jueves, 6 de enero de 2011

EL AGUA EN LA SAGRADA ESCRITURA

El agua es, en primer lugar, fuente y poder de vida: sin ella no es
la tierra más que un desierto *árido, país del hambre y de la sed, en
el que hombres y animales están destinados a la muerte. Sin
embargo, hay también aguas de *muerte: la inundación devastadora
que trastorna la tierra y absorbe a los vivientes. Finalmente, el culto,
trasponiendo un uso de la vida doméstica, se sirve de las abluciones
de agua para *purificar a las personas y a las cosas de las manchas
contraídas a lo largo de los contactos cotidianos. Asi el agua,
alternativamente vivificadora o temible, pero siempre purificadora,
está íntimamente unida con la vida humana y con la historia del
pueblo de
la Alianza.


I. LA CRIATURA DE DIOS.

Dios, señor del universo, dispensa el agua a su arbitrio y tiene así
en su poder los destinos del hombre. Los israelitas, conservando la
representación de la antigua cosmogonia babilónica, parten las
aguas en dos masas distintas. Las «aguas de arriba»' son retenidas
por el firmamento, concebido como una superficie sólida (Gén 1,7;
Sal 148,4; Dan 3,60; cf. Ap 4,6). Ciertas compuertas dejan al abrirse
que esas aguas caigan a la tierra en forma de lluvia (Gén 7,11; 8,2;
1s 24,18; Mal 3,10) o de rocio que por la noche se deposita sobre la
hierba (Job 29,19; Cant 5,2, Ex 16,13). En cuanto a los manantiales y
a los ríos, no provienen de la lluvia, sino de una inmensa reserva de
agua, sobre la que reposa la tierra: son las «aguas de abajo», el
abismo (Gén 7,11; Dt 8,7; 33,13; Ez 31,4).
Dios, que instituyó este orden, es el dueño de las aguas. Las
retiene o las deja en libertad a su arbitrio, tanto a las de arriba como
a las de abajo, provocando así la sequía o la inundación (Job 12,15).
«Derrama la lluvia sobre la tierra» (Job 5,10; Sal 104,10-16), lluvia
que viene de Dios y no de los hombres (Miq 5,6; cf. Job 38,22-28).
Dios le ha «impuesto leyes» (Job 28,26). Cuida de que caiga
regularmente, «a su tiempo» (Lev 26,4; Dt 28,12): si viniera
demasiado tarde (en enero), se pondrian en peligro las siembras,
como también las cosechas si cesara demasiado temprano, «a tres
meses de la siega» (Am 4,7). Por el contrario las lluvias de otoño y
de primavera (Dt 11,14; Jer 5,24) cuando Dios se digna otorgarlas a
los hombres aseguran la prosperidad del país (Is 30,23ss).
Dios dispone igualmente del abismo según su voluntad (Sal 135,6;
Prov 3,19s). Si lo deseca, se agotan las fuentes y los ríos (Am 7,4; Is
44,27; Ez 31,15), provocando la desolación. Si abre las
«compuertas» del abismo, corren los ríos y hacen prosperar la
vegetación en sus riberas (Núm 24,6; Sal 1,3; Ez 19,10), sobre todo
cuando han sido raras las lluvias (Ez 17,8). En las regiones
desérticas las fuentes y los pozos son los únicos puntos de agua que
permiten abrevar a las bestias y a las personas (Gén 16,14; Ex
15,23.27) representan un capital de vida que las gentes se disputan
encarnizadamente (Gén 21,25; 26,20s; Jos 15,19).
El salmo 104 resume a maravilla el dominio de Dios sobre las
aguas: él fue quien creó las aguas de arriba (Sal 104,3) como las del
abismo (v. 6); él es quien regula el suministro de sus corrientes (v.
7s), quien las retiene para que no aneguen el país (v. 9), quien hace
manar las fuentes (v. 10) y descender la lluvia (v. 13), gracias a lo
cual se derrama la prosperidad sobre la tierra aportando gozo al
corazón del hombre (v. 11-18).

