martes, 23 de agosto de 2011

LA EUCARISTÍA Y LA CONSAGRACIÓN RELIGIOSA

El Concilio Vaticano II insiste varias veces en la dimensión de la «consagración»
que implica la vida consagrada; una consagración que comienza en el Bautismo
y encuentra su plenitud en la Eucaristía. La vida religiosa implica,
en efecto, «una consagración peculiar que profundiza la realizada
por el Bautismo» (PC, 5). En esta misma línea insiste, con mayor
detalle, la Lumen Gentium: «Consagrado ya a Dios por el Bautismo, el religioso,
por la profesión de los consejos evangélicos, se consagra de forma
aún más íntima al servicio de Dios» (LG, 44). Por
eso, la Iglesia no se limita a elevar la profesión religiosa a la situación
puramente jurídica, sino que a través de una acción litúrgica,
la presenta como un estado consagrado a Dios (cfr. LG, 45).


De aquí la importancia de la Eucaristía como el ámbito
singular de «consagración» no sólo de las cosas, sino
también –y sobre todo– de las personas. O mejor aún,
de consagración de cosas que por ser dones (obra del hombre, pan y vino
como sustento del vivir humano), constituyen un símbolo de la consagración
de las personas representadas también en esos dones. En realidad, no
solamente el pan y el vino, sino también nosotros mismos, tenemos que
convertirnos en el «cuerpo dado» y en la «sangre vertida»
de Cristo, en el mundo.

Ahora bien, la consagración de la vida es obra y fruto del Espíritu,
que santifica y transforma. La Eucaristía nos recuerda sin cesar que
no hay consagración mas que por la potencia del Espíritu, que
se manifiesta en el corazón del memorial y de la acción de gracias.
El Espíritu asume nuestra oblación, lo que somos y tenemos; incluso
nuestra fragilidad y nuestra pobreza, para asociarlos a los signos del Reino
de Dios: Pan de vida eterna y Cáliz de nueva alianza.

En realidad, la profesión en la vida consagrada no es otra cosa que la
expresión y el inicio de una vida que, imbuida plenamente por la alianza
bautismal, trata de convertirse ella misma en Eucaristía, no sólo
celebrada, sino sobre todo, vivida; o en una vida bautismal que deviene en plenamente
eucarística. Esta plenificación del Bautismo en la Eucaristía,
o este camino que conduce del Bautismo a la plenitud de la Eucaristía
vivida en toda su densidad, es el camino de toda vida consagrada.

Esta consagración y este paso, que acaecen en el momento puntual de la
profesión religiosa, tienen que ser vividos y celebrados sin cesar. El
Banquete Eucarístico tiene que prolongarse en la vida cotidiana, pero
también, viceversa: es preciso llevar a la Eucaristía, y celebrar
en ella, aquello que constituye la trama fundamental de nuestra propia vida
individual y, sobre todo, nuestra vida comunitaria... Y aquí es donde
nuestras respuestas a la Eucaristía fallan con frecuencia. Si nuestra
vida no es una verdadera comunión, si no somos capaces de compartir lo
que somos y tenemos en nuestra existencia cotidiana; si no convertimos nuestra
vida en un banquete y una invitación constante para los otros, al que
aportamos lo mejor de nosotros mismos, es muy difícil que podamos celebrar
realmente la Eucaristía como una auténtica comunión. Porque,
en último término, celebramos también lo que vivimos.

Al final de su vida, Jesús pudo celebrar la Última Cena con sus
discípulos, porque celebraba un camino interior y lo manifestaba en la
comunidad que con ellos había conformado, mediante innumerables gestos
de entrega y derramamiento de sí mismo en servicio de los hombres. Por
eso, Jesús puede resumir y hacer memoria en la Última Cena de
toda su vida interior, por medio de las palabras que pronuncia y con el gesto
insólito de dar de beber de su propio cáliz a sus discípulos.

