lunes, 27 de diciembre de 2010

LA PARTICIPACIÓN EN LA SAGRADA LITURGIA


Introducción
            La idea de participación en la liturgia se apoya en unos principios doctrinales que, a su vez, tienen como fundamento la eclesiología católica. Ahora bien, si las actividades eclesiales se ordenan, según el concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 25; Christus Dominus, 12-16; Presbyterorum ordinis, 4-6), alrededor del anuncio de la palabra de Dios, de la celebración litúrgica y de las acciones referentes al gobierno pastoral del pueblo de Dios, sería erróneo considerar el aspecto activo de dichas actividades como si dependieran sólo de los ministros ordenados, mientras que, por su parte, la participación de los fieles sería únicamente pasiva. El esquema «dar-recibir» no se corresponde exactamente con la naturaleza profunda de la eclesiología católica, sino que constituye una simplificación excesiva de una realidad que es mucho más rica. Ciertamente, no se trata de negar en este caso el papel necesario e insustituible del ministerio de los obispos y de los presbíteros, sino de dar cuenta de la sana teología católica, tal como fue propuesta por el concilio Vaticano II.

            He aquí algunos textos que ilustran tal afirmación: «Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es “sacramento de unidad”, es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos. Por eso, pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso, según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual» (Sacrosanctum Concilium, 26).
            La conclusión lógica de las afirmaciones precedentes es que «siempre que los ritos, cada cual según su naturaleza propia, admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles, incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi priva da» (ib., 27).
            Y, más concretamente, «en las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas» (ib., 28).
            Es importante advertir que el vocabulario utilizado por el Concilio señala una preferencia por el empleo de la palabra celebración, expresión que subraya la dimensión eclesial y comunitaria de las acciones litúrgicas. En el nuevo Código de derecho canónico, se usa muy a menudo también la palabra celebración, sin excluir por ello el término administración de los sacramentos, una expresión que también vehicula conceptos importantes en el plano teológico en orden a una adecuada comprensión de la naturaleza y eficacia de los sacramentos. Así, nadie se puede extrañar que la palabra celebración haya adquirido una importancia muy especial en la catequesis litúrgica y en el vocabulario ordinario tanto de los sacerdotes como de los fieles.
            Prosigamos nuestra reflexión citando otros textos del concilio Vaticano II:
            «Con razón, entonces, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre; y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (ib., 7)

            «Realmente, en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa, la Iglesia, que invoca a su Señor y por él tributa culto al Padre eterno» (ib.).
            «En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacer dote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (ib.).
            Después de habernos referido a varios aspectos complementarios de la enseñanza de la constitución Sacrosanctum Concilium, es necesario evocar la doctrina del concilio Vaticano II sobre el sacerdocio común de los fieles, que, retomando un tema muy antiguo, explícita de modo excelente el fundamento de la participación de los fieles en la celebración litúrgica. Este es el texto capital de la constitución dogmática Lumen gentium:
            «Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hb 5, 1-5), ha hecho del nuevo pueblo “un reino de sacerdotes para Dios, su Padre” (Ap. 1, 6; cf. 5, 9-10). En efecto, los bautizados, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable (cf. 1 P 2, 4-10). Por tanto, todos los discípulos de Cristo, en oración continua y en alabanza a Dios (cf. Hch 2, 42-47), han de ofrecerse a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1}. Deben dar testimonio de Cristo en todas partes y han de dar razón de su esperanza de la vida eterna a quienes se la pidan (cf. 1 P 3, 15).
            «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque su diferencia sea esencial y no sólo de grado, están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. En efecto, el sacerdocio ministerial, por el poder sagrado de que goza, configura y dirige al pueblo sacerdotal, realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo. Los fieles, en cambio, participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real, y lo ejercen al recibir los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras» (n. 10).
            Por tanto, se debe considerar la vida cristiana como un himno de «alabanza a la gloria de la gracia de Dios» (Ef 1, 6. 12. 14), como una ofrenda de nosotros mismos a Dios, como víctimas vivas y santas, sabiendo lo que le agrada, lo que es perfecto (cf. Rm 12, 1 s). Pero esa alabanza adquiere su valor porque estamos incorporados a Cristo desde nuestro bautismo y la alabanza que él realizó en la cruz supone la nuestra o, en otros términos, nuestra alabanza se incorpora a la de Cristo precisamente por medio de la presencia renovada de su sacrificio, realizada una vez por todas (Hb 7, 27; 9, 12. 28; 10, 12. 14) en el Calvario. Se puede, por tanto, afirmar que, en este sentido, la vida cristiana es una vida sacerdotal, es decir, una vi da consagrada a la gloria de Dios, o también una «vida litúrgica», y ello no sólo durante la celebración del culto litúrgico propiamente dicho, sino también partiendo de dicho culto y viviéndolo como su cumbre (cf. Sacrosanctum Concilium, 10), una vida que se manifiesta en todas nuestras acciones, incluso en las que se refieren directamente a responsabilidades temporales o que llevan la huella de lo provisional o inacabado.

