lunes, 27 de diciembre de 2010

LITURGIA Y EUCARISTÍA EN LA OBRA DE JOSEPH RATZINGER

Es bien conocida una vieja leyenda histórica, en la que el príncipe Vladimiro de Kiev envió a sus legados para que conocieran las distintas religiones, y así poder ver cuál convenía más a su reino. Los emisarios fueron en primer lugar a visitar a los búlgaros, donde quedaron algo desalentados al ver el modo en que rezaban los musulmanes. Después se dirigieron a la tierra de los católicos en tierras germanas, en quienes tampoco encontraron el calor que esperaban ver en la religión. Por último, dirigieron sus pasos a Constantinopla, donde el emperador los invitó a una ceremonia religiosa en la basílica de Santa Sofía. Allí, los embajadores quedaron entusiasmados por el esplendor y la magnificencia del culto. «No sabemos si hemos estado en el cielo o en la tierra -comentaban-. Hemos experimentado que Dios se encuentra allí entre los hombres». Fue en aquel momento -corría el afeo 988- cuando Rusia se convirtió a la Iglesia ortodoxa. Tomando pie de esta historia, comentaba Joseph Ratzinger que «lo que contaron los legados del príncipe ruso acerca de la verdad de la fe celebrada en la liturgia ortodoxa no fue una forma de persuasión misionera, cuyos argumentos les habían parecido más convincentes que los de otras religiones. Lo que ellos experimentaron fue el misterio como tal, que -precisamente en el desbordamiento de la disputa de la razón- dejó aparecer el poder de la verdad». La verdad se encontraba allí reconciliada de modo admirable con la belleza, en cuyo centro latía el misterio de la Eucaristía. «La fuerza interna de la liturgia -concluía- ha jugado sin duda un papel fundamental en la expansión del cristianismo».
1. ALGUNOS RECUERDOS
De su temprana infancia, recordaba Ratzinger el temible avance del nacionalsocialismo, al mismo tiempo que descubría la belleza de la liturgia. «Por una parte -añadía-, como es natural, nos entusiasmaban todas las fiestas litúrgicas que entonces había: su música, los ornamentos, las imágenes...». El arte y la liturgia estimulaban la curiosidad del joven Joseph, que iba descubriendo también gracias al misal de los fieles que le regalaron sus padres. De esta manera, la vida eclesial y litúrgica de aquel pequeño pueblo bávaro de Traunstein mantenía su ritmo habitual. Unos años después, ya siendo seminarista y -al empezar sus estudios en la facultad de teología de la Ludwig Maximilians Universitát de Munich, tuvo ocasión de ir ordenando sus ideas. «Una de mis primeras lecturas, después de comenzar los estudios de teología a principios de 1946, fue la primera de las obras de Romano Guardini, El espíritu de la liturgia, un pequeño volumen publicado en la Pascua de 1918 (...). Esta obra puede considerarse, con toda razón, el punto de partida del movimiento litúrgico en Alemania; contribuyó de manera decisiva a redescubrir toda la belleza de la liturgia, toda su riqueza oculta, su grandeza atemporal, e hizo de ella el centro vivificante de la Iglesia». Lo que había vivido y respirado en su infancia empezaba a cristalizar en sus incipientes ideas teológicas.
De aquellos años de Munich recordará también Ratzinger sus estudios de historia y de exégesis bíblica, además de su profundización en la teología de la liturgia. De su maestro, Gottlieb Sehngen (1892-1971) dirá que «se ocupó también con gran competencia de la teología del misterio, iniciada por el benedictino de Maria Laach, Odo Casel. Esta teología había nacido directamente del movimiento litúrgico, pero (sobre todo) planteaba con nuevo vigor la cuestión fundamental de la relación entre misterio y racionalidad». Sin embargo, manifestará también sus distancias y prevenciones al respecto. «Al principio tenía mis reservas hacia el movimiento litúrgico. En muchos de sus representantes me parecía percibir un racionalismo y un historicismo unilaterales, una actitud demasiado dirigida hacia la forma y la originalidad históricas (...). Gracias a las lecciones de Pascher (su Profesor de Teología Pastoral) y a la solemnidad con que nos enseñaba a celebrar la liturgia, según su espíritu más profundo, llegué también yo a convertirme en un firme partidario del movimiento litúrgico. Así como había aprendido a comprender el nuevo testamento como alma de la teología, entendí del mismo modo la liturgia como el fundamento de la vida».
Más adelante y siendo ya Profesor en Bonn, a propósito de la celebración inicial del Concilio Vaticano II, comentaba Ratzinger que le pareció una liturgia poco acorde con los tiempos que corrían. De hecho, la sensibilidad litúrgica del momento se fue haciendo poco a poco presente en el concilio, tal como aparecerá reflejado en la futura constitución Sacrosanctum concilium: Esto. despertará el entusiasmo del joven teólogo, quien -al ver el acuerdo mantenido entre los padres conciliares- escribió que la liturgia era «la verdadera fuente de vida en la Iglesia y, por tanto, el auténtico punto de partida de toda renovación». Como se sabe, el único de los esquemas elaborados con anterioridad que no fue rechazado fue precisamente el referente a la liturgia, que había sido preparado por expertos centroeuropeos bien informados acerca de las propuestas del movimiento litúrgico.
La unanimidad de los padres conciliares en la votación del primer capítulo de la Sacrosanctum concilium fue casi total. Este hecho despertará el entusiasmo del joven teólogo, quien por entonces escribió a favor de las nuevas propuestas litúrgicas: la dimensión comunitaria de la celebración, la importancia de la proclamación de la Palabra, la participación activa de los laicos, el uso de las lenguas vernáculas, la riqueza de los ritos litúrgicos orientales. Para Ratzinger la aprobación de la Constitución sobre la sagrada Liturgia (1963) constituyó un acontecimiento trascendental, ya que esta constituía «el centro de la Iglesia y, por tanto, el auténtico punto de partida de toda renovación». Un poco más adelante, en otoño de 1964, se preguntaba Ratzinger si la reforma litúrgica conseguirá una «nueva comprensión recíproca de los cristianos», con consecuencias ecuménicas positivas.
2. LA LITURGIA Y EL POSCONCILIO
La liturgia constituirá así una constante pasión y preocupación para el teólogo alemán, sobre la que escribirá con frecuencia a lo largo de su vida. En una famosa y controvertida intervención en el Katholikentag de Bamberg en 1966, un año después de la conclusión del concilio, afirmaba que «el resultado del concilio que más salta a la vista es la renovación de la liturgia. Pero esa misma renovación tan ansiosamente deseada y jubilosamente celebrada, ha venido a ser signo de contradicción». Por un lado, rechaza las críticas contra la dimensión comunitaria y el uso de las lenguas vernáculas en la liturgia. Sin embargo, ¿no estaba también cayendo la liturgia -se preguntaba- en un activismo y en una masificación vacíos y sin sentido? Recuerda de igual modo la esencia del misterio de la Eucaristía: «La proclamación de lo que Cristo hizo por nosotros en el cenáculo es, a la vez, alabanza a Dios, que quiso tratarnos así por Cristo; es memoria de los acontecimientos de salvación obrados por Dios, por la que nos introducimos en lo acontecido. Pero, como memoria que nosotros celebramos, es a la par un grito a Dios para que acabe lo que antes ha comenzado: confesión de la fe y de la esperanza, acción de gracias y de súplica, predicación y oración de la comunidad».
También insistía entonces en la importancia de la Palabra en la celebración eucarística. «La Palabra se había vaciado en rito, y la reforma de la liturgia no ha hecho otra cosa que revalorizar las exigencias de las palabras al volver a valorar así las exigencias del culto eclesiástico que se vierte en ellas». Las iglesias cristianas serán templo donde se realiza el Sacrificio del Hijo ofrecido al Padre, a la vez que lugar de reunión donde se escucha la Palabra de Dios. A esto se une una apología de la indispensable dimensión comunitaria del culto cristiano. «En conclusión, diremos que la liturgia no tiene como fin llenarnos -entre el temor y el temblor- del sentimiento de lo santo, sino la de enfrentarnos con la espada tajante de la Palabra de Dios; (la liturgia) no tiene como finalidad procurarnos un marco bello y festivo para la meditación y el silencioso recogimiento, sino para introducirnos en el "nosotros" de los hijos de Dios y, con ello, en la kénosis de Dios, que descendió hasta lo ordinario». Hacía así una decidida defensa de la reforma litúrgica, a la vez que es capaz de apreciar los límites y excesos de ésta. «Por la parte teológica, hay un cierto arcaísmo cuyo fin es reestablecer la forma clásica de la liturgia romana, antes de las exhuberancias medievales y carolingias. (...) Pero sobre esto hay que decir que, si bien el "entonces" puede proporcionarnos útiles ayudas para dominar el "hoy", no es este sin más el único criterio que ha de ponerse como base de la reforma».