Todo esto significa que la Celebración Eucarística debe ser construida
también comunitariamente, con la aportación, vital y efectiva,
de todos los miembros de la comunidad, y no como algo que se nos da ya hecho
y fijado totalmente de antemano. La Celebración surge de un camino, que
es, en primer lugar, el de Jesús; pero es también el nuestro junto
con Él, y por ello brota también de la «memoria»,
que es, por deseo expreso del Señor, memoria de Él, pero que es
también memoria de nuestro estar con Él.

1.1.Comunidad congregada en torno al banquete de la alianza.

Hay una vinculación entre la vida consagrada y la Eucaristía,
en cuanto es banquete de la alianza y festín de la sabiduría.

La alianza divina es el fundamento de la existencia de Israel como pueblo de
Dios, congregado en torno a la Palabra de Dios en el culto. Esta alianza entre
Dios y su pueblo adquiere, sobre todo en los grandes profetas, los rasgos explícitos
de una unión matrimonial, de una relación con Yahvé como
esposo de Israel (Is 54, 6; Jer 3; Ez 16).

Por otra parte, y tal como sucedía en otras culturas, también
en el Antiguo Testamento, la alianza iba vinculada a un banquete. En el Sinaí,
en el contexto del pacto, Moisés y los ancianos «vieron al Dios
de Israel»; lo «vieron, y comieron y bebieron» (cfr. Ex 24,
8-11). Esta dimensión de la alianza se reproduce en las comidas de Jesús.
Sobre todo en el cuarto Evangelio, la comunidad de Jesús con sus discípulos
se abre con el banquete de las Bodas de Caná, y se cierra con la Última
Cena.

Esta comunidad de mesa creadora de alianza, se refleja de manera especial en
el banquete de los pecadores, en el que Jesús intenta crear vínculos
de comunión aun en aquel ámbito en el que reina una disociación
y una ruptura entre Dios y el hombre, así como de los hombres entre sí.
Estos banquetes de Jesús se convierten en la expresión más
profunda de todo su mensaje: la misericordia universal de Dios, revelada en
la persona de su Hijo, es mayor que el pecado del hombre. Por otra parte, esta
acogida de Dios, que congrega a hombres tan diversos en torno a la mesa por
la mediación de Cristo, crea entre tan diferentes comensales una nueva
comunidad.

Esto es lo que trata de resaltar, al final de la parábola del Hijo Pródigo,
la expresión despectiva del hermano mayor: «Ese hijo tuyo...»
(Lc 15, 30), que se niega a sentarse en la misma mesa del banquete preparado
por el padre para el hijo al fin recuperado, y que es recogida por el propio
padre, con las palabras «ese hermano tuyo» (Lc 15, 32).

De este modo, la participación en el banquete paterno, signo de su amor
y de su alianza, por parte de los hermanos, se convierte asimismo en signo eficaz
de recuperación de la fraternidad perdida y de la apertura al hermano
que «estaba perdido y ha vuelto a la vida» (cfr. Lc 15, 32).

La tradición cristiana puso en estrecha relación a la Eucaristía
con el pasaje de Ef 5, 22-32, que concibe la relación matrimonial desde
la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia. Como el hombre y la mujer,
por voluntad del Creador, se hacen una sola cosa (cfr. Mt 19, 5-6), así,
Cristo, como Cabeza, hace a la Iglesia esposa y cuerpo suyo. Según los
Santos Padres, la celebración de estas nupcias entre Cristo y su Iglesia
acaece en el banquete nupcial de la Eucaristía: es ahí donde el
Señor, como esposo, hace suya a la Iglesia y la incorpora a sí
mismo como su cuerpo y su carne. Por eso, es en la Eucaristía donde Cristo
ama a su Iglesia y se entrega por ella (cfr. Ef 5, 23); una entrega del Señor,
que pide la entrega total de su comunidad, como esposa.

Esta imagen de esposa es aplicable, de manera especial, a la vida consagrada
y a su relación con la Eucaristía. La alianza matrimonial nueva
y eterna que es toda Eucaristía, se hace una realidad más profunda
y más íntima en la profesión religiosa.

El Concilio Vaticano II insiste en este carácter esponsalicio de la vida
religiosa, que será tanto más perfecta «cuanto por vínculos
más firmes y estables, represente mejor a Cristo unido a su esposa, la
Iglesia, con vínculo indisoluble» (LG, 44).

