viernes, 18 de marzo de 2011

IMÁGENES LITÚRGICAS

Se pueden distinguir dos tipos de imágenes litúrgicas: Las alusivas a los ritos o a los sacramentos, pero que no están en contacto directo con ellos, y las que -aunque con un sujeto no específicamente alusivo al rito- insertadas en el lugar de la celebración, contribuyen a plasmar la percepción del misterio de parte del pueblo Dios.  
En la primera categoría se sitúan imágenes emblemáticas (representaciones del agua, el Espíritu Santo, las espigas de grano, el cáliz), como las usadas en las catacumbas, que se usan, por ejemplo, para la primera comunión y las consagraciones episcopales, que sirven para evocar el Bautismo, la Confirmación, la Eucaristía o el Orden Sagrado. En la segunda están las imágenes relacionadas con Cristo, María y los santos que -colocadas cerca de la fuente bautismal o del altar- acentúan uno o más aspectos del sacramento en objeto. La figura del Pantocrator, por ejemplo enfatiza el fondo escatológico de la Eucaristía: la futura gloria a la cual el banquete eucarístico invita. En manera análoga, las representaciones de María con el niño en brazos, en innumerables retablos del medioevo invitan a leer la Eucaristía en relación a la Encarnación, y la presencia de santos junto a Cristo y a María aluden a la Eucaristía como experiencia de la communio sanctorum. Representaciones de la última cena, crucifixiones, deposiciones y sepulturas en proximidad del altar subrayan el elemento teológico del sacrificio. Una clase de imágenes particulares es constituida por pinturas en refectorios de comunidades religiosas, generalmente representando la última cena, que sugieren una extensión del misterio eucarístico a toda la vida del consagrado.
En el arte de la Iglesia latina, la iconografía y el estilo de las imágenes cambia notablemente en relación a la evolución de la espiritualidad a lo largo de los siglos. Formas simbólicas como la cruz o el octágono de las fuente bautismales paleocristianas, y los sujetos tipológicos como el sacrifico de Abel, Abraham o Melquisedec, que encontramos en los mosaicos de Ravena del siglo VI, son un eco de la catequesis mistagógica de la era patrística; sujetos narrativos como la natividad, la crucifixión y la deposición, que encontramos en el medioevo en adelante, están relacionados con la lectura dramática de los ritos desarrollados por Amalario de Metz, Onorio de Autún, Sicardo de Cremona, Durando, y a la espiritualidad afectiva de fines del medioevo. Sujetos visionarios como la Misa de San Gregorio Magno o la adoración de la ostia, reflejan el clima de misticismo popular de la devoción y serán privilegiados en la reafirmación tridentina de la tradición sacramental católica.
En relación al estilo, el fundamental desarrollo de la Iglesia de occidente del siglo XIII en adelante consiste en un gradual abandono de formas simbólicas codificadas en ámbito bizantino para reapropiarse del naturalismo tardo antiguo, el cual a su vez condiciona la percepción europea de los sacramentos y sobretodo de la Eucaristía. A partir de Giotto, la creciente capacidad de los artistas de proyectar la tridimensionalidad del cuerpo y su estructura anatómica, crean en trono a la fuente bautismal y al altar un fondo “de encarnación” siempre mas creíble, siempre más conmovente.
El realismo del arte europeo no implica una reducción de los contenidos mistéricos de los signos, sino al contrario, acentúa la tensión típicamente sacramental entre signo y realidad. Insiste sobre la evidente discrepancia entre lo que vemos en los ritos -agua, aceite, pan y vino- y la realidad salvífica hecha presente por estos signos, en el caso de la Eucaristía, Cristo en la corporeidad recibida de María y compartida con los hombres y mujeres llamados a la santidad mediante específicos actos de donación voluntaria.  Así en el naturalismo anatómico y psicológico de un retablo como el bautismo de Cristo de Piero della Francesca, el cuerpo blanco del Salvador se transforma él mismo en signo de potencial humano de ponerse como ofrenda; cuando se ve durante la Misa, en el momento que es elevada la ostia, invita a una comprensión del misterio eucarístico puesta en el empeño y la donación total. El fuerte desarrollo de la expresión de solidaridad asistencial en la Iglesia latina del tardo medioevo en adelante se lee en relación a esta visualización de la corporeidad en el ámbito de la celebración eucarística.
En manera análoga, el ilusionismo espacial hecho posible por una realización de la perspectiva pictórica a inicios del siglo XV transforma el retablo en ventana a un mundo reconocible, alcanzable y de algún modo extensivo con el del creyente: un mundo cuya belleza se transforma en metáfora y prolepsis del cosmos renovado.
La aplicación de la perspectiva a los tabernáculos eucarísticos del cuatrocientos toscano puede servir para explicar la relación del nuevo medio con la liturgia. Típicamente las líneas de la perspectiva definen la arquitectura de una pequeña capilla, en el fondo de la cual la vista encuentra la puerta del tabernáculo, por lo general con la imagen de Cristo que derrama sangre del costado del cáliz. Así el lugar eucarístico no solo es focalizado, sino que también identificado como meta última de una búsqueda, limen de la experiencia sensorial y racional, más allá de la cual habita el misterio. El acercamiento espacial refuerza la percepción de un misterio presente en el espacio y en el tiempo humano.
Similar acentuación iconográfica y estilística configuran una relación -entre la celebración sacramental y la obra de arte que acompaña- análogo a la subsistente, en la Liturgia de las Horas (oficiada cotidianamente por los clérigos), entre un salmo y la antífona que le anticipa. El texto del salmo no cambia, porque es Palabra de Dios, Escritura canónica; pero la particular coloración que le es dada -la clave hermenéutica que es sugerida por la antífona- varía según el tiempo litúrgico o la situación particular. Análogamente, la estructura de la Misa es siempre la misma, pero el fondo visivo sobre el cual ella es celebrada cambia según el significado del lugar, la sensibilidad del ambiente cultural, los énfasis del momento histórico.
Entre los pecados de omisión de la teología reciente está la desatención a este marco creativo recibido por la tradición. Las antífonas son generalmente bellas poesías, y los retablos ofrecen un testimonio elocuente de la fe vivida. Porque ninguno es capaz de  captar la integridad del misterio de una sola vez, el alternarse de las fiestas y de las lecturas del ciclo litúrgico son necesariamente complementarias. La misa celebrada de frente al bautismo de Cristo de Piero della Francesca, y la que hoy se celebra en la catedral de Pádova delante del Resucitado en cruz de Giuliano Vangi, comunican dimensiones diversas –una y la otra son validas y fundamentales- de un misterio que trasciende infinitamente el intelecto humano.

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