A su vez, esto no nos puede llevar a su defecto contrario, seguía diciendo. «El mero arcaísmo no sirve para nada, y la mera modernización menos todavía». ¿No nos encontraremos ahora ante «un nuevo ritualismo» en clave moderna?, se preguntaba. Hay reformas y reformas. «El sagrario ha sido retirado de los altares mayores; hay para ello fundadas razones. Pero se le mete a uno un cierto malestar en el cuerpo al ver cómo se pone ahora en su lugar la sede del sacerdote, con lo que se perfila en la liturgia un clericalismo peor que el de tiempos pasados. (...) La sustitución de la sede del sacerdote por el tabernáculo en tiempos pasados, no podría ser también signo de la creciente intuición de que la casa de Dios está polarizada en torno a Cristo, y que la liturgia cristiana sólo reconoce un presidente, que es el mismo Cristo?».
En la Eucaristía sucede algo real que está mucho más allá de nuestras aspiraciones y posibilidades. «La Iglesia tiene que volver una y otra vez a la sencillez de los orígenes a fin de experimentar y comunicar, al margen de todas las posibles formas, lo que le es propio. Mas tampoco puede olvidar que celebrar la cena del Señor significa por esencia una fiesta, y con la fiesta encaja la belleza festiva». En esa fiesta que se renueva de modo real en cada Misa, en cada Eucaristía, está la clave de toda reforma y de toda revisión litúrgica, según Ratzinger. Y toda fiesta necesita belleza, decoro, elegancia. concluye así con una llamada a la libertad y a la tolerancia, también en materia litúrgica. «Todo esto significa que para la reforma de la liturgia se requiere una gran capacidad de tolerancia dentro de la Iglesia, tolerancia que en este terreno es el escueto equivalente de la caridad cristiana. El hecho de que a menudo falte no poca de esa tolerancia es sin duda la crisis de la renovación litúrgica entre nosotros. (...) Porque el culto divino más auténtico de la cristiandad es la caridad».
Tal vez por esto le sorprendió el hecho de que, cuando en 1970 entró en vigor la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II y se publicó el nuevo misal, se prohibía el uso del precedente. «Estaba perplejo -recuerda Ratzinger- ante la prohibición del misal antiguo, pues no había ocurrido nada parecido jamás en la historia de la liturgia». Sin embargo, en una entrevista realizada por Communio en 1977, matizaba del siguiente modo: «Estoy muy contento con el nuevo misal, con la ampliación del tesoro de oraciones, de los prefacios, de las nuevas plegarias eucarísticas, de las numerosos cánones de la misa para los días laborables, etc., por no decir nada del uso de la lengua materna. Pero me parece poco afortunado el que se haya dado la impresión de que se trata de un nuevo libro, en lugar de presentarlo en la unidad de la historia de la Iglesia».
3. EUCARISTÍA, ACCIÓN Y PRESENCIA
Volvamos un poco atrás en el tiempo. En 1964 el Profesor Ratzinger había pronunciado una conferencia en la universidad de Tubinga, con el título El problema de la transubstanciación y el problema sobre el sentido de la Eucaristía. Tras hacer un pormenorizado análisis histórico sobre el significado de la Eucaristía en Lutero y Calvino, plantea el problema de que -en un contexto científico en el que cuentan más los problemas en torno a materia y energía, ser y acontecer (Geschehen)- el binomio materia-accidentes ha perdido su vigencia. ¿Se tendría entonces que reformular el concepto de la transubstanciación?. A lo que responde Ratzinger, para centrar el problema: «no ocurre nada en la Eucaristía, desde el punto de vista físico y químico (...): lo principal está más allá de la física». Sin embargo, acepta que la filosofía y la ontología han cambiado mucho desde Aristóteles, por lo que intenta adaptar el lenguaje sin cambiar el concepto y el contenido.
«Las palabras de la consagración (sakramentale Wort) no causan una transformación física (que debería llevarse a cabo por medio de una operación física), sino que ha sido causado por el poder de Dios, de manera que las cosas que subsisten en sí mismas se convierten en meros signos, que han perdido su condición creatural, al no permanecer nunca más como ellas mismas, sino siendo otra cosa por él, con él y en él. Éstas son en su esencia, en su ser, signos, porque ellas eran antes en su misma esencia cosas». La ontología prima entonces sobre la funcionalidad o la teleología; además, recuerda que se trata sin embargo de una presencia real y personal. «El Señor no está presente como una cosa sin más, sino de un modo personal y allí en su misma condición (Zuordnung) por encima de las personas. Todo esto debería hacer pensar por sí mismo en una presencia divina. Dios es persona; la entidad (Dichte) de su presencia depende de su propia entidad, en la que él se ofrece para ser visto y se convierte en algo que puede ser percibido. Quien habla de Dios desde la lejanía y la cercanía sabe que Dios no está allí como se encuentra una piedra, la cual está plenamente disponible; (sabe) más bien de un modo cercano y lejano que la realidad de Dios pertenece al orden de la persona». Ratzinger despliega aquí todo su bagaje personalista y existencial, para explicar a la mentalidad contemporánea la presencia misteriosa de Jesucristo en la Eucaristía. Sin renunciar a la metafísica, quiere encontrar un lenguaje más acorde con los tiempos que corren.
Unos años más adelante, en 1977, abordaba también en una entrevista la polémica en torno a la terminología eucarística, que puede aclararnos todavía algo más las ideas: ¿transubstanciación, transfinalización, transignificación? «El recibir a Cristo debe llevar consigo todas las dimensiones propias de Cristo, y no puede ser reducido a un mero proceso físico. Pero en esta afirmación ya está incluido el reconocimiento de su presencia real. El definirlo de modo adecuado nos resulta tan difícil, porque hoy en día la filosofía ya no pregunta por la esencia de las cosas; sólo nos interesan las funciones. La ciencia moderna se pregunta tan sólo: ¿cómo funciona una cosa?, ¿qué puedo hacer con ella?; y ya no se pregunta: ¿qué es eso? Esta pregunta se considera poco científica, y en cualquier caso no se puede responder científicamente. A. esta reorientación del pensamiento pretendían ajustarse los intentos de definir la Eucaristía desde la esfera de su importancia y su finalidad (transignificación y transfinalización). Aunque esto no es del todo falso, sí que es en cierto sentido peligroso, pues dice demasiado poco. Siempre que se reducen los sacramentos y la fe a "funciones", se deja de hablar de Dios -que evidentemente no es una "función"- y del hombre, que tampoco es una función aunque tenga muchas funciones».
El 28 de mayo de 1977 Joseph Ratzinger era consagrado arzobispo de Múnich y Frisinga. El ex-Profesor empezó entonces a desempeñar su nuevo ministerio, predicando las verdades de fe que debían ser recordadas en ese momento en la principal diócesis bávara: la creación, el domingo, la Eucaristía... En el libro Mitte der Leben (1978), se recogen las homilías que el nuevo arzobispo pronunció en la iglesia de san Miguel y en la catedral de Múnich sobre la Eucaristía. En ellas se hace una detenida catequesis mistagógica sobre el misterio eucarístico -el corazón de la vida cristiana, como reza el título-, que resume todos los conocimientos adquiridos como Investigador y Profesor. Hablaba así sin ambages de la presencia real de Jesucristo en la renovación del misterio pascual: «"Esto es mi Cuerpo" significa por tanto esta es mi persona presente en mi Cuerpo».