El mismo Concilio establece una estrecha relación entre esta dimensión
esponsalicia y la promesa de castidad, por la que los religiosos «evocan
ante el mundo, aquel admirable desposorio establecido por Dios y que ha de revelarse
plenamente en el siglo futuro, por el que la Iglesia tiene a Cristo como único
esposo» (PC, 12).

1.2.La Eucaristía y los Institutos de vida consagrada.

Las Constituciones de los Institutos de Vida Consagrada no son algo añadido
al Evangelio, sino una lectura de éste, desde un determinado ángulo:
desde una iluminación concreta concedida a los Fundadores y tutelada
por el respectivo instituto.

A este propósito, es aleccionador recordar los Institutos que de una
forma u de otra se caracterizan por su actitud ante la Eucaristía, tal
como se definen ante la Iglesia Universal.

La Eucaristía nos evoca el ámbito litúrgico como lugar
propio de su celebración. Más aún, es tal la importancia
de su celebración que a veces designamos a la parte (Eucaristía)
por el todo (la Liturgia), y así decimos que la Eucaristía construye
la Iglesia. La Iglesia, como Sacramento primordial, pone al alcance de todas
las generaciones la divinidad de Jesús, pero a través del signo
sacramental. En este contexto, la Eucaristía es el «memorial»
de la pasión del Señor: lo que fue en otro tiempo, se hace presente
ahora de modo eficaz, si bien bajo el signo sacramental. Y mientras tributamos
a Dios lo que le es debido, nuestra existencia queda irremediablemente comprometida.
El «Cuerpo entregado por nosotros» y la «Sangre derramada
por nosotros», nos sitúan ante determinadas exigencias. La primera
y más general, es la participación, exigencia que se explica preguntándonos:
¿qué puesto ocupa la Eucaristía en el terreno de nuestra
espiritualidad? ¿Qué función tiene para nosotros, los religiosos?

Nuestras Constituciones no dudan en situar a la Eucaristía en el centro,
y tampoco en llamarla «vínculo de unidad», creadora de la
comunidad religiosa. Lo hacen, recurriendo a aquella conocida expresión
agustiniana: «La Eucaristía es sacramento de piedad, signo de unidad
y vínculo de caridad». Las consecuencias que de aquí derivan
son enormemente serias: la comunidad se postra en adoración reverente
ante Dios, presente en la Eucaristía; el Sacramento eucarístico
no sólo es el signo de la entrega de amor de Dios hasta el extremo, sino
que también es signo y estímulo de la entrega personal: la entrega
que el religioso o religiosa; el consagrado o consagrada secular, hicieron de
sí mismos en el momento de su profesión, se une a la entrega victimal
de Cristo en la Eucaristía, y al religioso se le brinda la posibilidad
de «victimar» su existencia a lo largo de su jornada, durante toda
su vida. Tal será la víctima viva y santa, agradable a Dios, como
expresión de nuestro culto espiritual, del que habla San Pablo (cfr.
Rom 12, 1).

1.3.La liturgia y la Eucaristía en nuestra vida consagrada.

La obra sacerdotal de Cristo se remonta al sacrificio de sí mismo, pero
salta por encima de los tiempos para ponerse el alcance de todos los hombres
y de todo hombre. El éxodo, el paso de este mundo al Padre, realizado
en Cristo de una vez para siempre, se hace memoria viva en cada Eucaristía.
Nuestro Señor, en quien creemos y a quien amamos sin haberlo visto (cfr.
1Pe 1, 8), continúa actuando, y lo hace de tal modo que nos constituye
en Iglesia, con la finalidad de que lleguemos a ser «alabanza de Dios»
(Ef 1, 12). Así sucederá plenamente, cuando se haya cumplido nuestro
éxodo; mientras estamos de camino, la mano del Señor llega hasta
nosotros a través de los signos de su presencia, que son los ritos litúrgicos.
Ellos obran lo que significan: un proceso de muerte y de vida, de purificación
y santificación, cuya expresión máxima es el despojo de
la cruz y la acción de Dios que resucita a los muertos. Todo esto, se
sacramentaliza en la Eucaristía.