II. LAS AGUAS EN LA HISTORIA DEL PUEBLO DE DIOS.

1. Aguas y *retribución temporal.
Si Dios otorga o niega las aguas según su voluntad, no obra, sin
embargo, en forma arbitraria, sino conforme al comportamiento de su
pueblo. Según que el pueblo se mantenga o no fiel a la alianza, le
otorga o le rehúsa Dios las aguas. Si los israelitas viven según la ley
divina, *obedeciendo a la voz de Dios, abre Dios los cielos para dar
la lluvia a su tiempo (Lev 26,3ss.10; Dt 28,1.12). El agua es, pues,
efecto y signo de la *bendición de Dios para con los que le sirven
fielmente (Gén 27,28; Sal 133,3). Por el contrario, si Israel es infiel, lo
*castiga Dios haciéndole «un cielo de hierro y una tierra de bronce».
(Lev 26,19; Dt 28,23), a fin de que comprenda y se *convierta (Am
4,7). La sequía es, pues, efecto de la *maldición divina para con los
*impíos (Is 5,13; 19,5ss; Ez 4,16s; 31,15), como la que devastó el
país bajo Ajab por haber Israel «abandonado a Dios para seguir a
los Baales». (IRe 18,18).

2. Las aguas aterradoras.
El agua no es solo un poder de vida. Las aguas del *mar evocan la
inquietud demoniaca con su agitación perpetua, y con su amargura,
la desolación del sêol. La crecida súbita de los cauces del desierto,
que en el momento de la *tormenta arrastran la tierra y a los vivientes
(Job 12,15; 40,23), simboliza la desgracia que se apresta a lanzarse
sobre el hombre de improviso (Sal 124), las intrigas que urden contra
el justo sus *enemigos (Sal 18,5s.17; 42,8; 71,20; 144,7), que con
sus maquinaciones se esfuerzan por arrastrarlo hasta el fondo mismo
del abismo (Sal 35,25; 69,2s). Ahora bien, si Dios sabe proteger al
justo contra estas aguas devastadoras (Sal 32,6; cf. Cant 8,6s),
puede igualmente hacer que las olas se rompan sobre los impíos en
justo *castigo de una conducta contraria al amor del prójimo (Job
22,11). En los profetas el desbordamiento devastador de los grandes
ríos simboliza el *poder de los imperios que van a anegar y destruir
los pequeños pueblos; poder de Asiria, comparado con el Eufrates
(Is 8,7) o de Egipto, comparado con su Nilo (Jer 46,7s). Dios va a
enviar estos ríos para castigar tanto a su pueblo culpable de falta de
confianza en él (Is 8,6ss) como a los enemigos tradicionales de Israel
(Jer 47,1s).
Sin embargo, este azote brutal no es ciego en las manos del
Creador: el *diluvio, que devora a un mundo impío (2Pe 2,5), deja
subsistir al justo (Sab 10,4). Asimismo las aguas del mar Rojo
distinguen entre el pueblo de Dios y el de los ídolos (Sab 10,18s).
Las aguas aterradoras anticipan, pues, el *juicio definitivo por el
fuego (2Pe 3,5ss; cf. Sal 29.10; Lc 3,16s) y dejan a su paso una
tierra nueva (Gén 8,11).