Esta presencia tendrá consecuencias desproporcionadas en quien le reciba dignamente, al ponernos en contacto directo con la resurrección de Cristo. «Comulgar es entrar en acción con Jesucristo y entrar con él -el único que pudo superar los límites- a un horizonte de apertura y, con él y desde él mismo, ser capaces de resucitar». Pero el trato con Jesús presente en la Eucaristía no se limita al momento de la comunión. «Recibir a Cristo significa acceder a él, dirigirse a él en la oración. Por esta razón la recepción, la comunión, puede extenderse más allá del momento de la celebración eucarística, e incluso ha de hacerlo». De igual modo, a propósito de la carta de Pablo VI sobre el misterio de la Eucaristía y su adoración, añadía el arzobispo de Munich en su catedral: «Comunión y contemplación no están la una junto a la otra, ni una frente a otra, sino que forman una unidad sin posibilidad de separación. Pues comulgar significa entrar en comunión. Comulgar con Cristo significa entrar en comunidad con él. Por ese motivo comunión y contemplación están mutuamente implicadas».
Se refiere por último a la necesaria sacralidad que ha de rodear la Eucaristía. «Lo santo, el Santo, existe en este mundo, y si la fuerza pedagógica de su expresión en el mundo desaparece, esto coincidiría también a la superficialidad y al embrutecimiento de la humanidad y del mundo». De este modo recordará también que Dios está presente en nuestra conciencia, aunque también de una manera especial en su Palabra y en el Pan eucarístico. «La presencia del Señor en su Palabra y la presencia en la Eucaristía se implican mutuamente de modo inseparable. El Señor de la Eucaristía es también, él mismo, la Palabra viva. Sólo cuando vivimos en el ámbito de la Palabra de Dios, podemos comprender a fondo el don de la Eucaristía y recibirlo adecuadamente». Ante esa presencia, hemos de movilizarnos a la vez que saber estar ante ella, concluye. En la procesión del Corpus Christi de 1978, recordaba cuál debe ser nuestra actitud ante Jesús sacramentado: «estar frente al Señor, a su disposición y, de esa manera, estar unos junto a otros. Después, dando un paso más, tenemos la procesión, el ir con el Señor, y al final, lo que en todo lugar se piensa que es el centro y el momento culminante de ésta: el arrodillarse ante el Señor, la adoración, el homenaje y la alegría por su cercanía».
4. CENA, SACRIFICIO Y RESURRECCIÓN
Por otra parte, volviendo a la citada conferencia tubinguesa de 1964, el Profesor Ratzinger intentaba también unir en la Eucaristía todos los acontecimientos salvíficos, y presentarla así como una acción que se perpetúa en el tiempo. La Eucaristía es acción y presencia. «La encarnación como explicación teológica es inseparable de la cruz y de la resurrección. (...) Sostengo además que debe permitirse que -en este sentido de una referencia expresa a la encarnación- la ya mencionada concepción expresa de un modo claro una teología de la resurrección, que la misma teología de la encarnación tiene como su propia meta». Encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo se unen en torno a la Eucaristía.
Sin embargo, esta afirmación no era en absoluto pacífica. En otro artículo publicado en Concilium en 1967, abordaba el problema de la Eucaristía como sacrificio. Con un método rigurosamente histórico, estudiaba el problema en el pensamiento de Lutero. «Para Lutero, la Misa -es decir, la Eucaristía entendida como sacrificio- constituye una idolatría, una abominación, porque supone una reincidencia en la estructura sacrificial pagana anterior al cristianismo. Para los católicos, la Misa es la forma cristiana de glorificar a Dios por medió de Cristo en la Iglesia». A lo que añade, para completar esta visión luterana de la Eucaristía: «El culto cristiano no puede consistir en el ofrecimiento de los propios dones, sino que -por su propia esencia- es la aceptación de la obra salvífica de Cristo que nos fue dispensada una vez. Es, pues, acción de gracias: Eucaristía».
Para entender con profundidad la naturaleza de la Eucaristía, Ratzinger acudió entonces -como suele ser habitual en él- al testimonio de la Escritura. Realiza así un detenido análisis exegético en textos de Mateo-Marcos y Lucas-Pablo: los primeros destacan el aspecto del culto, mientras los segundos se centran en su dimensión profética. Sin embargo, lo que une a ambos es la idea de sustitución sacrificial. «En el testimonio de la vida y la muerte de Jesús se ha recogido la tendencia del culto veterotestamentario que -como todo culto descansa sobre la idea de sustitución. (...) En el hombre Jesús -que se coloca a sí mismo en el platillo de la balanza- ha llegado a su cumplimiento el sentido del culto, siendo suprimido al mismo tiempo el culto anterior: él mismo es el culto y, en esta concepción, la Cena es un sacrificio que nosotros recibimos agradecidos, que en nuestro recuerdo aparece verdaderamente entre nosotros». Se presenta además el problema de la representación: la Eucaristía será algo más que un recuerdo y una conmemoración. Ratzinger habla entonces del . concepto «memoria». «La "memoria" no sólo tiene que ver con el presente y el pasado, sino también -y sobre todo- con el futuro: es recuerdo, por parte del hombre, de la acción salvífica de Dios; pero precisamente por eso es también recuerdo, por parte de Dios, de aquello que aún no se ha cumplido: el clamor de la esperanza y de la confianza con vistas al futuro».
Además quería recordar que no existe oposición en la Eucaristía entre la Palabra y el Sacrificio. «Los Padres de la Iglesia habrían partido precisamente de esta realidad, y habrían desarrollado el concepto de Sacrificio eucarístico desde la idea de un "Sacrificio de la Palabra"; el Sacrificio eucarístico se halla vinculado más a la Palabra que a los elementos sacramentales». Ratzinger propone unir ambas realidades. «En la perspectiva del nuevo testamento, la acción de gracias y el sacrificio no se hallan en mutua oposición: por el contrario, se definen mutuamente». Con este noble intento, Ratzinger quería conciliar lo que podrían parecer instancias irreconciliables: la Eucaristía es cena y sacrificio Jueves y Viernes Santo, a lo que se debe añadir el Domingo de resurrección.
También en 1977 había planteado este mismo desarrollo: la Eucaristía no será sólo un memorial del jueves y del Viernes de pascua, sino también del Domingo de resurrección. «Los actos eucarísticos se extrapolan del contexto pascual y reciben como nuevo contexto "el Día del Señor", es decir, el día del primer encuentro con el Resucitado (...) En este sentido, el domingo es el primer día de la semana (...), es el verdadero lugar interior en el que la Eucaristía adquiere su forma cristiana». Será este un tema sobre el que insistirá una y otra vez. En las profundas homilías pronunciadas en la iglesia de san Miguel ese mismo año, el arzobispo Ratzinger recordaba a los muniqueses una vez más el carácter sacrificial de la Misa: «Él, que es el Hijo de Dios, se ofrece al Padre en su muerte y así se manifiesta como quien nos incorpora a todos al Padre. Es ahora cuando queda realmente establecido por él una hermandad de sangre, comunión de Dios y el hombre, él abre las puertas que nosotros, los humanos, no podíamos abrir».
La Eucaristía es el ofrecimiento del Hijo al Padre, por el que Jesucristo nos une a todos nosotros al Padre eterno. «De este modo parece claro cómo ha surgido la Eucaristía, cuál es su verdadera fuente. No bastan sólo las palabras de la institución; tampoco es suficiente con la muerte; e incluso ambas juntas no bastan, sino que también ha de producirse la resurrección, en la que Dios acepta esa muerte y la convierte en puerta que introduce en una nueva vida». Aparecen íntimamente unidas las tres dimensiones de banquete, muerte y vida renovada. Así, «la Eucaristía es mucho más que una simple cena; su precio ha sido la muerte, y la majestuosidad de la muerte está presente en ella. (...) Ciertamente también se hace presente el hecho de que la muerte ha sido vencida por medio de la resurrección, y que nosotros, por tanto, podemos celebrar esta muerte como la fiesta de la vida, como la transformación del mundo».
En la mencionada «catequesis mistagógica» de 1977, Ratzinger llamaba también a la Eucaristía «fiesta de la resurrección». Fiesta y sacrificio, por tanto, además de comida. La lógica que explica la celebración eucarística será de este modo siempre la de la donación y la entrega. «Lo primero que nos dice (la Eucaristía) es que Dios se da a sí mismo para que nosotros podamos dar. La iniciativa en el Sacrificio de Jesucristo procede de Dios. Al comienzo es él, él mismo, quien desciende: "Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo" (Jn 3, 16)». El Sacrificio de Cristo es lo que da sentido al sacrificio de nuestras vidas. «Así se hace realidad su promesa: "cuando sea levantado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32); por eso no hemos de dejar llevarnos por el miedo ante la protesta de Lutero frente a la idea católica del sacrificio de la Misa (...). La grandeza de la obra de Cristo consiste, precisamente, en que él no permanece en un plano distinto y aislado, enfrente de nosotros, lo cual nos remite a la mera pasividad; no: él no solamente nos soporta, sino que carga con nosotros, se identifica de tal modo con nosotros, que se apropia de nuestros pecados, mientras nosotros nos apropiamos de su ser».