Tal es el marco adecuado del Sacramento eucarístico al cual hace referencia
cada una de las Constituciones, en fórmulas diversas y variadas.

«En la vida de comunicación con Dios, ha de ocupar un lugar básico
la Liturgia, por cuyo medio se ejerce la obra de nuestra redención, sobre
todo en el divino sacrificio de la Eucaristía» (SC, 2). De este
hecho, afirmado por un texto constitucional de las Franciscanas Hijas de la
Misericordia, deducen otros la consecuencia correspondiente: «Ya que en
la celebración de la Eucaristía se realiza la obra de nuestra
redención, al celebrar el santo Sacrificio, tengamos presente la obra
de Cristo» (Agustinos). Con ello se está afirmando que la Liturgia
culmina en la Eucaristía (Dominicas de la Enseñanza); que la Eucaristía
es la celebración litúrgica por excelencia (Siervas de María
Ministras de los Enfermos); que es la síntesis de la obra redentora (Congregación
de María Reparadora), y que la Eucaristía es el centro de la Liturgia
(Compañía de Santa Teresa de Jesús).

Por eso, no es exagerado afirmar que la Eucaristía constituye y construye,
día a día, a la Iglesia y a nuestras comunidades (Religiosas de
la Asunción).

Dada la importancia de la Liturgia y de la Eucaristía, se comprende que
la sagrada Liturgia, y principalmente el Sacramento de la Eucaristía,
han de celebrarse no sólo con los labios, sino también con el
corazón (Siervas de Jesús); que la vida sacramental ha de saciarse
en la Liturgia y, principalmente, en el misterio de la Eucaristía (Servidoras
de Jesús); que la Eucaristía es nuestra plenitud de oración
litúrgica (Celadoras del Reino del Corazón de Jesús), y
centro de la vida espiritual de los hombres (Compañía de Santa
Teresa de Jesús).

Pero si la mejor oración es la propia vida, es necesario añadir
que la perfección en el seguimiento de Cristo se realiza y sostiene mediante
la celebración litúrgica (Mercedarios).

Con lo anterior, hemos visto cómo la Liturgia y la Eucaristía
son la base de la espiritualidad, en la vida de los miembros de la Vida Consagrada.


Exigencias que plantea la Eucaristía a los miembros
de la vida consagrada


De un modo o de otro, la vida del creyente ya ha sido asociada a la
Eucaristía, porque la Eucaristía es el misterio de nuestra fe.
Por eso, después de reflexionar sobre el lugar que ocupa la Eucaristía
en la Iglesia y en la comunidad de los miembros de la Vida Consagrada, nos referiremos
al gesto de adoración que figura en tantos textos constitucionales.

2.1.Participación Eucarística

La participación en la Eucaristía se fundamenta en nuestro sacerdocio
común o en el ministerial, y comprende al hombre en su completa unidad:
como exterioridad e interioridad; como conocimiento, sentimiento y deseo; como
persona individual y miembro de la comunidad eclesial.

«Partícipes de su Sacerdocio (el de Cristo), ofrecemos a Dios,
con toda la Iglesia, la Víctima divina» (Josefinas de la Santísima
Trinidad). Participar en el Sacerdocio de Cristo es, en cierto modo, ser partícipes
del mismo amor que nos congrega en unidad (Carmelitas Misioneras) formando un
solo cuerpo con Él (Instituto de la Santísima Trinidad). Ha de
ser una participación viva y plena, lo cual implica la dimensión
viva de la fe.

Es una participación de corazón, y tiene una importancia tan vital
que, cuanto más íntima sea la comunión con Jesucristo en
el Sacramento, más sólida y transparente se hace nuestra vida
(Carmelitas Misioneras).

Después de haber participado en la Misa, cada uno debe ser solícito
en hacer obras buenas, agradar a Dios y vivir rectamente su consagración
de vida; entregado a la Iglesia, practicante de lo que ha aprendido y progresando
en el servicio de Dios; trabajando por impregnar el mundo del espíritu
cristiano y, también, constituyéndose en testigo de Cristo en
toda circunstancia y en el corazón mismo de la convivencia cristiana
(cfr. Pablo VI, Eucharisticum Mysterium, 13).