3. Las aguas purificadoras.
El tema de las aguas de la ira converge con otro aspecto del agua
bienhechora: ésta no es solo poder de vida, sino que es también lo
que lava y hace desaparecer las impurezas (cf. Ez 16,4-9; 23,40).
Uno de los ritos elementales de la *hospitalidad era el de lavar los
pies al huésped para limpiarlo del polvo del camino (Gén 18,4; 19,2;
cf. Lc 7,44; ITim 5,10); y Jesús, la víspera de su muerte, quiso
desempeñar personalmente esta tarea de servidor como signo
ejemplar de humildad y de caridad cristiana (Jn 13,2-15).
El agua, instrumento de limpieza física, es con frecuencia símbolo
de pureza moral. Se usa lavarse las manos para significar que son
inocentes y que no han perpetrado el mal (Sal 26,6; cf. Mt 27,24). El
pecador que abandona sus pecados y se convierte es como un
hombre manchado que se lava (Is 1,16); asimismo Dios «lava' al
pecador, al que *perdona sus faltas (Sal 51,4). Por el diluvio
«purificó» Dios la tierra exterminando a los impíos (cf. IPe 3,20s).
El ritual judío prescribía numerosas *purificaciones por el agua: el
sumo sacerdote debía lavarse para prepararse a su investidura (Ex
29,4; 40,12) o al gran día de la *expiación (Lev 16,4.24); había
prescritas abluciones por el agua si se había tocado un cadáver (Lev
11,40; 17, 1 5s), para purificarse de la *lepra (Lev 14,8s) o de toda
impureza sexual (Lev 15). Estas diferentes purificaciones del cuerpo
debían significar la purificación interior del *corazón, necesaria a
quien quisiera acercarse al Dios tres veces *santo. Pero eran
impotentes para procurar eñcazmente la pureza del alma. En la
nueva alianza, Cristo instituirá un nuevo modo de purificación; en las
bodas de Caná lo anuncia en forma simbólica cambiando el agua
destinada a los purificaciones rituales (Jn 2,6) en *vino, el cual
simboliza ya el Espiritu, ya la palabra purificadora (Jn 15,3; cf. 13,10).

III. LAS AGUAS ESCATOLÓGICAS.

1. Finalmente, el tema del agua ocupa gran lugar en las
perspectivas de restauración del pueblo de Dios. Después de la
reunión de todos los *dispersos, derramará Dios con abundancia las
aguas purificadoras, que lavarán el corazón del hombre para
permitirle cumplir fielmente toda la ley de Yahveh (Ez 36,24-27). Ya
no habrá, pues, maldición ni sequía; Dios «dará la lluvia a su tiempo»
(Ez 34,26), prenda de prosperidad (Ez 36,29s). Los sembrados
germinarán asegurando el pan en abundancia; los pastos serán
pingües (Is 30 23s). El pueblo de Dios será conducido a aguas
manantiales, 'hambre y sed desaparecerán para siempre (Jer 31,9; Is
49,10).
Al final del exilio en Babilonia el recuerdo del Exodo se mezcla con
frecuencia en estas perspectivas de restauración. El retorno será, en
efecto, un nuevo *éxodo con prodigios todavía mas espléndidos. En
otro tiempo Dios, por mano de Moisés, había hecho brotar agua de la
roca para apagar la sed de su pueblo (Ex 17,1-7; Núm 20,1-13; Sal
78, 16.20; 114,8; Is 48,21). En adelante va Dios a renovar el prodigio
(Is 43, 20) y con tal magnificencia que el *desierto se cambie en un
vergel abundoso (Is 41,17-20) y el país de la sed en fuentes (Is
35,6s).
*Jerusalén, término de esta peregrinación, poseerá una fuente
inagotable. Un río brotará del *templo para correr hacia el mar
Muerto; derramará vida y salud a todo lo largo de su curso, y los
*árboles crecerán en sus riberas, dotados de una fecundidad
maravillosa: será el retorno de la dicha *paradisíaca (Ez 47,1-12; cf.
Gén 2,10-14). El pueblo de Dios hallará en estas aguas la pureza
(Zac 13,1), la vida (J1 4,18; Zac 14,8), la santidad (Sal 46,5). En
estas perspectivas escatológicas reviste el agua de ordinario un
valor simbólico. En efecto, Israel no detiene su mirada en las
realidades materiales, y la dicha que entrevé no es solo prosperidad
carnal. El agua que Ezequiel ve salir del templo simboliza el poder
vivificador de Dios, que se derramará en los tiempos mesiánicos y
permitirá a los hombres producir fruto con plenitud (Ez 47 12; Jer
17,8; Sal 1,3; Ez 19,10s). En Is 44,3ss, el agua es símbolo del
*Espiritu de Dios, capaz de transformar un desierto en vergel
floreciente, y al pueblo infiel en verdadero Israel'. En otros lugares se
compara la *palabra de Dios con la lluvia que viene a fecundar la
tierra (Is 55,10s; cf. Am 8,11s), y la doctrina que dispensa la
*sabiduría es un agua vivificadora (Is 55,1; Eclo 15, 3; 24,25-31). En
una palabra, Dios es fuente de vida para el hombre y le da la fuerza
de desarrollarse en el amor y en la fidelidad (Jer 2,13 17,8). Lejos de
Dios, el hombre no es sino una tierra árida condenada a la muerte
(Sal 143,6); suspira, pues, por Dios, como el ciervo suspira por el
agua viva (Sal 42,2s). Pero si Dios está con él, entonces viene a ser
como un huerto que posee la fuente misma que le hace vivir (Is
58,11).