La participación

            Es, ciertamente, muy importante tener en cuenta las reflexiones anteriores para seguir profundizando en el tema de la participación en el marco de la liturgia.
            El texto más explícito del concilio Vaticano II sobre la participación de los fieles en la liturgia afirma lo siguiente:
            «Mas para asegurar esta plena eficacia es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz, y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano. Por esta razón, los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (Sacrosanctum Concilium, 11).
            Los tres adverbios usados por el texto conciliar derivan de los adjetivos «consciente», «activa» y «fructuosa», con los que se califica la participación de los fieles, pero el texto afirma que dichas características van más allá de la simple observancia de una celebración válida y lícita, puesto que tienen que ser las consecuencias de «una recta disposición de ánimo» y de su «colaboración con la gracia divina».
            Así, «tomar parte», «formar parte de un todo», «actuar», «incorporarse» y «poner en común» son expresiones que no se refieren sólo a aspectos exteriores, sino sobre todo y ante todo a actitudes internas y espirituales. Si no es así, es inevitable que la celebración litúrgica se convierta en una especie de espectáculo o, si se quiere, en una expresión de tipo folclórico, o incluso en un ritualismo vacío, o en un ejercicio gimnástico o coreográfico.
            Las disposiciones interiores requeridas para una participación fructuosa en la celebración de la liturgia corresponden fundamentalmente a las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.
            Si es verdad que, como dice san Pablo en tres ocasiones, «el justo vive de la fe» (Rm 1, 17; Hb 10, 2; Ga 3, 11), es evidente que la cumbre de la vida cristiana, que es la liturgia, no puede existir fuera de la luz de la fe y sin un espíritu de fe.
            Es verdad también que la fe cristiana, que es la virtud propia de nuestra condición de peregrinos, va acompañada necesariamente por la esperanza. La fe nos muestra el sentido de nuestra existencia de acá abajo, y los medios que debemos usar en este mundo para alcanzar la meta definitiva de nuestra vi da. La esperanza, por su lado, muy consciente de nuestras debilidades y de las heridas que el pecado ha dejado en nuestra alma, mira con confianza hacia el fin último de nuestra peregrinación, con la seguridad de poder llegar al mismo gracias a la ayuda de Dios, que es la única que nos puede introducir en una relación de «connaturalidad» con Dios, manantial del ser, de la salvación y de la vida bienaventurada.
            La fe y la esperanza normalmente deben desembocar en la caridad, que tiene por objeto de un modo inseparable, por una parte, a Dios en sí mismo y, por otra, al prójimo por el amor de Dios. Evidentemente, se trata a la vez del amor a Dios con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas y todo nuestro ser, y del amor a nuestros hermanos, según las características conmovedoras descritas por san Pablo (cf. 1 Co 13, 1-13).
            Otra disposición interior indispensable para una participación fructuosa en la liturgia se puede añadir a las tres virtudes teologales: la virtud de religión. Esta expresión «virtud de religión» significa el respeto profundo, la humilde adoración de Aquel que es tres veces santo y al que no somos dignos de acercarnos (cf. Ex 3, 1-6; 1 R 19, 9-13). Se puede afirmar que la virtud de religión es como «el alma» de la liturgia; de hecho,

aunque no se puede nunca olvidar que Dios es nuestro Padre, sin embargo es un Padre de inmensa majestad, es el Señor todopoderoso, es el Rey de eterna gloria.