De este modo, aquella cristificación (Verdad), pneumatización
(Espíritu) y existencialización (Vida) del culto que se realiza
con la venida de Cristo, alcanza su expresión más plena en la
complementariedad de estos tres momentos integrantes de la misma dinámica
eucarística: celebración, adoración y vida.

2.2.La Eucaristía Vivida

El religioso y todo consagrado no sólo vive su relación con la
Eucaristía en el momento de la celebración y de la adoración,
sino también a lo largo de toda su vida; la Liturgia Eucarística
y la liturgia de la vida consagrada, están íntimamente unidas.

Para todos los miembros de la Vida Consagrada, el mismo término «liturgia»
indica, en primer lugar, el culto espiritual, existencial y vital de los cristianos
que, ejerciendo su sacerdocio, ofrecen sus cuerpos como «hostia viva»
y presentan a Dios, sacrificios espirituales permanentes, como ofrenda agradable,
por mediación de Cristo, que quiere un culto «en espíritu
y en verdad» (Jn 4, 23).

La Eucaristía, verdadero corazón de la Liturgia, es por excelencia
el lugar donde, a partir de la oblación infinita y la voluntad soberana
del mismo Cristo, confluyen de modo armónico y como remitente, la celebración,
la adoración y la vida.

2.3.La evangelización de la vida consagrada

Cada uno de los miembros de la Vida Consagrada asume la tarea de la evangelización
conforme a su propia vocación: integrantes de los Institutos de vida
apostólica, los monjes y monjas de los monasterios, los miembros de Institutos
seculares, las vírgenes consagradas y los eremitas. Porque cada uno de
ellos ha entregado su vida a la oración y adoración, sobre todo
en la clausura, todos participan y colaboran en la tarea evangelizadora, a su
manera y desde sus medios, con su silencio y ejemplo, con su entrega radical
y su apuesta elocuente por los valores eternos; con su práctica de oración
personal y comunitaria.

De manera especial, toda la vida y el modo especial de entrega a la oración
y adoración, de aquellas personas que viven en clausura, es también
una colaboración a la obra evangelizadora. Es así, no sólo
por el misterio de la Comunión de los Santos, que a todos nos permite
participar de los bienes y la santidad de los miembros del Cuerpo Místico
de Cristo; sino también por la fuerza del signo y el testimonio que supone
la vida de estas personas consagradas. Se trata de una evangelización
desde el silencio y la entrega sacrificada, desde la alegría de la vocación
asumida y la celebración gozosa compartida; desde la pobreza y la sencillez
de vida; desde el sacrificio de la renuncia y la radicalidad comunitaria.

El mensaje de estos lugares de clausura no se transmite por la publicidad de
los medios, sino por el encuentro testimonial, bien sea en el diálogo
o en la oración, o en el compartir la vida. Pero para que esto sea conocido
y apreciado por los demás, es preciso buscar «medios de comunicación»,
«vínculos de relación» que faciliten el encuentro
y beneficien a todos de este testimonio evangelizador.

La vida de los religiosos, con tal de que responda piadosa, fiel y constantemente
a esa vocación, al igual que la de los que se dedican a la contemplación
y a la actividad apostólica, aparece como una señal que puede
y debe atraer eficazmente a los miembros de la Iglesia. Por consiguiente, no
hay motivo para que los religiosos, cuya misión es adorar al Santísimo
Sacramento, se desvaloren en nuestro tiempo, como si se tratase, al decir de
algunos, de una «devoción desfasada» y de una pérdida
de tiempo, que se emplearía mejor en actividades más urgentes.

Estamos absolutamente persuadidos de que la Iglesia necesita, hoy como ayer,
de quienes adoren al Santísimo Sacramento «en espíritu y
en verdad».

2.4.Los monasterios son signos de la evangelización.