Cruz y rito; cena, sacrificio y fiesta se encuentran íntimamente unidos. Sin embargo, la esencia de este sacrificio, añadirá en 1991, es la unión y el amor. «El sacrificio consiste entonces en un proceso de transformación, en la configuración del hombre a Dios, en la theosís, como dirían los Padres. Ésta consiste -para decirlo en términos modernos- en la abolición de la diferencia, en la unión entre Dios y el hombre, entre Dios y la creación: "Dios todo en todos" (1 Cor 15, 28). (...) El fin de esta no es una negación, sino una creación, el fruto de un querer divino que crea un aliado libre, una criatura que no puede ya ser suprimida; sino que se debe realizar e insertarse en el libre acto de amor. La diferencia no resulta suprimida, sino que forma parte de una unidad superior».
El amor es la clave del sacrificio del Hijo al Padre. «Sólo Dios puede despertar en el hombre el ponerse en camino hacia el amor. Es éste un amor que Dios ama, que hace creíble el amor hacia él. Éste requiere estar animado por un proceso de purificación y de transformación, por el que estamos abiertos no sólo a Dios, sino también a los demás. La iniciativa por parte de Dios tiene un nombre: Jesucristo, Dios que se ha hecho hombre y se nos ha entregado». De igual modo, en 1997 explicaba que la teología eucarística tenía como presupuesto y fundamento la teología de la cruz (cuya clave interpretativa se encuentra en el amor), basándose sobre todo de textos paulinos. «Sin la cruz, la Eucaristía quedaría convertida en mero ritual; sin Eucaristía, la cruz por sí sola sería un cruel acontecimiento profano. (...) De esto se deduce (...) cómo la cruz de Cristo otorga a la liturgia su correspondencia real y la eleva más allá de lo meramente simbólico y ritual». La Eucaristía quedaría constituida en banquete pascual, sacrificio de amor y fiesta de la resurrección.
S. LA FIESTA DE LA FE
La profundización en la importancia de la liturgia y la Eucaristía por parte del teólogo alemán ha sido una constante a lo largo de todo su trabajo teológico. Así, en 1981, poco antes de ser nombrado prefecto, publicó La fiesta de la fe (llama así a la Misa), donde se recogen varios ensayos de teología litúrgica. El arranque del libro es de tipo social, saliendo al paso de una posible acusación de evasión y escapismo místico (son aquellos los años de teología de la liberación): «Ante las crisis políticas y sociales de nuestros días y las exigencias morales que estas plantean a los cristianos, bien podría parecer secundario ocuparse de problemas como la liturgia y la oración. Pero la pregunta de si reconoceremos las normas morales o si conseguiremos la suficiente fuerza espiritual, necesarias para superar la crisis, no se debe plantear sin considerar al mismo tiempo la cuestión de la adoración».
Sin embargo, tampoco quiere Ratzinger reducir la liturgia a la celebración eucarística, aunque sea su momento más importante y principal, pues también existen otros momentos de encuentro personal con Dios. «Toda la Biblia es diálogo: por un lado, revelación, palabra y obra de Dios y, por otro, respuesta del hombre que acepta la Palabra de Dios y se deja guiar por El: Suprimir la oración, el diálogo, es como suprimir la Biblia entera». A Dios se le encuentra -sigue diciendo- y se le trata en la liturgia, en la oración, en la Escritura. Y también en la Iglesia, añade. «¿Cómo aprendo a rezar?, se preguntaba. La respuesta es clara: con los demás. Rezar siempre incluye un "con". Aislado y en solitario no se puede rezar a Dios. (...) Insisto: aprendo a rezar al rezar-con-otros, al rezar con mi madre (la Iglesia), al aceptar el don de sus palabras».
Tras esta introducción, Ratzinger establecía un nuevo diagnóstico sobre el problema en torno a la reforma litúrgica, tal como ya había planteado con anterioridad. «La falta de claridad en las relaciones entre las esferas dogmática y litúrgica, que siguió presente incluso en el Concilio Vaticano II, constituye el problema central de la reforma litúrgica; por este lastre se explican una buena parte de los problemas que nos ocupan desde entonces». Así, uno de los puntos en que había que establecer claridad, según Ratzinger, sería unir las ya mencionadas dimensiones de cena y sacrificio en la Eucaristía.
«El elemento formal eucharistia tendía un puente hacia las palabras de Jesús en la última Cena, en las cuales él había llevado de antemano su muerte en la cruz. (...) Si la forma básica de la Misa no se llama "comida", sino eucharistia, se conserva la necesaria y fructuosa diferencia entre el ámbito litúrgico (que se ocupa de la forma) y el dogmático; pero ambos no quedan separados, sino que convergen y se influyen mutuamente. Por lo demás, no se excluye el elemento de la comida, porque euchaiistia es también -pero no sólo- bendición de la sagrada Cena; pero el simbolismo de la cena está subordinado a otro mayor». Esto le da seriedad y dramática transcendencia a la celebración eucarística. «Cristo murió rezando. Antepuso su sí al Padre a la oportunidad política y, por eso, fue crucificado. De esta manera instauró en la cruz el sí al Padre: en la cruz glorificó al Padre, y esa forma de morir fue la que trajo como consecuencia lógica la resurrección. Esto significa que la autorización a la alegría, el sí a la vida liberador y victorioso, se sitúa en la adoración. La cruz, en cuanto adoración, es también« elevación", presencia de la resurrección. Celebrar la fiesta de la resurrección significa sumergirse en la adoración».
Sin embargo, no hemos de olvidar una vez más que la celebración conmemora también la resurrección. Este aspecto dominical lo desarrollará de nuevo en un artículo publicado en Communio en 1985. Allí Ratzinger retoma un texto de la persecución de Diocleciano en el 304 en el norte de África. Ante la pregunta del procónsul sobre lo que hacían al celebrar la Eucaristía, el presbítero responde: «hemos celebrado lo que es del Señor». Después, siguiendo con el interrogatorio, el procónsul reprocha al dueño de la casa donde se celebraba la Eucaristía que hubiera dejado pasar a otros cristianos para asistir a la celebración entonces clandestina. «No podía hacerlo -responde- quoniam sine dominico non possumus. Esto le servirá a Ratzinger para recordar la Eucarístía como «lo del Señor». «También hoy, muchos cristianos responden desde la íntima convicción: sin el día del Señor no podemos estar; lo que es del Señor no puede omitirse. (...) Creo que en la actual civilización del ocio, en la huida de la cotidianeidad y la búsqueda de lo diferente, el verdadero motor -aunque incomprendido y generalmente ignorado- es la nostalgia de lo que los mártires llaman dominicus.
A partir de esto, desarrolla entonces una teología del domingo. «Resurrección significa que Dios ha mantenido el poder en la historia, que no lo ha delegado en las leyes naturales. Significa que no se ha quedado sin poder en el mundo de la materia y de la vida regida por ella. Significa que la ley de leyes, la ley universal de la muerte, no es el poder definitivo del mundo ni su última palabra. El último poder no es ni será diferente del primero». Además, el domingo también conmemora el primer día de la creación, a veces un tanto olvidada, recuerda Ratzinger. «El tercer día después de la muerte de Jesús es el primer día de la semana, el día de la creación, cuando Dios dijo: hágase la luz». Creación y nueva vida: «La resurrección engarza el principio y el fin, la creación y la restauración» 65, añade más adelante.