La fe
            Volvamos ahora a la virtud teologal de la fe para profundizar en sus diversos aspectos. Es cierto que, al pertenecer las realidades divinas al misterio de la fe, sólo por la fe se puede tener acceso a las realidades invisibles a nuestros ojos de carne (cf. Hb, ll, 1) y tampoco se puede, sin la fe, llegar a la convicción de que todo lo que vemos procede de lo que no vemos (cf. Hb 11, 3). En efecto, la fe descubre lo invisible a través de lo visible, la fe trasciende las experiencias sensibles, y nos permite acceder al misterio; finalmente, es la fe la que nos posibilita percibir la significación eficaz de los gestos litúrgicos a lo largo de la historia de la salvación, pues la liturgia no es una construcción abstracta e intemporal, sino una celebración enraizada en los acontecimientos que constituyen el tejido de la realización del designio eterno de la salvación, tal como ha sido querido por el Padre, tal como se ha manifestado por el Verbo encarnado, y tal como sigue realizándose por la acción del Espíritu Santo en la Iglesia.

Los signos
            Abordemos ahora la cuestión específica de los signos litúrgicos. Es posible afirmar que, sin duda alguna, la razón de ser de los signos propios de la liturgia proviene de la naturaleza humana, considerada en su realidad a la vez corporal y espiritual; proviene también del misterio de la Encarnación, gracias al cual el acceso al Dios invisible se hace posible a través de la humanidad real de Jesucristo. En efecto, del mismo modo que la humanidad de Cristo es el instrumento de la acción salvífica del Verbo, los signos litúrgicos contienen y transmiten el poder salvífico de Dios; por ellos, la gracia de Dios se comunica o se intensifica en todos los que ya han recibido la justificación, la adopción divina y la incorporación a la Iglesia.
            Es cierto que la comprensión de los signos litúrgicos está incluida en la participación consciente y fructuosa en la liturgia; sin embargo, aunque dichos signos ejerzan, por su simple presencia, un papel pedagógico ante quienes, desde luego, los perciben con una con ciencia limitada desde el punto de vista de su contenido, no dejan de exigir la presencia de una mistagogia permanente y de una formación, basada en la catequesis litúrgica, que permitan tanto a los fieles como a los ministros progresar en el conocimiento del misterio que se celebra. Ello es especialmente importante cuando nos encontramos con un rito que no se celebra habitualmente, como por ejemplo unas ordenaciones o la dedicación de una nueva iglesia. Nada daña más a la participación espiritual de los fieles en una celebración litúrgica que la actitud demasiado apresurada o distraída del celebrante, así como la realización mecánica de los gestos litúrgicos por parte de este último.
            Hay tres palabras, sacadas de una oración tradicional, que resumen perfectamente la actitud que debería adoptar todo celebrante: «digna», «atenta», «devota», en la medida que el celebran te es en sí mismo un signo. En cuanto persona consagrada e instrumento de la acción de Cristo glorioso, que es el actor principal de las acciones sacramentales, el ministro ordenado, y también el fiel laico autorizado según las normas del derecho, debe dejar transparentar el misterio que se celebra, de tal modo que la comunidad pueda estar en condiciones de percibir que el ministro en cuestión no es ni un actor de teatro ni un funcionario, sino que es un creyente penetrado de la presencia inefable de Aquel que no puede verse con los ojos de la carne, pero que es más real que todo cuanto pertenece al universo de la experiencia sensorial.