Los monasterios de clausura son, por lo mismo, lugares de evangelización
silenciosa y testimonial, signos proféticos de la presencia de Dios y
de eternidad de vida.

El culto eucarístico fuera de la Misa, es el anticipo de aquel tiempo
definitivo en el que ya no habrá tiempo, símbolos ni palabras,
sino la contemplación inmediata de Dios y del Cordero.

Por lo anterior, podemos afirmar que los monasterios de clausura, siendo evangelizadores
a su modo, y con sus medios propios, son también signos proféticos
de la presencia y la «ausencia de Dios». En estos monasterios, la
existencia humana es asumida con toda su radicalidad, por el desprendimiento
y la pobreza, por la forma que adopta el ser y estar en el mundo; por la radicalidad
en el servicio que llena el espacio y el tiempo, y de forma especial, por el
puesto que ocupa la oración, sobre todo, la adoración eucarística.

El mismo pan y vino consagrados, cual signo de una presencia en alguna medida
todavía no manifiesta –por cuanto no aparece ante nosotros aún
en plenitud–, como alimento y prenda de lo que aún está
por venir, remiten necesariamente a la eternidad. Se cumple, en efecto, lo que
afirma Juan Pablo II:

«Esta misma presencia del cuerpo y sangre de Cristo, bajo las especies
de pan y vino, constituye una articulación entre el tiempo y la eternidad,
y nos proporciona una prenda de la esperanza que anima nuestro caminar. La Sagrada
Eucaristía, además de ser testimonio sacramental de la primera
venida de Cristo, es al mismo tiempo, anuncio constante de su segunda venida
gloriosa, al final de los tiempos» (alocución del 31-X-1982).

Es Cristo mismo quien confía a la Iglesia el memorial de su muerte y
resurrección, el cual es al mismo tiempo «sacramento de piedad,
signo de unidad, vínculo de caridad y banquete pascual, en el cual se
come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria
futura» (SC, 47).

En una palabra, la adoración bien entendida contribuye de modo privilegiado
a la vida cristiana centrada en el Evangelio, en la Eucaristía y en el
cumplimiento de vida en tensión de eternidad. Como afirmó Juan
Pablo II:

«De este modo, por la adoración no se satisface en primer lugar
al afecto de la piedad de cada uno, sino que el espíritu es movido a
cultivar el amor social, por el cual se antepone el bien común al bien
particular, hacemos nuestra la causa de la comunidad, de la parroquia y de la
Iglesia, y extendemos la caridad a todo el mundo, porque sabemos que en todas
partes hay miembros de Cristo» (alocución del 31-X-1982)..

2.5.Prolongación de la Eucaristía en la vida

La adoración es la prolongación de la Eucaristía en la
vida propia y comunitaria, mediante un espacio y un tiempo
que tienden a profundizar y desarrollar todo aquello que se ha expresado, celebrado
y vivido en la acción litúrgica.

Es preciso vivir la adoración y el culto a la Eucaristía fuera
de la Misa, como una prolongación de la misma Celebración Eucarística
y en estrecha conexión con ella. En definitiva, no hay más que
una Eucaristía que celebramos, adoramos y vivimos en el único
acto que se divide en distintos momentos y formas, según la actividad
del sujeto o de la comunidad creyente. El Cristo que adoramos es el mismo Señor
que se ha ofrecido en sacrificio, el que se nos da como alimento y el que nos
impulsa como vida.

La adoración estará tanto más relacionada con la Celebración,
cuanto más desarrolle y profundice su dinámica y su sentido, lo
que sucede si se medita la Palabra proclamada y si se interioriza en el aspecto
del misterio celebrado, por ejemplo, en las fiestas y tiempos litúrgicos;
si se asumen los compromisos expresados, si se avanza sobre el sentido comunitario
y participativo; si se dispone el ánimo para una mayor sinceridad de
vida cristiana. Todo esto está contemplado, de varias maneras, en las
Constituciones de los Institutos de la Vida Consagrada.