«La pascua no elimina la perspectiva del relato de la creación, sino que le da su concreción». Sin embargo, extrae consecuencias prácticas para los momentos actuales, que nos podrían aportar nuevas sugerencias. «Debemos encontrar el justo medio entre el ritualismo donde el sacerdote realiza la acción litúrgica de modo ininteligible y aislado, y un afán de comprensibilidad que al final lo disuelve todo en obra humana y escamotea la dimensión católica y la objetividad del misterio. La liturgia (...) debe ser, como opus Dei, el lugar donde desembocan y se subliman todas las opera hominum, y donde aflora una nueva libertad que en vano buscamos en las supuestas liberaciones que ofrecen las industrias recreativas. De este modo la liturgia, de acuerdo con el sentido esencial del domingo, podría volver a ser el lugar de la libertad, que es algo más que ocio y permisividad».
6. ADORACIÓN
También en una homilía pronunciada en Fulda en 1980 ante la Conferencia episcopal alemana, el arzobispo Ratzinger se preguntaba por la vida litúrgica quince años después del concilio. Manifestaba tener un sentimiento algo estremecido ante «los excesivos discursos, las escasas palabras y la carencia de belleza» en nuestras celebraciones litúrgicas. Al analizar las causas de esta situación, llega a la conclusión de que existe un exagerado protagonismo de la comunidad; sería necesario recordar de vez en cuando la dimensión vertical, la prioridad de Dios en la liturgia. «La liturgia no se "hace" en la comunidad, sino que la comunidad la recibe del todo y se recibe a sí misma como comunidad dentro de una globalidad. Sólo sigue siendo comunidad si regresa una y otra vez al todo». Con el exceso de comunitarismo y de participación, de buscar emociones y sentimientos en la Misa, «ha pasado algo muy extraño: precisamente así se ha perdido la emoción intrínseca de la liturgia». Por esto mismo, quien establece las pautas a seguir en la liturgia es la misma Iglesia de Cristo y de su Espíritu, y no cada una de las individualidades o de las comunidades. Una vez más, la liturgia «no procede de lo que hacemos nosotros, sino precisamente del hecho de que ocurre algo que nosotros -ni siquiera todos juntos- en ningún caso podemos hacer».
La liturgia nos supera y nos transciende, y es esta una idea que se ha de reflejar en cada una de las celebraciones litúrgicas. El culto y la oración nos darán fuerzas para acometer las reformas necesarias en este mundo cruel. No hay nada más práctico que una buena liturgia, parece proponer. Allí, Ratzinger establece los principios antropológicos y teológicos que fundamentan el culto y la liturgia en la Iglesia, a la vez que alcanza concreciones prácticas e ilustrativas. «A veces uno puede tener la impresión de que comulgar es un mero ritual que significa la pertenencia a la comunidad. Hemos de recuperar también la conciencia de que la Eucaristía tiene también valor cuando no se comulga. Por promulgar indiscriminadamente no se aumenta la grandeza del acto de la comunión, sino que reducimos la ofrenda del Señor a la categoría de lo excesivamente disponible, de lo rutinario. Puesto que la Eucaristía no es una comida rutinaria, sino la oración común de la Iglesia (en la que el Señor reza con nosotros y se hace partícipe con nosotros), esta sigue siendo grande y valiosa, verdadera ofrenda, aunque no podamos comulgar».
Al ser cena, fiesta y sacrificio, la Eucaristía requerirá una determinada actitud, recordaba en 1978. La adoración -inclinación ante lo sagrado- llevará a una veneración y un respeto ante lo que no nos pertenece. «La liturgia no "se hace", sino que se recibe y, aunque sea algo preestablecido, se revive cada vez. (...) La liturgia como fiesta va más allá de lo factible y de lo ya hecho; nos conduce al ámbito de lo dado, de lo vivo, de lo que viene a nuestro encuentro». Por eso en la liturgia lo recibido es más importante que lo que se hace. «También la oración comunitaria de la liturgia ha de conducir a que se rece de verdad, es decir, a que no sólo hablemos entre nosotros -los unos con los otros-, sino con Dios, porque de esta forma hablaremos también mejor y con más profundidad entre nosotros. Esto supone que, en el terreno de la participación litúrgica (que debería ser participatio Dei en lo más profundo: participación en Dios y, por tanto, en la vida, en la libertad), la interiorización ocupa un lugar prioritario. Lo que a su vez significa que esa participación no se agota en el acto litúrgico» 'a. La interioridad no está reñida con la participación, y así habrá que encontrar un equilibrio y un entendimiento entre ambas.
De este modo, no se puede caer en el activismo del hacer por hacer, sino La palabra tiene tanto valor en la liturgia como el si que hemos de dejar hacer. La palabra tiene tanto valor en la liturgia como el silencio, así como la oración con la boca ha de ser acompañada con la oración de É todo el cuerpo. Así, pone el ejemplo del orar de rodillas. «Al arrodillarse en nombre de Jesús, la Iglesia vive la verdad: se introduce en los gestos del cosmos, poniéndose de este modo del lado del vencedor, porque esa genuflexión es una presentación y aceptación que imita la actitud de aquel que, "siendo de condición divina", "se humilló a sí mismo hasta la muerte"». En este sentido, reprocha a algunos «activistas» de la liturgia. «Algunos pragmáticos de la reforma litúrgica parecían opinar que debía decirse todo en voz alta y en común, y así la liturgia sería atractiva y eficaz por sí misma. Pero habías olvidado también que las palabras pronunciadas tienen también un sentido, cuyo cumplimiento forma parte de la participatio actuosa. Se les había pasado por alto que la acto no consiste única y exclusivamente en alternar el estar de pie, con el estar sentado o de rodillas; sino que los procesos internos constituyen el verdadero carácter dramático del todo. La palabra "oremos" es una invitación a la interiorización; en el «levantemos el corazón», el pronunciar las palabras es tan sólo el inicio. Lo verdadero acontece en lo profundo, que mira hacia las alturas».
«Eucharistia significa tanto regalo de la communio, en la que el Señor se hace comida para nosotros, como la entrega de Jesucristo, quien completa un sí trinitario al Padre con el sí de la cruz, al reconciliarnos por este "sacrificio" con el Padre. Entre "comida" y "sacrificio" no hay una contradicción: en el nuevo Sacrificio del Señor ambas se hacen inseparables». La liturgia será una fiesta de la libertad para la comunidad, pero esto no supondrá banalizarla o dejarla expuesta al ámbito de lo arbitrario. «La liturgia cristiana -Eucaristía- es por naturaleza la fiesta de la resurrección, mysterium Pascbae. Como tal lleva consigo el misterio de la cruz, que es condición previa de la resurrección. Llamar a la Eucaristía la "comida de la comunidad" es trivializarla. Porque ha costado la muerte de Cristo y la alegría que conlleva presupone la entrada en el misterio de la muerte. La Eucaristía tiene una orientación y se centra en la teología de la cruz. (...) La libertad en que consiste la fiesta cristiana, la Eucaristía, no es la libertad de inventar textos, sino la liberación de nuestro mundo y de nuestro yo de la muerte, (que es) lo único que nos puede hacer libres para aceptar la verdad y para amarnos en la verdad». Esta presencia y actualización de la muerte y la resurrección de Jesucristo le otorgará a la celebración litúrgica solemnidad e importancia, alegría y libertad, de manera que nuestra respuesta debe ser la adecuada al misterio en el que estamos participando.
7. EL ESPIRITU, DE LA LITURGIA
El gran tema de la liturgia siguió interesando de igual modo al Ratzinger-prefecto. No hemos de olvidar que ha seguido haciendo teología al mismo tiempo que ejercía sus importantes cargos en la curia romana. «He sido profesor durante muchos años -declaraba- y me gusta seguir de cerca el debate teológico lo mejor que puedo. Procuro estar al día, y tengo mi propia opinión sobre la forma de hacer teología que a veces expongo en alguna publicación». Por ejemplo, en su polémico Informe sobre la fe (1985), Ratzinger había expresado su preocupación también sobre la liturgia, por la importancia que tiene y por las consecuencias que trae consigo. «Detrás de las diversas maneras de concebir la liturgia hay, como de costumbre, maneras diversas de entender la Iglesia y, por consiguiente, a Dios y las relaciones del hombre con Él. El tema de la s liturgia no es en modo alguno marginal: ha sido el concilio quien nos ha recordado que tocamos aquí el corazón de la fe cristiana». La liturgia es cosa seria, y requiere la atención de un teólogo que es a la vez prefecto de una congregación que custodia la fe, a pesar de no ser él un experto liturgista. Denunciaba así algunas desviaciones. «La liturgia no es un show, no es un espectáculo que necesite directores geniales y autores de talento. La liturgia no vive de sorpresas "simpáticas", de ocurrencias "cautivadoras", sino de repeticiones solemnes. (...) En la liturgia obra una fuerza, un poder que ni siquiera la Iglesia entera puede arrogarse: lo que en ella se manifiesta es el absolutamente Otro que, a través de la comunidad (la cual no es dueña, sino sierva e instrumento), llega hasta nosotros».
