum, comenzaba el año eclesiástico. Como primer documento de esta fiesta, tenemos un himno de San Romano, el famoso himnógrafo griego, compuesto por él entre el 536-556, y en el cual es puesta en bellos versos la narración del Proto-evangelio de Santiago. En Occidente, la Natividad de María no fue probablemente introducida antes del siglo Vil, si bien ya fuese solemnizada la de San Juan Bautista. Se la encuentra mencionada en las Galias en el calendario de Sonnatio, obispo de Reims (614-631), y en casi todos los leccionarios y calendarios carolingios. En Roma, el sacramentario gelasiano contiene las tres oraciones de la misa. El Líber pontíficalis atestigua indudablemente su existencia en la segunda mitad del siglo VII, habiendo sido prescrita por Sergio IV (687-710) una procesión (litania) que en este día y en los de la Anunciación y de la Dormitio iba de San Adrián a Santa María la Mayor.
La Anunciación.
La narración de la anunciación de María, que forma la página más bella de su vida y el documento evangélico de su grandeza, aunque desde el siglo II encontró precisa expresión en las antiguas fórmulas del Credo y en las representaciones del primitivo arte cristiano en Santa Priscila, tuvo que esperar por lo menos hasta el siglo VI antes de entrar en el calendario litúrgico y ser objeto de una particular solemnidad, Cabrol, apoyado en un paso obscuro de la Peregrinatio y en el hecho cierto de la existencia en Nazaret en el siglo IV de una basílica erigida sobre la casa misma de la Virgen, ha conjeturado ingeniosamente que, ya al final de este siglo, la fiesta de la Anunciación se celebrase en la iglesia jerosolimitana. Pero la hipótesis, aunque no del todo inverosímil, no está respaldada por ningún texto positivo. Muy probablemente, el misterio de la anunciación no dio lugar por mucho tiempo a una fiesta especial, porque en la Iglesia antigua era indisolublemente asociada al de la Natividad de Cristo. Fue solamente después del siglo V cuando, aumentada la importancia de la Navidad y formado un pequeño ciclo natalicio, la Anunciación fue separada de su núcleo primitivo, transformada en fiesta autónoma de María y trasladada a su puesto natural.
Los primeros indicios ciertos de la fiesta se encuentran en el siglo VII: en Oriente, en el Chronicon Paschale, de Alejandría, en el año 624, y en un decreto (25) del concilio de Trullo (692); en Occidente, en el sacramentarlo gelasiano, que tiene oraciones para la misa y las vísperas; en los cánones del concilio de Toledo (656), de los cuales se deduce que era celebrada in multís ecclesiis a nobis et spatio remotis et terris, y, un poco más tarde, en la decretal antes citada del papa Sergio (687-90), que instituía una Utanía en ocasión de esta solemnidad.
De los testimonios indicados se deduce que la Anunciación fue asignada desde su origen al 25 de marzo. Esta fecha, por lo demás, era ya conocida en la mitad del siglo III; y, como hemos señalado hablando del origen de la Navidad, se apoyaba en el opinión de que Nuestro Señor se hubiese encarnado en el equinoccio de primavera, es decir, cuando había sido creado el mundo y el primer hombre.
Introduciendo, sin embargo, la Anunciación el 25 de marzo, surgía el inconveniente de tener que celebrar una fiesta en Cuaresmales decir, en un tiempo en el cual, según la austera costumbre de la Iglesia antigua, estaba rigurosamente prohibida toda solemnidad. La dificultad fue resuelta de diversas maneras. En Oriente, el concilio de Trullo creyó hacer una excepción a la regla y declaró que el día de la Anunciación, en cualquier tiempo que cayese, debía ser celebrado con el sacrificio eucarístico, como el sábado y el domingo.

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