Orar en la presencia Eucarística


3.1. Oración y Eucaristía


La Iglesia es una comunidad orante; su nombre lo ha recibido precisamente por
sus reuniones de oración: «Cuando se reúnen en ekklesia»,
dice San Pablo en 1Cor 11, 18, al hablar de las Asambleas de Oración.
La Iglesia expresa en la oración el misterio que la reúne «en
Dios Padre y en el Señor Jesucristo» (1Tes 1, 1). Las reuniones
de oración son para ella cuestión de vida o muerte, pues ella
es, en esencia, una Asamblea de Oración.

Ahora bien, es sobre todo la Eucaristía la que hace de la Iglesia una
Asamblea de Oración, porque la Eucaristía siempre ha sido en la
Iglesia un prodigioso fermento de oración; porque la oración es
entrar en comunica con Dios. La Eucaristía es creadora de contacto entre
Cristo y la comunidad; de ella brotan fuerzas de comunión. Del costado
abierto del Cristo pascual, manan las aguan vivas del Espíritu Santo
(cfr. Jn 7, 37-39), el cual es comunión y fuente de toda oración
(cfr. Rm 8, 15-26; Ga 4, 6).

Muchos santos han dado testimonio de las gracias que se obtienen por la oración.
Así, San Francisco de Asís escribe, hablando de la Eucaristía:
«El Señor colma a todos aquellos que son dignos de ella»
(Tercera Carta). La mayor parte de las gracias místicas con las que fue
colmada Santa Teresa de Ávila, tienen un lazo de unión con la
Escritura y la Eucaristía: «A los que ve que se han de aprovechar
de su presencia, Él se les descubre, aunque no lo vean con los ojos corporales.
Muchos modos tiene de mostrarse al alma, por grandes sentimientos interiores
y por diferentes vías». Y añade: «El Señor
no viene tan disfrazado que, como he dicho, de muchas maneras no se dé
a conocer, conforme al deseo que tenemos de verlo; y tanto lo podéis
desear que se os descubra del todo» (Camino de Perfección, c. 34).

De San Juan de la Cruz, se ha dicho: «Verdaderamente, en presencia de
la Eucaristía el alma de San Juan de la Cruz se nutría de la contemplación
oscura de la divinidad» (Gabriel de Santa María Magdalena). San
Alfonso de Ligorio se siente obligado, «por agradecimiento a mi Salvador
en la Santísima Eucaristía», a reconocer públicamente
las grandes gracias recibidas en sus «visitas al Santísimo Sacramento»
(Prefacio a las Visitas del Santísimo Sacramento).

3.2.Orar ante la Eucaristía

Cuando un fiel o un miembro de la Vida Consagrada ora ante la sagrada presencia
de la Eucaristía, ni siquiera necesita recurrir a fórmulas de
oración, aunque éstas tengan su propia utilidad. La oración
cristiana preexiste, está ahí, subsiste en sí misma, a
disposición de los fieles. Basta con dejarse atraer o introducir en esta
casa orante que es Cristo, dejarse absorber por la Presencia o, utilizando otra
imagen, dejar que esta oración se imprima en nosotros.

La devoción eucarística se convierte, así, en la mejor
iniciación a la oración contemplativa. Gracias a ella, muchos
religiosos han sido conducidos hasta aquella cumbre de la oración en
que se está expuesto ante Dios, se le acoge, se le deja actuar y hacer
lo que Él quiere.

Es entonces que Cristo puede realizar su misión de salvación:
introduce al religioso o religiosa en el santuario trinitario, en el cual Él
mismo «se ofrece el Padre por el Espíritu Santo» (Heb 9,
14) y nace del Padre en la plenitud de mismo Espíritu (cfr. Rm 8, 11).
La oración contemplativa del consagrado o consagrada, lo o la hace nacer
del Padre en el Espíritu Santo, junto con Cristo.

Al final de la Misa, cuando los fieles han recibido el cuerpo y la sangre de
Cristo, estamos en el momento preciso para una intensa oración. Es el
momento privilegiado para la oración contemplativa. Si la Celebración
Eucarística fuera nada más una acción litúrgica,
una comida fraterna, el lugar de un compartir, se podría «parar
la fiesta» en ese momento. Pero es la celebración de un encuentro
mutuo; por tanto, no hay que interrumpirla en el momento de mayor intimidad
entro el miembro de la Vida Consagrada y Cristo en la Eucaristía.

