sábado, 18 de mayo de 2013

CÁNTICOS DE LITURGIA DE LAS HORAS DEL APOCALIPSIS DE SAN JUAN

Las bodas del Cordero (19, 1-2. 5-7)

«La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios,
porque sus juicios son verdaderos y justos.
Alabad al Señor, sus siervos todos,
los que le teméis, pequeños y grandes.
Aleluya.
Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo,
alegrémonos y gocemos y démosle gracias.
Llegó la boda del Cordero,
su esposa se ha embellecido».


Del texto del capítulo 19, la liturgia selecciona solamente algunos versículos. Este cántico es entonado en el cielo por una «inmensa muchedumbre»: es como el canto de un gran coro que entonan todos los elegidos, celebrando al Señor con alegría y júbilo. Este es el canto triunfal del cielo. Canto de júbilo que acompaña la caída de Babilonia, la metrópolis del Anticristo. Los santos de la Iglesia entera son invitados a las bodas del Cordero.

Este himno lleva intercalado el «aleluya», palabra de origen hebreo que significa «alabad al Señor» y que curiosamente dentro del Nuevo Testamento sólo aparece en este pasaje del Apocalipsis, donde se repite cinco veces.
Detrás de estas gozosas invocaciones de aleluyas se halla la lamentación dramática entonada en el capítulo anterior por los reyes, los mercaderes y los navegantes ante la caída de la Babilonia imperial, la ciudad de la malicia y la opresión, símbolo de la persecución desencadenada contra la Iglesia.
Las diferentes aclamaciones se ponen en labios de personajes diversos. Ante todo, encontramos una «multitud inmensa», constituida por la asamblea de los ángeles y los santos (1-3). Luego, se distingue la voz de los «veinticuatro ancianos» y de los «cuatro vivientes», figuras simbólicas que parecen los sacerdotes de esta liturgia celestial de alabanza y acción de gracias (4). Por último, se eleva la voz de un solista (5), el cual, a su vez, implica en el canto a la «multitud inmensa» de la que se había partido (6-7).
La intervención de Dios en la historia es decisiva: «La salvación, la gloria y el poder son de nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos» (1-2). El Señor no es indiferente, como un emperador impasible y aislado, ante las vicisitudes humanas. Como dice el salmista, «el Señor tiene su trono en el cielo: sus ojos están observando, sus pupilas examinan a los hombres» (Sal 10,4). Su mirada es fuente de acción, porque él interviene y destruye los imperios prepotentes y opresores, abate a los orgullosos que lo desafían, juzga a los que realizan el mal.
Nuestra oración, entonces, sobre todo debe invocar y ensalzar la acción divina, la justicia eficaz del Señor, su gloria, obtenida con el triunfo sobre el mal. La Iglesia de Dios en la tierra exulta y da gracias sobre todo porque al fin Dios despeja en su juicio lo que había sido obstáculo para la plena manifestación de su soberanía en la tierra.
Dios se hace presente en la historia, poniéndose de parte de los justos y de las víctimas, precisamente como declara la breve y esencial aclamación del Apocalipsis, y como a menudo se repite en el canto de los salmos (cf. Sal 145,6-9).
Manifestar la llegada de las bodas del cordero quiere decir que se percibe el cumplimiento de la promesa de la segunda venida del Señor. La expresión “llegó la boda del Cordero” se refiere al momento supremo de la intimidad entre la creatura y el creador, en la alegría y en la paz de la salvación. Encuentro nupcial entre el Cordero y la esposa purificada y transfigurada, que es la humanidad redimida. El Señor viene para recoger a su Iglesia del destierro y conducirla a su gloria. Cuando la Iglesia en la tierra se haya reunido con Cristo, entonces se habrá alcanzado plenamente la meta de su obra redentora.

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