            Una celebración litúrgica «digna», ante todo, debe estar impregnada por la belleza del lugar en el que se desarrolla, y de los objetos del culto que se emplean, aunque se trate de una belleza simple y esencial. Supone también la limpieza de los ornamentos litúrgicos y la calidad de los vasos sagrados. En cambio, si la celebración muestra un aspecto teatral, no puede considerarse como verdaderamente «digna»; en efecto, lejos de ser un espectáculo, una celebración litúrgica tiene una dimensión ante todo religiosa y espiritual. Finalmente, la noción de dignidad incluye la necesidad de acompañar las celebraciones con unos movimientos apropiados a la liturgia, es decir, que se realicen sin prisas, con una cierta lentitud y elegancia, pero sin afectación.
            Luego, una celebración litúrgica tiene que ser «atenta», lo que exige un esfuerzo particular por parte del celebrante para que, en la medida de lo posible, evite las distracciones, sobre todo las voluntarias. Este adjetivo: «atenta» permite insistir en la voluntad de concentrar su espíritu, lo que exige una disciplina de los sentidos para evitar dejarse distraer por los múltiples objetos que atraen la mirada y estorban la atención.
            La música no constituye evidentemente en sí misma un obstáculo para dicha atención, pues forma parte integrante de la participación del coro y de los fieles; sin embargo, se puede deplorar el que algunas piezas musicales, que acompañan ciertas celebraciones litúrgicas, no favorezcan la atención del celebrante y de los participantes. En efecto, hay géneros musicales, demasiado marcados por un estilo teatral, que ponen de manifiesto de modo excesivo las cualidades artísticas de los intérpretes, lo que tiene como efecto provocar lamentables distracciones en los que participan en la celebración litúrgica. Es deplorable que, en ciertos casos, la celebración de la santísima Eucaristía se perciba de algún modo como un elemento secundario en relación con la ejecución de una pieza de música célebre, que pone de relieve la calidad del compositor y el virtuosismo de los intérpretes. Es verdad que prácticas de ese tipo no contribuyen a reforzar el sentido religioso y el recogimiento, y conviene advertir, sobre esto, que, al contrario, el uso del canto gregoriano y de la polifonía de gran calidad, que están al servicio de la liturgia, no conllevan ese tipo de consecuencias especialmente nefastas.
            La «atención» postula también el silencio, es decir, ante todo ciertamente el «silencio interior», o, si se quiere, un corazón pacificado y en calma, lo que implica evidentemente el silencio exterior. Las charlas y los comentarios de los concelebrantes entre sí, o con los otros ministros que se sientan no lejos de ellos, son el signo de un espíritu indisciplinado, y constituyen un mal ejemplo para los fieles. Al contrario, la atención requerida durante una celebración litúrgica exige, como condición previa, una preparación cuidadosa de dicha celebración, para que se desarrolle de modo ordenado, sin dar la impresión de que sus varios elementos se dejan a la improvisación.
            Finalmente, la celebración tiene que ser «devota», lo que significa una actitud llena de respeto, de amor a Dios, de sentido religioso y de atención hacia lo «único necesario» (Lc 10, 42). El adjetivo «devoto» puede ilustrarse con la palabra «piadoso». Es posible definir el término «devoto» del modo siguiente: «una persona devota es alguien que es consciente de que su vida no tiene sentido alguno si no está vinculada íntimamente con Dios», o, en otros términos, es la actitud de quien quiere vivir de un modo totalmente coherente con su consagración bautismal, y siguiendo el programa que san Pablo resumió en pocas palabras: «Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así pues, tanto si vivimos como si morimos, somos del Señor» (Rm 14, 8). Lo cual significa que una persona devota está «totalmente dedicada al Señor».
            El que participa en una acción litúrgica no debería entrar sin transición en la celebración sagrada, pasando de sus ocupaciones profanas, por más respetables y buenas que sean, a

la oración comunitaria. Es necesario respetar cierto lapso de tiempo, aunque sea breve, que debe estar marcado por el silencio, el recogimiento y la oración. Un ejemplo impresionante, al respecto, es el de los monjes que, antes de entrar en la iglesia del monasterio para celebrar el Oficio divino —llamado también Liturgia de las Horas— están de pie y en silencio en el claustro, para recoger su espíritu antes de entregarse a la salmodia. La misma finalidad persiguen las oraciones que el celebrante recita al revestirse los ornamentos, antes del comienzo de la celebración.
            En conclusión, se puede afirmar que las reflexiones que hemos formulado provienen de la primera de las disposiciones que se requieren para una participación auténtica en la celebración litúrgica: se trata de la fe, que descubre las diversas significaciones, muy ricas, de los signos litúrgicos; la fe, que es la única que permite al ministro ordenado desempeñar su papel sagrado de instrumento de Cristo y de servidor de su cuerpo, que es la santa Iglesia.

La gracia de Dios
            Es indispensable estudiar ahora otro elemento esencial de la participación plena en la celebración litúrgica: se trata de la gracia de Dios o, más exactamente, del estado de gracia.
            La participación en las acciones litúrgicas tiene corno fin, o bien la obtención de la gracia que todavía no se posee (es el caso del bautismo de los niños, y del acceso al sacramento de la penitencia por parte de quienes están en estado de pecado), o bien el refuerzo de la gracia en aquellos que están ya justificados. La gracia es la expresión concreta de la salvación, el fruto de la redención y la prenda de la gloria que nos espera en el reino de los cielos.
            El hecho de estar presente en una acción litúrgica en estado de pecado mortal, y sin tener por lo menos un deseo de conversión, no constituye una verdadera participación, aunque la persona en cuestión participe en los movimientos, los cantos, las aclamaciones u otros actos, durante la celebración, puesto que, en tal caso, dicha persona carece de la orientación fundamental hacia Dios y hacia su gloria, que constituye el alma de la liturgia. Ello no significa que haya que excluir de la celebración a quienes no tienen la disposición interior requerida, pues puede ser que una presencia que no posee todas las condiciones para ser calificada de verdadera participación constituya, sin embargo, un instrumento de la gracia actual, que conduzca a la persona en cuestión a la conversión. Pero hay que excluir de los ministerios que intervienen durante la celebración a las personas cuyo estado público de pecado es conocido, pues, en el caso contrario, serían unos antitestimonios, que provocarían el escándalo y la confusión entre los fieles. Ciertamente, la valoración de los diferentes casos concretos requiere una gran prudencia pastoral, así como un modo de actuar lleno de delicadeza, pero conviene no atenuar jamás las exigencias que están incluidas en los principios determinados por la moral y el derecho de la Iglesia.