3.3.Experimentamos a Jesús Eucaristía

En la oración y la contemplación, es normal que el religioso o
religiosa experimente la presencia de Cristo Resucitado, y de ahí, la
adoración. Por la adoración, confesamos individual o colectivamente,
en privado o en público, la cercanía y la presencia activa, permanente,
de Dios en medio de su pueblo, cual compañero de viaje que sale a nuestro
encuentro y nunca nos abandona, en medio de las vicisitudes de la vida. No se
trata sólo de reconocer y adorar a Cristo presente, sino también
de acogerlo como Aquel que está y permanece cercano a nosotros.

Este pensamiento, tan querido para los Santos Padres, es recordado también
por los Papas. Pablo VI dirá:

«No sólo mientras se ofrece el sacrificio, también mientras
la Eucaristía es conservada en los oratorios y en los sagrarios de las
comunidades religiosas, Cristo es verdaderamente el Emmanuel, es decir, el "Dios
con nosotros". Porque de día y de noche está en medio de
nosotros, lleno de gracia y de verdad (cfr. Jn 1, 14); forma las costumbres,
alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, robustece a los débiles
y estimula a su imitación a todos aquellos que se acercan a Él,
a fin de que con su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes de corazón,
y a buscar no sus propias cosas, sino las que son de Dios» (Mysterium
Fidei, 1965, 771).

Y Juan Pablo II nos di-ce que esta presencia, en la que experimentamos a Jesús
Eucaristía, «es, a la vez, misterio de fe, una prenda de esperanza
y una fuente de caridad con Dios y entre los hombres" (oración para
la adoración nocturna del 31-X-1982).

Se trata de una cercanía y un acompañamiento permanente, que nos
recuerdan cómo nuestro Dios no es un Dios lejano y ausente, sino encarnado
y cercano, que cual hermano y compañero comparte con nosotros su fuerza
para vivirla en la fe, el amor y la esperanza.

3.4.Eucaristía y unidad de Iglesia

La experiencia de la división es una de las más permanentes y
trágicas, fuera y dentro de la Iglesia; en diversos planos. No sólo
existen rupturas y divisiones, mundos egoístas y cerrados en la relación
y convivencia social, cultural y política; también exis-ten estas
rupturas y divisiones, estos egoísmos en el ámbito religioso,
y entre los cristianos (cfr. UR, 1).

Para varias Congregaciones de la Vida Consagrada, su misión en la Iglesia
es trabajar en el ecumenismo, tratando de imitar a Cristo en cuanto es la manifestación
de la unidad más plena a la que aspiran los hombres desde el fondo de
su corazón. Cristo, como Verbo encarnado, participa de la unidad trinitaria
del modo más inefable; es decir, siendo de la misma naturaleza que el
Padre y el Espíritu. Como Salvador y Señor resucitado, quiere
que los miembros permanezcan «unidos a la vid» (Jn 15, 1) y que
quienes creen en Él «sean uno, como nosotros» (Jn 17, 11),
de modo que siendo «uno, como tú, Padre en mí, y yo en ti,
el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 20-22), y puedan un
día participar de la unidad de la Trinidad.

Es justamente esta unidad por la que luchan tantos hombres consagrados, para
expresarla, celebrarla y vivirla en la Eucaristía, donde la unidad con
Cristo y entre los miembros llega a su máxima realización terrena.
Lo afirma San Pablo, cuando dice: «Porque aun siendo muchos, un solo pan
y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1Cor
10, 16). Y es que el Cuerpo eucarístico y el Cuerpo eclesial aparecen
unidos y como exigidos; la comunión del Cuerpo de Cristo no puede sino
implicar la unión del Cuerpo de la Iglesia. Por eso, la Eucaristía
y la comunión eclesial se exigen mutuamente. Donde se construye la unidad,
allí está presente la verdadera evangelización que realizan
muchos miembros de las Sociedades de Vida Apostólica.

XLVIII Congreso Eucarístico Internacional

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