Pero sin lugar a dudas, el libro que más expectativas y polémicas ha suscitado en el tema que nos ocupa es El espíritu de la liturgia (2000). Retoma el título de la famosa obra de Romano Guardini para realizar una revisión a fondo de la reforma llevada a cabo tras el concilio. «Mi postura no es de oposición -había escrito unos años antes-. Por un lado es la defensa de los rasgos esenciales de la reforma contra la radicalización destructora; y, por otro, es una reflexión crítica sobre algunos aspectos. Siempre ha sido así; Una liturgia es un hecho vivo, (y) debe responder a cada momento de la historia. Pero luego se puede descubrir que esa respuesta era superficial, y que ha empeorado la liturgia». De hecho alguien ha hablado de un nuevo inicio del movimiento litúrgico. «Al igual que Guardini, tampoco yo pretendo ofrecer investigaciones o discusiones científicas, sino una ayuda a la comprensión de la fe y a su adecuada celebración en la liturgia, que es su forma de expresión central. Si el libro pudiese impulsar algo así como un "movimiento litúrgico", un movimiento hacia la liturgia, que lleve a una celebración adecuada de esta, tanto interna como externamente, se colmaría con creces el deseo que me ha movido a realizar este trabajo».
Para definir la esencia de la liturgia, utilizaba Ratzinger el lenguaje alegórico de los Padres. «San Agustín afirma que, en contraposición a la vida presente, la liturgia no estaría tejida de exigencia y necesidad, sino por la libertad del don y de la ofrenda. La liturgia sería, por tanto, el despertar dentro de nosotros la verdadera existencia como niños; la apertura a esa prometida grandeza que no termina de cumplirse del todo en la vida. Sería la forma visible de la esperanza, el anticipo de la vida futura, de la vida verdadera, que nos prepara para la vida real: la vida en la libertad, en la cercanía de Dios y en la apertura auténtica de unos a otros. De este modo, la liturgia imprimiría también a la vida cotidiana -aparentemente real- el signo de la libertad, rompería las ata- duras y haría irrumpir el cielo en la tierra» as. La liturgia de todos los días nos llevaría a participar ya en la tierra de la liturgia celestial.
De este modo, se recuerda la dimensión escatológica de la liturgia. «La adoración, la forma correcta del culto, de la relación con Dios, configura la existencia humana en este mundo. Y esto es así por el hecho de ir más allá de la vida cotidiana, ya que nos hace partícipes del mundo de Dios, de la forma de la existencia en el "cielo", y hace irrumpir la luz del mundo divino en nuestro mundo. En este sentido, el culto tiene (...) su carácter de anticipación. Augura una vida más definitiva y, precisamente por esto, proporciona su medida a la vida presente». También se referirá Ratzinger a la dimensión cósmica de la Eucaristía. Tras establecer un paralelismo con el relato de la creación, concluye al decir que «la meta del culto y la meta de la creación es la misma: la divinización, un mundo de libertad y de amor. Con esto aparece lo histórico dentro de lo "cósmico". El cosmos no es una especie de edificio cerrado; no es un continente que gira sobre sí mismo y en el que, a lo sumo, se puede desarrollar la historia. El cosmos mismo es movimiento que parte de un principio y se dirige a una meta. En cierto modo, él mismo es historia». De este modo, espacio, tiempo y eternidad confluyen en torno a la Eucaristía.
También establece semejanzas con el relato del alejamiento del ser humano de Dios y de su retorno a él. Tras el exitus de Dios hacia los hombres, el mundo y la historia, viene el retorno de la divinidad hacia sí misma, con todas las consecuencias que esto trae consigo. «Esto significa que el ser no-divino, en sí mismo y en cuanto tal, es un ser caído; la finitud es ya, por sí misma, una especie de pecado, algo negativo que ha de ser saneado mediante su vuelta a lo infinito. El retorno -reditus- en ese caso consiste precisamente en que, en último extremo, sea detenida la caída y que ahora la flecha apunte hacia arriba. (...) El culto tiene que ver aquí con ese quiebro en el movimiento: es percatarse de la caída; es, por así decirlo, el instante del arrepentimiento del hijo pródigo, el volver-la-mirada hacia el origen». El culto actualiza la redención que ha detenido la caída del ser humano y le hace dirigirse de nuevo hacia Dios.
De este modo se ilustra la unión entre el antiguo y el nuevo testamento, entre el culto judío y el cristiano 90. Pero también se destaca la novedad. «El culto cristiano, (...), considera la destrucción del Templo de Jerusalén como definitiva y teológicamente necesaria: su lugar lo ocupa el templo universal del Cristo resucitado, cuyos brazos extendidos en la cruz se abren al mundo para acoger a todos en un abrazo eterno de amor. El nuevo templo existe y también el Sacrificio nuevo y definitivo: la humanidad de Jesucristo que se ha abierto en la cruz y en la resurrección; la oración del hombre Jesús que se ha hecho una sola cosa con el diálogo intratrinitario del amor eterno. A través de la Eucaristía, Jesús introduce a los hombres en esta oración, que es la puerta siempre abierta de la adoración y del sacrificio verdadero, el Sacrificio de la Nueva Alianza, el "culto espiritual" (Rin 12, 1)». Las iglesias cristianas serán a la vez templo del Sacrificio y sinagoga donde se proclama la Palabra. Pero además, «el culto cristiano implica universalidad. Es el culto del cielo abierto. Nunca es tan sólo el acontecimiento de una comunidad que se encuentra en un lugar determinado. Celebrar la Eucaristía significa, más bien, introducirse, en la adoración a Dios que abarca el cielo y la tierra, y que se ha abierto mediante la cruz y la resurrección».
Más debatidas han sido sin embargo algunas propuestas más concretas que realizaba en El espíritu de la liturgia. González de Cardedal hacía una valoración de urgencia de éstas: «Las afirmaciones de Ratzinger en esta materia han sido incisivas y decisivas, hasta resultar polémicas. Algunas de ellas necesitarán una investigación histórica y una reflexión sistemática ulteriores. Sin embargo, siempre ha puesto los problemas de fondo en la luz que necesitaban». Nichols, por su parte, resumía el núcleo de la teología litúrgica del prefecto del siguiente modo: «Ratzinger va en busca de sugerencias en los escritos de Romano Guardini, uno de los fundadores del movimiento litúrgico. Guardini insistía en que la visión católica de la liturgia está unida a la creencia de que, a pesar de la fragilidad humana en la Iglesia -a veces muy evidente-, continúa estando presente en ella el Señor encarnado. Si no se cae en la cuenta de que en la Iglesia está Cristo en medio de nosotros, no puede haber verdadera liturgia. La liturgia, en efecto, no es la simple evocación del triunfo pascual, sino su misma presencia real y, por tanto, la participación al diálogo divino entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo».
La liturgia constituye pues una de las funciones esenciales de la Iglesia: la -alabanza al Padre en el Hijo por el Espíritu. Como hemos visto, la liturgia y la adoración requieren una prioridad absoluta. En una homilía pronunciada en 2001, en la abadía de Notre-Dame de Fontgombault, al hilo del episodio evangélico de Marta y María, recordaba el entonces cardenal que a veces en la Iglesia nos ocupamos más de las «cosas exteriores»: reuniones, comisiones, sínodos, discusiones, decisiones, papeles... Así, invitaba más bien a dirigirnos hacia lo esencial e interior. «Si la liturgia no tiene la dimensión de María, la dimensión -contemplativa, de estar sin más sentados a los pies del Señor, falta lo esencial; por el contrario, si la liturgia es de verdad, en este sentido, "marial", es decir, que sepa estar a los pies del Señor (...), entonces es cuando llega ese aire purificador que limpia este mundo. (...) Marta ofrece lo bueno, los dones que tiene en casa; y María le ofrece su escucha, su disponibilidad profunda y, al final, el Señor no sólo le da su Palabra, sino que se da él mismo. Esto es lo esencial de la liturgia: nosotros ofrecemos nuestros pobres dones y él nos ofrece el Don más -necesario: su Cuerpo y su Sangre; y con su Cuerpo y su Sangre, la vida eterna, el reino de Dios, la redención».