Los actos exteriores de participación
            En nuestros días, en ciertos ambientes poco ilustrados y que, más aún, no han sido formados en la escuela de la buena teología, se considera que la «participación» equivale únicamente a la expresión de ciertas actitudes corporales. Es verdad que estas constituyen expresiones de la participación, pero nunca se debe olvidar que son expresiones exteriores de la participación interior. En otros términos, se puede decir que estos elementos son la parte «material» y visible de la participación, mientras que el elemento «formal» en el sentido fuerte del término, es decir esencial e invisible, está

constituido por las virtudes teologales —la fe, la esperanza y la caridad—, por la virtud de religión y por el estado de gracia; pero es este último el único que establece a la criatura humana en un estado de consagración a la gloria de Dios, sobre la base de la coherencia entre la fe que se profesa y el amor a Dios y al prójimo que se vive de una manera concreta en todas las opciones de la existencia.
            El concilio Vaticano II indica cierto número de elementos destinados a promover la participación activa; ofrecemos su lista. Sin embargo, antes de citarlos conviene hacer una observación importante: dichos elementos no constituyen, por sí mismos y en sí mismos, la participación litúrgica; no hacen más que expresarla, y la favorecen. En efecto, hay que recordar siempre que la participación que se puede calificar de «substancial» proviene de los elementos que hemos presentado, en las reflexiones anteriores, como «elementos formales».
            He aquí el texto del concilio Vaticano II: «Para promover la participación activa, se fomentarán las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos y también las acciones o gestos y las posturas corporales. Guárdese, además, a su debido tiempo, un silencio sagrado. En la revisión de los libros litúrgicos, téngase muy en cuenta que en las rúbricas esté prevista también la participación de los fieles» (Sacrosanctum Concilium, 30 y 31).
            Ciertamente, no hay que despreciar los elementos exteriores de la participación que se citan en el texto conciliar, puesto que la persona humana, cuya naturaleza es a la vez espiritual y corporal, tiene necesidad de las expresiones sensibles. Además, los elementos exteriores contribuyen a reforzar las actitudes interiores. Finalmente, puesto que el hombre tiene una naturaleza que lo conduce a vivir en sociedad, necesita las expresiones sensibles para ayudarlo a vivir esa experiencia de vida comunitaria y manifestar en el culto común una realidad social, y no sólo individual. Por ello, es absolutamente imposible imaginar un culto católico desprovisto de elementos sensibles. Más aún, si se intentara eliminar de dicho culto expresiones tan connaturales a la naturaleza humana, ello tendría como efecto amputarle una parte esencial de lo que es por naturaleza. Tampoco es justo imponer de un modo excesivo y desproporcionado ciertas expresiones exteriores, con el riesgo de hacer de la celebración litúrgica una sucesión de gestos realizados de un modo mecánico y, por tanto, de algún modo sin alma. Hay que comprender, al respecto, que situaciones subjetivas diferentes pueden conducir a algunas personas a no adoptar una actitud rigurosamente uniforme en un momento bien determinado, pero ello no equivale a un alejamiento en relación a lo que antes hemos calificado de «participación formal». Sería, pues, un error pensar que, puesto que no se respeta rigurosamente un determinado acto exterior, la persona en cuestión no posee las disposiciones requeridas para una participación real y auténtica. De hecho, puede pasar, por desgracia, que ciertos actores de la liturgia, que realizan con una gran minuciosidad y una disciplina rigurosa los actos exteriores, exigidos por las rúbricas, en realidad permanecen bastante alejados de la verdadera participación interior.

