viernes, 23 de marzo de 2012

LA EUCARISTÍA EN LA ANALOGÍA DE LOS MISTERIOS

Un principio metodológico útil de la teología es el de la «analogia mysteriorum» o el de la «connexio mysteriorum», es decir, el estudio de la relación entre los misterios y, en consecuencia, el vínculo entre la teología eucarística y los otros tratados teológicos. He aquí, pues, una breve síntesis que ayude a comprender, ya desde el comienzo, el sentido de unidad de la teología en torno a la Eucaristía.
Con la teología trinitaria. Son muchas las relaciones de la Eucaristía con la Trinidad. Es el don del Padre, la presencia del Verbo encarnado, muerto y resucitado, la efusión del Espíritu Santo. En la celebración litúrgica, la plegaria eucarística expresa, con toda su riqueza, el dinamismo trinitario descendente y ascendente de la historia de la salvación que culmina y se hace presente en la Eucaristía. Es un misterio que lleva en sí una característica impronta trinitaria y la inscribe en el misterio de la Iglesia y del cristiano, el cual accede a la plenitud de la vida trinitaria por la Eucaristía, hecho partícipe de la divina naturaleza (UR 15).

Con la teología de la creación. Se distingue un vínculo particular. Los frutos de la tierra y del trabajo del hombre se transforman, sustancialmente, en el cuerpo y en la sangre de Cristo. La acción poderosa de Dios Creador, que crea las cosas de la nada es invocada, a menudo, por los Padres para dar razón de la transformación de los elementos. Como indica muy bien la Constitución GS 38, el valor de las cosas creadas y del trabajo del hombre tiene como culmen la Eucaristía.
Con la Cristología. El nexo es, todavía, más explícito y rico. El misterio eucarístico, de hecho, hace referencia a la luz de la revelación, a la encarnación, a la pasión y muerte, a la resurrección del Señor, a su definitivo retorno. Cristo mismo, en la plenitud de sus misterios y en la eficaz fecundidad de la redención, se hace presente y se comunica, a partir del misterio de su Pascua.
Con el tema de la Gracia. Podemos comprender el nexo tan pleno del misterio de la gracia porque la plenitud de la vida divina se nos comunica con este misterio que contiene, como se expresa el concilio de Trento, no sólo la santificación, sino al autor mismo de la santidad 1. Él nos abre, de hecho, a la comunión trinitaria, a la conformación con Cristo, a la vida según el Espíritu y a la plenitud de la filiación divina.
Las virtudes teologales. Están en íntima relación con la Eucaristía. Ésta las exige y las ejercita, las alimenta y las hace crecer. Es «misterio de fe», sostén y viático de la esperanza que nos da la prenda de la vida futura («futurae gloriae nobis pignus datur»). De modo muy especial, es el sacramento de la caridad, según cuanto dice santo Tomás: «Del mismo modo que el bautismo es llamado el sacramento de la fe, así la Eucaristía es llamada “sacramento de la caridad, que es el vínculo de la perfección” (S. Theol. III, q. 73, a. 3 ad 3). De hecho, ella posee y comunica un dinamismo operativo de caridad hacia Dios y hacia el prójimo, en cuanto culmen del amor de Cristo por el Padre y los hermanos, memorial de su muerte gloriosa.
Con el tratado sobre la Iglesia las relaciones son de una gran riqueza y fecundidad. Se pueden resumir en el doble aforismo acuñado por H. de Lubac: «La Eucaristía hace la Iglesia. La Iglesia hace la Eucaristía». Tan íntima relación se deduce de la teología patrística y medieval, en la cual la equivalencia de las expresiones Eucaristía=Corpus Mysticum es fuertemente subrayada. En efecto, la Eucaristía es el «Corpus mysticum», es decir, sacramental de Cristo. Y la Iglesia es el «Corpus reale», el cuerpo de Cristo aquí en la tierra. Se puede afirmar con la teología más iluminada que el culmen de la eclesiología es, precisamente, la eclesiología eucarística. De hecho, la Iglesia es el Cuerpo del Señor en virtud de la Eucaristía, que es el Cuerpo y la Sangre del Señor que hace de todos un solo Cuerpo y un solo Espíritu. La Iglesia es revelada plenamente por la Eucaristía en su misterio y en sus exigencias. Ella alcanza en plenitud su ser, el Cuerpo del Señor. Además, fuera de la Iglesia no hay Eucaristía.
La ordenación de todos los sacramentos hacia el misterio eucarístico es tema clásico de la reflexión teológica. Ya ha sido ampliamente expuesta por santo Tomás de Aquino en la S. Theol. III, q. 65, a.2. Bautismo y confirmación, sacramentos de iniciación cristiana, miran hacia su cumplimiento y hacia la continua renovación de su propia gracia, que se realiza en la Eucaristía. Particulares vínculos y exigencias median entre el sacramento de la penitencia y la unción de los enfermos con la Eucaristía. El orden sagrado está en función de la celebración del misterio; la gracia del matrimonio cristiano se acrecienta y profundiza en el misterio eucarístico que es, también, «misterio nupcial», momento de alianza entre Cristo y su Iglesia, modelo de la donación de los esposos.
Finalmente, con la escatología las relaciones son múltiples. Es el banquete del Reino y la promesa de la gloria futura. Celebramos el misterio hasta que Él vuelva, o en espera de su venida. Es prenda de la resurrección futura (Jn 6, 54), «fármaco de inmortalidad y medicina que nos preserva de la muerte» (san Ignacio de Antioquía, Ad Eph. 20, 2). La Eucaristía, presencia del Resucitado, es pascua del universo, anuncio de los cielos nuevos y de la tierra nueva (GS 38-39). La Eucaristía, semilla de inmortalidad depositada en nuestro cuerpo, es prenda y esperanza de la resurrección final de la carne.
En síntesis, el misterio eucarístico contiene una referencia al pasado salvífico hecho presente en el memorial de la Pascua del Señor. Es la plenitud de la salvación en el hoy de la Iglesia que, casi nace y renace sacramentalmente del misterio de la cruz celebrado en la Eucaristía. Ella suscita y celebra la necesaria tensión escatológica hacia el futuro. Según atestiguan el NT y los escritos primitivos, así como la Didachè X, es en el interior de la celebración eucarística donde florece en los labios de la Iglesia el grito escatológico: «Marana-thà: ¡Ven Señor, Jesús!»

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