8. EUCARISTÍA E IGLESIA
Si volvemos atrás todavía unos años, a mitad del siglo XX, veremos que la cuestión de la Eucaristía en la Iglesia era para Ratzinger ya un tema importante. Las influencias intelectuales que recibía entonces el joven estudiante de teología en Munich venían también desde Francia. En 1938 Lubac había publicado Catolicismo, un ensayo sobre la dimensión social y universal de la Iglesia. Más adelante, en la obra titulada Corpus Mysticum (1949), el jesuita francés profundizaba en las relaciones entre Iglesia y Eucaristía. «La Iglesia y la Eucaristía se hacen la una a la otra todos los días: la idea de la Iglesia y la idea de la Eucaristía deben apoyarse y profundizarse recíprocamente, la una con la ayuda de la otra». (La Iglesia hace la Eucaristía, y viceversa: de aquí procede esa famosa frase). En estas obras se unen la dimensión social y salvadora con la eucarística: la una lleva a la otra, parecía decir el teólogo francés. En efecto, en 1947, Ratzinger leyó en Munich Catolicismo. Aspectos sociales del dogma de Henri de Lubac, así como otros de sus escritos. «Me sumergí en otras obras de Lubac -escribió-, y obtuve provecho sobre todo de la lectura de Corpus Mysticum, en la que se me abría un nuevo modo de entender la Eucaristía y la unidad de la Iglesia».
Tres años después, en 1950, terminaba sus estudios de teología y se preparaba para recibir el sacerdocio. «Después del examen final de los estudios teológicos, en el verano de 1950, me fue propuesto inesperadamente un encargo que trajo consigo una vez más un cambio de orientación de toda mi vida. En la facultad de teología era costumbre que cada año se propusiese un tema a concurso, cuyo desarrollo debía elaborarse en el espacio de nueve meses (...). El tema elegido por mi maestro (Gottlieb SShngen) fue: "Pueblo y casa de Dios en la enseñanza sobre la Iglesia en san Agustín". Puesto que en los años anteriores me había entregado asiduamente a la lectura de los Padres, y había frecuentado también un seminario de SShngen sobre san Agustín, pude lanzarme a la aventura» ". Así que parecía un tema escogido a su medida.
Años después, en 1978, Ratzinger hacía una valoración histórica de este trabajo. «Como se sabe, el periodo de entreguerras estuvo totalmente caracterizado por el redescubrimiento del concepto "Cuerpo místico de Cristo", como descripción teológica de la Iglesia. En la encíclica Mystici Corporis, publicada por Pío XII en 1943, este movimiento tuvo su coronamiento pero también, en cierto sentido, su conclusión. Al final de los años treinta se habían suscitado en la teología alemana una serie de críticas a la fijación exclusiva de la eclesiología en torno al concepto de Cuerpo místico (...); éste sirve para expresar la íntima _ unión que se da entre Cristo y los fieles, y no para (manifestar) la realidad visible, comunitaria de la Iglesia. Además, "Cuerpo místico" es una metáfora, mientras que la teología científica debe ir más allá de las imágenes para llegar al concepto. (...) Es sintomático el hecho de que la liturgia de la Iglesia (...) alude muy de vez en cuando a la expresión "Cuerpo de Cristo", mientras se refiere continuamente a "Pueblo de Dios"».
La influencia de Lubac en este planteamiento es indiscutible; el estudio supone todo un recorrido histórico por la patrística, con el fin de rastrear el concepto de «Pueblo de Dios» en los siglos III y IV, y de modo especial -como es lógico- en san Agustín. El doctorando alemán había estado en contacto antes -como hemos dicho- con la eclesiología eucarística de origen francés: «Ratzinger encuentra -comenta Nichols- lo que será el motivo central de su eclesiología: en realidad él es, junto con Henri de Lubac, uno de los primeros pensadores católicos que adoptaron una "eclesiología eucarística" completa, elaborada de modo sistemático» Como es bien sabido, en el periodo de entreguerras se había desarrollado una eclesiología espiritual (en Guardini o Gertrude von Le Fort, por ejemplo), dejando de lado los aspectos externos e institucionales de la Iglesia. Sin embargo, Ratzinger intenta elaborar una reflexión sobre la Eucaristía, donde se une lo más íntimo y lo más externo en la Iglesia. Esta eclesiología -sigue diciendo- tiene un tema central: «la unión en la Iglesia de lo interno y lo externo, de santidad y estructura visible -también en el gobierno-, unión que tiene como clave la Eucaristía». La Iglesia sería a la vez Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo de un modo místico, distinto a su presencia real en la Eucaristía. Pero la Eucaristía actuaría como elemento aglutinante, como sacramento de comunión dentro de la misma Iglesia.
La clave de la unidad en la Iglesia se encuentra en el mismo misterio eucarístico, tal como recordaba en un texto de 1969. «El contenido, el acontecimiento de la Eucaristía, es la unión de los cristianos a partir de su separación, para llegar a la unidad del único Pan y del único Cuerpo. La Eucaristía se entiende por tanto en sentido dinámico y eclesiológico. Es el acontecimiento vivo que hace a la Iglesia ser ella misma. La Iglesia es comunidad eucarística. Ésta no es simplemente un pueblo: constituida por muchos pueblos, se transforma en un solo pueblo gracias a una sola mesa, que el Señor ha preparado para todos nosotros. La Iglesia es, por así decirlo, una red de comunidades eucarísticas, y permanece siempre unida por medio de un único Cuerpo, el que comulgamos».
En las homilías sobre la Eucaristía pronunciadas en 1978 en la iglesia de san Miguel de Múnich (en la que se la proponía como centro de la vida cristiana), Ratzinger recordaba cómo Cristo se hace presente a su Iglesia en la celebración. «En la más humilde iglesia de un pueblo, cuando se celebra la Eucaristía se hace presente el completo misterio de la Iglesia, su centro vital: el Señor. (...) La celebración de la Eucaristía no es sólo un encuentro entre el cielo y la tierra, sino también encuentro entre la Iglesia de entonces y la de hoy, _entre la de aquí y la de allí». Llega así a las consecuencias prácticas. «Por eso, la Eucaristía sólo puede celebrarse correctamente, si se celebra con toda la Iglesia. A él lo tenemos, si lo tenemos con los demás. Y ya que en la Eucaristía se trata tan sólo de Cristo, precisamente por eso es el sacramento de la Iglesia». La Eucaristía es sacramento que crea unidad y que, a su vez, exige previamente una unidad para poder ser celebrada.
9. EL CENTRO DE LA IGLESIA
De igual modo, en una ponencia de 1984 titulada significativamente Communio, Ratzinger señalaba que el nexo de unión en la Iglesia tiene su fundamento en la encarnación y la Eucaristía, que produce como efecto la transformación personal y de toda la comunidad. «La Eucaristía no es simplemente un acontecimiento para dos, un diálogo entre Cristo y yo. La comunión eucarística tiende a la transformación de la propia vida. Ella abarca a toda la persona y crea un nuevo nosotros. La comunión con Cristo es también necesariamente la comunión con todos los suyos: con esto yo mismo seré parte de ese nuevo pan que él crea en la transubstanciación de toda la realidad».
La comunión eucarística nos llevará a la comunión con Cristo y con su Iglesia, para al final llegar a la misma comunión de todos con Dios. «La Eucaristía es nuestra participación en el acontecimiento pascual y, de esta forma, constituye la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. A partir de aquí se percibe la 'necesidad salvífica de la Eucaristía. La necesidad de la Eucaristía es idéntica á la necesidad de la Iglesia y viceversa. (...) Se puede acceder al misterio íntimo de la comunión entre Dios y el hombre en el sacramento del Cuerpo del Resucitado; y a la inversa, el misterio reclama así nuestro cuerpo y se transforma de nuevo en un cuerpo. La Iglesia, que ha sido edificada sobre el Cuerpo de Cristo, ha de ser también por su parte un cuerpo», el Cuerpo místico de Cristo.