Los ministerios
            El número 30 de la Constitución Sacrosanctum Concilium, citado en el apartado anterior, registra las formas de participación «comunes» al conjunto del pueblo de Dios. Sin embargo, hay también unas formas especiales de participación, en el sentido de que no constituyen una necesidad para todos los fieles y no suponen el ejercicio de un «derecho» propiamente dicho; en cambio, presuponen ciertas cualidades, incluso una llamada explícita por parte de quien ejerce la responsabilidad del buen orden de la

celebración litúrgica. El principio general establecido por la constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium es que «en las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas» (n. 28).
            Entre los distintos ministerios litúrgicos, conviene citar todas las funciones que corresponden a aquellos que, por la ordenación sacramental, pertenecen al clero: los obispos, los presbíteros y los diáconos. Lo propio de dichos ministerios ordenados es «estructurar» la Iglesia, cuerpo visible de Cristo, don de la jerarquía sagrada es a la vez el signo de la salvación, que viene de lo alto, como un don gratuito, y también el instrumento de la acción salvífica, cuya fuente primera es el Señor Jesús, Pontífice único de la nueva Alianza, que ejerce su papel mediador por medio de los ministros ordenados. Dichos ministerios son tan necesarios, que san Ignacio de Antioquía declara que sin obispo ni presbíteros ni diáconos no se puede hablar de Iglesia (cf. A los Tralianos).
            Sin embargo, existen otros ministerios no ordenados que contribuyen a la dignidad de la celebración litúrgica.
            Podemos citar a los lectores, que están encargados de leer las lecturas de la sagrada Escritura, excepto el Evangelio. El lector puede ser «instituido» (en tal caso, se trata entonces necesariamente de un varón [Código de derecho canónico, c. 230, § 1), o solamente «bendecido», o también simplemente llamado para una celebración determinada. El cargo de lector no es una señal de honor e, igualmente, no constituye una especie de reconocimiento oficial de los presuntos méritos de una persona, sino que es ante todo y únicamente un servicio que toma en consideración el bien del pueblo de Dios, que participa en las celebraciones. Importa que el lector sea una persona honorable, que muestre un estatuto eclesial irreprochable, dotado de buena reputación y que, además, sea capaz de leer bien, es decir, de un modo distinto y con elocución clara, que permita al pueblo comprender la articulación de las frases del texto sagrado. De modo que una persona muy piadosa y respetable que no sea capaz de leer, es decir, de hacerse entender por el pueblo que participa en la celebración, no tiene que ser llamada al ministerio de lector. Los «acólitos» (o «monaguillos») pueden ser también «instituidos» (se trata entonces de adultos y de varones [Código de derecho canónico, c. 230, § 1), «bendecidos», o simplemente llamados a prestar el servicio del altar de un modo ocasional o más o menos permanente. Tienen necesidad de recibir una formación adecuada para poder desempeñar sus funciones con dignidad, es decir, sin cometer errores que perjudicarían necesariamente la calidad y la armonía de la celebración. Corresponde al obispo diocesano auto rizar, por razones particulares, que personas de sexo femenino ejerzan de modo excepcional dicho ministerio, teniendo en cuenta, la preferencia otorgada tradicionalmente por la Iglesia a los hombres y a los muchachos
            La música forma parte integrante de las celebraciones litúrgicas; por ello, desde hace siglos, el papel de la schola cantorum es reconocido por la Iglesia; se encarga de interpretar ciertas piezas de música litúrgica. Sin embargo, hay que destacar al respecto que sería un abuso conceder a la schola cantorum una intervención tal que suprimiera la participación del pueblo en el canto en la celebración litúrgica. Sería peor todavía si los miembros de la schola actuaran para atraer la atención sobre ellos mismos en detrimento de la acción litúrgica, en lugar de mantenerse en su papel, que consiste en ser una ayuda destinada a reforzar el espíritu religioso de los participantes en las celebraciones litúrgicas. Hay que notar que el papel propio de la schola cantorum es reconocido por la constitución sobre la liturgia como un verdadero ministerio cultual (cf. Sacrosanctum Concilium, 29).

