viernes, 9 de marzo de 2012

UNA IGLESIA DE ROSTRO EUCARÍSTICO

En densas y sugestivas páginas de espiritualidad eucarística, F.X. Durwell habla del «rostro eucarístico de la Iglesia», es decir, de aquella imagen ideal que la Iglesia ofrece de sí cuando celebra la Eucaristía. Los rasgos luminosos del rostro eucarístico son simplemente los de una Iglesia que ama, en el sacramento del amor de Cristo hasta el don de la vida; de una Iglesia que cree y sabe, que en la fe posee el secreto de la vida y de la historia y celebra la fe que le ha sido dada; es una Iglesia que espera y se proyecta hacia el día del Señor; es una Iglesia destinada a la resurrección, lavada de sus pecados, evangélica en sus compromisos puesto que evangelizada y evangelizadora. Es una Iglesia «icono de la Trinidad».

Este rostro eucarístico de la Iglesia está destinado a ser mostrado al mundo en la continuidad de vida eucarística que brota de la celebración. La Eucaristía es entonces, como se recordó en el Congreso Eucarístico Nacional de Milán en mayo de 1983, la forma de vida de la Iglesia, aquel molde interior en la cual se vacía cada día para recibir en la gracia del Espíritu las semblanzas de Cristo, el primogénito. Sin la Eucaristía la Iglesia se deforma, no adquiere aquel rostro eucarístico que la hace semejante a Cristo. Con la Eucaristía se con-forma, día a día, a Cristo en la gracia del Espíritu Santo que es el iconógrafo interior de la belleza y de la santidad eclesial en el Cuerpo y en los miembros individuales (F.X. Durwell, o.c., pp. 153-166).
Vivir como se celebra; vivir lo que se celebra, queda la lección de vida cada día nueva en el don renovado de la Eucaristía.
Este rostro de la Iglesia no puede no ser un rostro mariano. La Iglesia que celebra la Eucaristía recuerda la presencia de María en el misterio eucarístico. La Eucaristía es el «corpus natum ex Maria Virgine». En las plegarias eucarísticas la Virgen María es recordada e invocada. Pero hay más; según la feliz intuición de Pablo VI en la Marialis cultus 16, María es modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto divino. Toda celebración eucarística es interiormente mariana porque la Iglesia debe conformarse a su modelo de escucha de la Palabra, de gratitud, de invocación del Espíritu, de ofrenda de Cristo, de intercesión por la salvación de todos. En la celebración eucarística y en la vida que brota de ella, María es modelo de una Iglesia que vive hasta el fondo el misterio que celebra. Así pues, la Iglesia que celebra la Eucaristía debe ser como María, su modelo: humilde, pobre, discreta, fiel a Dios y a su gente, materna y acogedora, reserva de esperanza para la humanidad porque tiende hacia las promesas de Dios que es fiel a su alianza.
El cristiano que participa en la Eucaristía es hecho partícipe del misterio del Crucificado resucitado, es decir, de aquel misterio que está en el centro de nuestra fe y de nuestra vida. Juan Pablo II ha escrito: la Eucaristía es la celebración sacramental del anonadamiento voluntario grato al Padre y glorificado con la resurrección. El cristiano aprende a ser en la oblación de sí y en el amor hacia los hermanos «eucaristía para el mundo», así como Cristo ha sido y es siempre en la celebración de la Misa, Eucaristía para el Padre y para la humanidad (cfr. Dominicae Coenae n. 6).

P. JESÚS CASTELLANO CERVERA, OCD

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