miércoles, 12 de enero de 2011

SEDE


Sabemos muy bien que la reforma del Concilio Vaticano II abordó muchos aspectos de la liturgia, es por eso que vamos a intentar hacer una reflexión sobre algunos elementos que son los más representativos del espacio litúrgico, vamos a comenzar por la Sede, que junto con el Ambón y el Altar son los “tres polos magnéticos” de la celebración eucarística que nos revelan los tres grandes aspectos de Jesucristo -Pastor, Profeta, Sacerdote- y de la misión encomendada a la Iglesia: apacentar, enseñar y santificar al Pueblo de Dios.
Podemos decir que son tres espacios sacramentales con una fuerte referencia y significado a Cristo:
Sede: Cristo Pastor -Preside la celebración-
Ambón: Cristo Profeta -Palabra que nos habla-
Altar: Cristo Sacerdote -Sacramento que nos alimenta-
La Sede es hoy, lamentablemente uno de los espacios, y reafirmo la palabra espacio, no digo “silla”, más ignorados y descuidados de nuestras iglesias cristianas y, sin embargo, fue un elemento muy importante en los orígenes de la liturgia cristiana.

Un poco de historia

Las comunidades cristianas del siglo IV contemplaban la imagen de Cristo Maestro que anuncia y enseña su Palabra divina como el Cristo Señor, sentado con el libro de la Palabra divina en sus manos en actitud de enseñanza y presidencia y establecieron una cierta relación entre la imagen de este Cristo Señor con el presidente de la celebración litúrgica que hace presente al Cristo mismo. Comienza aquí entonces una transposición del icono artístico de Cristo a un icono litúrgico en el presidente de la celebración.
La Sede se va convirtiendo poco a poco en el lugar de la presidencia y de la enseñanza en nombre de Cristo, de su presencia y magisterio. Hay testimonios, ya en el siglo II, que nos indican este simbolismo de la sede presidencial que fue evolucionando hasta llegar a la cátedra (Sede) propia del epíscopo (obispo) que se destaca por su solidez que domina a todo el espacio en el que se encuentra (este elemento es el que denomina a todo el espacio que lo cobija: catedral).
Pero después de este primer tiempo de esplendor la Sede presbiteral sufre un proceso histórico de empobrecimiento de su simbolismo hasta casi desaparecer. Desaparece cuando el sacerdote se convierte en el único ministro de la celebración, él debe hacerlo todo y lógicamente no tiene tiempo para sentarse. El misal de Pio V permitía la sede para las Misas solemnes y sólo para motivos funcionales, ya que el presidente era ayudado por varios ministros, es entonces cuando se consolida la forma de triple sede que usa el terno de celebrantes, que hoy todavía se usa lamentablemente. La Sede se transforma en un lugar de honor para quien asiste a las celebraciones. Se convierte en una especie de trono principesco y esto es lo que perdura en la liturgia postridentina hasta el Concilio Vaticano II.

Reforma litúrgica actual

La reforma actual redescubre la importancia del ministerio de la presidencia litúrgica. Se busca recuperar su espacio propio en la celebración litúrgica, ya no se habla de un trono, sino de un “lugar” en el presbiterio, formando parte de la asamblea litúrgica, desde el cual Cristo mismo preside en la persona del ministro (SC 7).
No se trata de un elemento meramente funcional para sentarse, sino de un lugar simbólico y sacramental. Es el icono espacial de Cristo, Cabeza y Pastor presente realmente en la celebración de su Iglesia. Desde este lugar, Cristo mismo congrega a su Iglesia y preside su oración.
La reforma nos advierte que debe ser un lugar visible, de tal forma que el presidente “vea” y que le “vean”. Se ha de tener cuidado para que la preeminencia evite la apariencia de trono (OGMR 310) y se opte por un lugar sencillo, digno, que pueda expresar la idea de autoridad como servicio. Lo que la reforma nos pide contradice la tan usada costumbre del triple sillón dorado de terciopelo rojo propio de la sensibilidad barroca que muchas veces nada tiene que ver con las estructuras de muchas de nuestras iglesias.
Conviene que la sede sea estable, para resaltar su permanencia, que pueda quedar visualmente claro que es un espacio único, que se distinga de los demás asientos, incluso con el de los concelebrantes, diáconos, monaguillos, etc., cuyos sitios no deben estar a la par; el que preside es uno. La sede por su material debe estar en armonía con el Ambón y el Altar; y visible de tal forma que su ubicación no aparezca alejada de la asamblea.
Tampoco es conveniente situarla delante del Altar “ya que usurparía al Altar su carácter de centro de la atención de la asamblea”. Y en la catedral debe diferenciarse de la cátedra del obispo, que es signo del magisterio episcopal y ha de permanecer vacía mientras no lo ocupe el obispo.
No olvidemos que desde el año 1969 está previsto que el lugar más propio de la homilía es precisamente la Sede, desde la que el sacerdote preside toda la primera parte de la celebración. Si no está bien colocada, la homilía se podrá hacer desde el Ambón o desde otro lugar idóneo como lo dice la OGMR en el n. 136.

Situación actual

Al contemplar muchos de los espacios litúrgicos de nuestras iglesias actuales descubrimos que lamentablemente no se ha descubierto el sentido de la Sede, quizás porque no se tenga una clara comprensión de la teología del ministerio de la presidencia. En muchos lugares subsiste la triple sede como modelo y ejemplo incluso en las nuevas construcciones.
Muchas veces no es única, por lo general, la vemos acompañada por un número excesivo de asientos alrededor de ella, todo esto dificulta su simbolismo.
La sede tiene que estar liberada de todos los asientos en torno a ella, para que pueda expresar que la presidencia litúrgica es única: Cristo mismo. Los arquitectos deben ayudar para buscar la armonía entre los tres “polos magnéticos” de la celebración: Sede, Ambón, Altar a través de su diseño, su material, su estilo, sus proporciones. Sólo así vamos a poder recuperar la Sede como el icono espacial de Cristo Buen Pastor, que nos preside en el servicio y en la caridad, representado sacramentalmente en el presidente de la celebración.
Si logramos tener conciencia clara de todo esto, cuánto podemos crecer, no sólo en la liturgia sino también en la pastoral.

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