            La falta de ministros ordenados para la distribución de la sagrada Comunión justifica el servicio de ministros extraordinarios de la distribución de la sagrada Eucaristía. Dichos ministros pueden ser constituidos de un modo estable, o bien ser llamados en un caso imprevisto. Se trata de un ministerio de suplencia y en ningún caso de una especie de «promoción» del laicado.
            La insuficiencia del número de presbíteros o de diáconos para la celebración del sacramento del bautismo puede conducir al obispo a autorizar a laicos a ser ministros extraordinarios de dicho sacramento (cf. Código de derecho canónico, c. 230, § 3)2. Por la misma razón, el obispo puede designar a laicos como testigos cualificados para la celebración canónica del matrimonio (ib., c. 1112) puede también dar autorización a laicos para presidir el culto dominical en ausencia del presbítero (c. 1248, § 2; Congregación para el culto divino, Directorio para las celebraciones dominicales en ausencia de presbíteros Christi Ecclesia, 10 de junio de 1988, Preliminares, cf. Notitiae 263 [ 366-378) o para presidir las exequias (cf. Ordo Exsequiarum, praenotan da, n. 19).
            Entre los ministerios que ayudan a los ministros ordenados durante la celebración litúrgica, sobre todo la de la santísima Eucaristía, conviene citar al «maestro de ceremonias» encargado de procurar que la celebración se desarrolle de manera ordenada y que cada uno de los ministros ejerza exactamente su papel. Dicho cargo no está estrictamente reservado a un ministro ordenado, presbítero o diácono, aunque conviene que se escoja al maestro de ceremonias entre los mismos.
            Finalmente, no hay que olvidar al «comentador», quien, por medio de indicaciones muy breves y discretas, ayuda a la comunidad a comprender las diferentes partes de la celebración litúrgica. Es obvio que el comentador tiene que conocer perfectamente el sentido de los textos litúrgicos, lo que supone que ha recibido una formación de gran calidad, pues no, debe dar interpretaciones arbitrarias o fantasiosas de los ritos que se celebran, sino referirse únicamente a los textos y a los gestos litúrgicos aprobados por la Iglesia. El lugar donde el comentador ejerce su ministerio no es el ambón, o lugar del anuncio de la Palabra, sino otro sitio discreto y apropiado.
            Es evidente que todas las personas que participan en la celebración litúrgica ejerciendo un «ministerio» de ese tipo deben prepararse cuidadosamente, tanto desde el punto de vista espiritual como litúrgico, tanto en el nivel de los conocimientos propiamente dichos de las normas que rigen las ceremonias, como de los que permiten llevar a cabo una celebración ordenada e impregna da de espíritu religioso.
            Conviene insistir otra vez en que los ministerios de suplencia sólo deben ejercerse en ausencia de ministros ordenados, o bien cuando estos no cuentan con el número suficiente para llevar a buen término una celebración en un lapso de tiempo razonable. Por tanto, es indispensable tener muy presente la instrucción interdicasterial Ecclesiae de mysterio sobre la colaboración de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes, del 15 de agosto de 1997 (cf. AAS 89 [852-877).

Conclusión
            La liturgia tiene una dimensión «ascendente», pues verdaderamente hace subir hacia la majestad de Dios la alabanza que le es debida como Creador y como Redentor. Esa alabanza de toda la Iglesia, cabeza y cuerpo, es a la vez personal y comunitaria: ciertamente, compromete a cada fiel, pero al mismo tiempo cada fiel forma parte del Cuerpo místico de Cristo, y puesto que el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, tiene una estructura establecida por el mismo Cristo, su divino fundador, la alabanza litúrgica está presidida por aquellos que, estando insertados en la sucesión apostólica por la

ordenación sacramental, pueden actuar in persona Christi. Ahora bien, la cumbre de esa dimensión ascendente se sitúa en la celebración del sacrificio eucarístico. Sin embargo, es verdad que la liturgia tiene también una dimensión «descendente», ya que es a través de las celebraciones, y de modo particular la de los sacramentos, como la salvación llega a los hombres por la gracia santificante y todos los dones que la acompañan. Dios, en su designio eterno de salvación respecto de la humanidad, ha querido que unos actos visibles sean portadores de la gracia invisible. Tales actos, aunque estén destinados a la santificación de la persona, adoptan la forma de las celebraciones litúrgicas en el seno de la comunidad de los creyentes, que expresa la realidad eclesial concreta.
            Llegados al fin de esta reflexión, nos parece muy oportuno retornar al texto inicial de la constitución del concilio Vaticano II sobre la sagrada liturgia. Es este:
           «La liturgia, por cuyo medio se ejerce la obra de nuestra redención, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás, el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia. Es característico de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (Sacrosanctum Concilium, 2).
            El tema de la participación en la celebración litúrgica nos hace verdaderamente tocar con el dedo el misterio de la salvación, la economía admirable a través de la cual el Padre misericordioso, por medio de su Verbo encarnado, nos revela su designio y lo realiza por la fuerza del Espíritu Santo, que renueva todas las cosas.