IV. EL NUEVO TESTAMENTO.

1. Las aguas vivificadoras.
Cristo vino a traer a los hombres las aguas vivificadoras
prometidas por los profetas. Es la *roca que, golpeada (cf. Jn 19, 34),
deja correr de su flanco las aguas capaces de apagar la sed del
pueblo que camina hacia la verdadera tierra prometida (ICor 10,4; Jn
7,38; cf. Ex 17,1-7). Es asimismo el *templo (cf. Jn 2,19ss) del que
parte el río que va a irrigar y vivificar a la nueva *Jerusalén (Jn 7,37s,
Ap 22 1.17; Ez 47,1-12), nuevo *paraíso.
Estas aguas no son otras que el *Espíritu Santo, poder vivificador
del Dios creador (Jn 7,39). En Jn 4,10-14 el agua, sin embargo,
parece más bien simbolizar la doctrina vivificadora aportada por
Cristo Sabiduria (cf. 4,25). De todos modos, en el momento de la
consumación de todas las cosas, el agua viva seré el símbolo de la
felicidad sin fin de los elegidos, conducidos a los pingües pastos por
el *cordero (Ap 7,17; 21,6; cf. Is 25,8; 49,10).
2. Las aguas bautismales.
El simbolismo del agua halla su pleno siignificado en d *bautismo
cristiano. En los origenes se empleó el agua en el bautismo por su
valor purificador. Juan bautiza en el agua «para la remisión de los
pecados» (Mt 3, 11 p), utilizando a este objeto el agua del Jordán
que en otro tiempo habia purificado a Naamán de la lepra (2Re
5,10-14). El bautismo, sin embargo, efectúa la purificación, no del
cuerpo, sino del alma, de la «conciencia». (IPe 3,21). Es un baño que
nos lava de nuestros pecados (ICor 6,11; Ef 5,26 ; Heb 10,22 ; Act
22,16) aplicándonos la virtud redentora de la *sangre de Cristo (Heb
9,13s; Ap 7,14; 22,14).
A este simbolismo fundamental del agua bautismal añade Pablo
otro: inmersión y emersión del neófito simbolizan su sepultura con
Cristo y su resurrección espiritual (Rm 6, 3-11). Quizá vea Pablo aquí
en el agua bautismal una representación del *mar, morada de los
poderes maléficos y símbolo de muerte, vencida por Cristo como en
otro tiempo el mar Rojo por Yahveh (ICor 10ss; cf. Is 51,10).
Finalmente, el bautismo, al comunicarnos el Espiritu de Dios, es
también principio de *vida nueva. Es posible que Cristo quisiera
hacer alusión a ello efectuando diferentes curaciones por medio del
agua (Jn 9,6s; cf. 5,1-8). Entonces el bautismo se concibe como un
«baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo».
(Tit 3,5;
cf. Jn 3,5).
 

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