La celebración y la comunión eucarística generan comunión eclesial. También en un artículo de 1986 titulado La eclesiología del Vaticano II, hace un breve recorrido histórico para recordar el origen de esta eclesiología eucarística: teología ortodoxa en el exilio, redescubrimiento católico del concepto paulino de Cuerpo místico de Cristo, Henri de Lubac, eclesiología de comunión. «Esta eclesiología de la communio ha llegado a ser el auténtico núcleo de la doctrina del Vaticano II sobre la Iglesia, el elemento nuevo y, al mismo tiempo, vinculado del todo a los orígenes que este concilio nos ha querido ofrecer».
La celebración eucarística se constituirá de este modo en el núcleo esencial y vivificador de la vida de la Iglesia. «Los Padres de la Iglesia pudieron decir, con una imagen muy hermosa, que la Iglesia ha nacido del costado abierto . del Señor, del que salió sangre y agua. Cuando afirmo que la última Cena es el principio de la Iglesia, digo en realidad lo mismo, aunque desde otro punto de vista. También esta fórmula significa que la Eucaristía une a los hombres entre sí y, no solamente entre sí, sino también con Cristo, y de este modo los hace Iglesia. Al mismo tiempo, con esto se da también la constitución fundamental de la Iglesia: la Iglesia vive en comunidades eucarísticas. Su Misa es su constitución (...). La Misa es la forma».
Así, la conclusión resulta clara: la Iglesia subsiste como liturgia y en la liturgia. «La Iglesia vive, en última instancia, de la Eucaristía, de esta presencia real del Señor que se le ofrece. Sin este encuentro -siempre nuevo- con él, se marchitaría sin remedio». Esta misma idea se repetía en una conferencia pronunciada en Brasil en 1990, siendo ya un experimentado prefecto. «Iglesia es Eucaristía. Esto implica que la Iglesia proviene de la muerte y la resurrección, pues las palabras sobre la donación del cuerpo habrían quedado vacías de no haber sido una anticipación del Sacrificio real de la cruz, lo mismo que su memoria en la celebración sacramental sería culto de muertos, y formaría parte de nuestro luto por la omnipotencia de la muerte, si la resurrección no hubiese transformado este cuerpo en "espíritu dador de vida" (1 Cor 15, 45). (...) Los Padres compendiaron dos aspectos -Eucaristía y reunión- en la palabra communio, que hoy vuelve a estar de nuevo en alza: Iglesia y comunión; ella es comunión de la Palabra y del Cuerpo de Cristo y, por tanto, comunión recíproca entre los hombres, quienes -en virtud de esta comunión que les lleva desde arriba y desde dentro a unirse- se convierten en un solo pueblo: es más, en un solo cuerpo».
Ratzinger sigue analizando la historia de la palabra. El problema de esta eclesiología eucarística -cultivada sobre todo por los teólogos ortodoxos- sería la explicación del primado de Pedro: se convertiría sobre todo en una eclesiología en torno al obispo y su Iglesia particular, y en parte a espaldas al primado. Además, se presenta también el problema de la idea protestante de la Iglesia como «comunidad de la Palabra». Hacía falta un término- sutil para hacer frente a estas dificultades. «Por eso el sínodo de 1985 ha destacado en la communio la idea-madre para la comprensión de la Iglesia y, en consecuencia, ha pedido que se profundice en la eclesiología eucarística, en la que las diversas funciones de papa, obispo, presbíteros y laicos son contempladas de nuevo en una visión de conjunto a partir del sacramento del Cuerpo del Señor. (...) La Iglesia es comunión, comunión con todo el Cuerpo de Cristo. En otras palabras: en la Eucaristía no se puede pretender en modo alguno comulgar exclusivamente con Jesús. Él mismo se ha dado un Cuerpo. El que comulga con él, comulga necesariamente con todos los hermanos, que se han convertido en miembros de un único cuerpo. Tal es el alcance del misterio de Cristo, que la communio contiene también la noción de catolicidad. O es católica, o no es en absoluto».
La Eucaristía está en el centro y crea comunión. A este respecto, concluía en 1997 de modo perentorio: «La Iglesia se hace en la Eucaristía; sí, la Iglesia es Eucaristía. Comulgar quiere decir llegar a ser Iglesia, porque significa llegar a ser un solo cuerpo con él. (...) El pan uno nos hace un solo cuerpo; la Iglesia no es otra cosa que la unidad de muchos en el único Cristo resultante de la comunión eucarística». El «comulgar con la Iglesia» nos debe llevar a comulgar el Cuerpo de Cristo. La comunión eucarística promueve la comunión eclesial. La Eucaristía aúna lo diverso en la unidad de la Iglesia.
Pero la Eucaristía no sólo crea la comunión necesaria en la Iglesia, sino que también promueve la misión y el crecimiento del Cuerpo de Cristo. «Hemos de entender la Eucaristía -si se entiende bien- como centro místico del cristianismo, en la que Dios, misteriosamente, sale de sí mismo una y otra vez y nos acoge en su abrazo. La Eucaristía es el cumplimiento de las palabras de promesa del primer día de la gran semana de Jesús: "Cuando sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí" Un 12, 32). (...) Ese núcleo es el que Teresa (de Liseux) llama sencillamente "corazón" y "amor" es la Eucaristía. (...) Como dice Teresa: si ese corazón no late, entonces los apóstoles no podrán evangelizar más, las religiosas no podrán curar ni consolar, los laicos no podrán conducir el mundo hacia el reino de Dios». De la Eucaristía fluyen energías que hacen posible toda la actividad de la Iglesia.
La Eucaristía genera vida y unidad. También en una meditación pronunciada a finales de los años setenta, recordaba el significado de la fiesta de la Eucaristía. «Cuando recuerdo el Corpus Christi me viene a la mente no sólo lo litúrgico, sino que de hecho es un día en el que cielo y tierra se mezclan. (...) La fiesta de la Iglesia conmemora el misterio de Cristo; pero, ya que Jesucristo estaba inmerso en la fe de Israel, estas fiestas tienen que ver también -como . las de los judíos- con los ciclos del año, con el tiempo de la siembra y de la cosecha». A este acercamiento a la tradición judía, añadía que la Eucaristía era el principal agente ecuménico y de comunión. «La unidad no se consigue mediante la polémica ni por medio de teorías científicas, sino con la irradiación de la alegría pascual. Ella nos lleva al núcleo del credo cristiano: Jesús ha resucitado; nos lleva al mismo centro de la humanidad, que espera esa alegría con toda la fuerza de su ser. Y así la alegría pascual está caracterizada como el elemento esencial del hecho ecuménico y misional. Por ella deberían apostar los cristianos y, en ella, deberían darse a conocer al mundo. Para eso existe el Corpus Christi. Y es éste el significado profundo de la expresión quantum potest tantum aude. utiliza todo el esplendor de la belleza cuando quieras expresar la alegría de todas las alegrías. El amor es más fuerte que la muerte; Dios está en . Jesucristo en medio de nosotros», al quedarse en la Eucaristía.
Por último, nos podría servir para concluir un nuevo recuerdo biográfico. Ratzinger evocaba la espiritualidad rústica y tradicional de los bávaros, al evocar la procesión de Corpus Christi en sus años de infancia: «Todavía siento el aroma que desprendían las alfombras de flores y el abedul fresco, los adornos en las ventanas de las casas, los cantos, los estandartes; todavía oigo los instrumentos de viento que aquel día en el pueblo se atrevían a más de lo que podían; y oigo el ruido de los cohetes con los que los niños expresaban su barroca alegría de vivir, pero con los que a la vez saludaban a Cristo en el pueblo como si fuera una autoridad venida de la ciudad, como a la autoridad suprema, como al Señor del mundo». Se proclamaba a Cristo como centro del mundo y de la historia. En cierto modo, la procesión del Corpus Christi se podría considerar como una alegoría de toda la Iglesia peregrina, con su inmensa variedad de vocaciones, dones y carismas, que camina por el mundo acompañando a Jesús-Eucaristía. Esta procesión en torno al principal de los sacramentos podría ser una buena imagen pare entender que la Eucaristía es fuente y centro de la Iglesia, alma de todo el mundo, tal como ha propuesto Ratzinger una y otra vez a lo largo de todos estos años.


PABLO BLANCO, Facultad de Teología, Universidad de Navarra, PAMPLONA, SCRIPTA THEOLOGICA 38 (2006/1) 103-130 (Texto sin notas)

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