NOTAS
            1 La carta circular de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos a los presidentes de las Conferencias episcopales, del 15 de marzo de 1994 (cf. Notitiae 39 [ 333-335), en aplicación de la respuesta del Consejo pontificio para la interpretación de los textos legislativos a pro pósito de la interpretación auténtica del canon 230, § 2, del Código de derecho canónico (las funciones litúrgicas que los laicos, hombres y mujeres, pueden desempeñar según el c. 230, § 2, ¿comprenden también el servicio al altar? Affirmative et iuxta instructiones a Sede Apostolica dandas: cf. AAS 86 [ 541), establece que corresponde a cada obispo en su diócesis, después de haber oído la opinión de la Conferencia episcopal, emitir un juicio prudencial sobre lo que conviene hacer para un desarrollo armonioso de la vida litúrgica en su propia diócesis. Además, la obligación de seguir favoreciendo el servicio del altar confiado a niños y mu chachos, que ha permitido fomentar las vocaciones sacerdotales, persistirá siempre. En una carta del 27 de julio de 2001 (cf. Notitiae 421-422 [ 397-399), la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos precisa, por un lado, que la libertad del obispo diocesano no puede estar condicionada por las eventuales decisiones de los obispos limítrofes en favor del servicio del altar por parte de las mujeres, y por otro lado, que la eventual autorización del obispo tiene siempre que dejar la posibilidad a los sacerdotes de la diócesis de no recurrir más que a grupos de monaguillos compuestos única mente por niños o muchachos, debido a la obligación contenida en la carta cita da de 1994 acerca del fomento de las vocaciones sacerdotales.
            2 La instrucción interdicasterial Ecclesiae de mysterio, del 15 de agosto de 1997 (Disposiciones prácticas, art. 11), precisa que hay que vigilar las interpretaciones demasiado laxas y evitar con ceder tal facultad de forma habitual. Así, por ejemplo, a la

ausencia o al impedimento que hacen lícita la destinación de fieles no ordenados a administrar el bautismo, no se puede asimilar el trabajo excesivo por parte del ministro ordinario, ni el hecho de que no resida en el territorio de la parroquia, ni tampoco su indisponibilidad en el día previsto por la familia. Ninguna de tales razones constituye un motivo suficiente (cf. AAS 89 [874).
            El canon 1112 exige una opinión favorable de la Conferencia episcopal y la autorización de la Santa Sede. En Francia, esa posibilidad de delegar a laicos no existe.
            La instrucción interdicasterial Ecclesiae de mysterio (Disposiciones prácticas, art. 7), precisa que el fiel no ordenado que guía ese tipo de celebraciones debe tener un mandato especial por parte del obispo, que procurará dar las indicaciones oportunas relativas a duración, lugar, condiciones y al presbítero que se responsabiliza de ello. Además, esas celebraciones, cuyos textos tienen que ser siempre los aprobados por la autoridad eclesiástica, constituyen siempre soluciones temporales. Está prohibido intercalar elementos propios de la liturgia del sacrificio, sobre todo la «Plegaria eucarística», incluso en forma narrativa. También hay que repetir siempre a los participantes que dichas celebraciones no sustituyen el sacrificio eucarístico y que sólo se cumple con el precepto de santificar las fiestas participando en la misa, sin perjuicio de participar en una celebración dominical en ausencia de presbítero, cuando la participación en el santo sacrificio no es posible. En los casos en los que las distancias y las condiciones físicas lo permiten, hay que animar y ayudar a los fieles a que hagan lo posible para cumplir el precepto (cf. AAS 89 [869-870).
            La instrucción interdicasterial Ecclesiae de mysterio (Disposiciones prácticas, art. 12) recuerda que dicha posibilidad sólo se da en el caso de una verdadera falta de ministros ordenados. Además, dado que, en las circunstancias actuales de creciente descristianización y de alejamiento de la práctica religiosa, las exequias pueden a veces ser una de las ocasiones pastorales más oportunas para permitir a los ministros ordenados encontrarse directamente con los fieles que no practican habitualmente, es deseable, incluso al precio de algunos sacrificios (cum magna deditione), que los presbíteros y los diáconos presidan personalmente los ritos funerarios (cf. AAS 89 [874).

Card. Jorge A. Medina Estévez
(Nº 26 L´OSSERVATORE ROMANO 2004)

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