miércoles, 22 de junio de 2011

LA LITURGIA Y LA PARROQUIA


La división de la Iglesia en diócesis y la parcelación de las diócesis en parroquias privilegian la importancia de la institución parroquial en la acción pastoral, al menos cuantitativamente. Además, gracias a la visibilidad de su campanario y fachada, la parroquia es un lugar público de culto masivo donde se reúne periódicamente el pueblo de los bautizados que habitan en un mismo territorio. Abierta a todo el mundo, y sin apenas exigencias para el acceso sacramental, los cristianos encuentran en la parroquia a la Iglesia, sobre todo con ocasión de la liturgia, y ahí ejercen la mayoría de los presbíteros su ministerio sacramental. A escala reducida y local, la parroquia es el modelo oficial de visibilización eclesial, visibilización llevada a cabo primordialmente a través de las celebraciones litúrgicas.


EL FENOMENO SACRAMENTAL DE LA PARROQUIA

Es evidente que la parroquia es en la Iglesia el lugar principal de la liturgia, ya que su función primera, incluso por prescripción canónica, se circunscribe al ámbito de lo sacramental, especialmente a la eucaristía y penitencia, sacramentos que se repiten. El cometido sacramental de la parroquia hace que casi se la identifique con un templo, aunque con un particularidad: tiene en exclusiva la pila bautismal. Todos los cristianos son bautizados en una parroquia determinada, de acuerdo al lugar de residencia. Ahora bien, a causa de la generalización del bautismo de infantes y de su urgencia prescrita por la autoridad eclesiástica, la parroquia se convierte en un primer espacio social de ritualidad sacramental. Incluso desde el bautismo a los funerales, el itinerario sacramental del cristianismo es ritual en el ámbito de la parroquia.

La historia de la Iglesia muestra que la parroquia, desde sus inicios, ha mantenido el privilegio de lo sacramental. Su vocación litúrgica se pone de relieve por sus lugares de culto: el altar para las celebraciones eucarísticas, el confesionario para la penitencia y el baptisterio para los bautismos. Precisamente por se bautismal y eucarística, le corresponden a la parroquia los demás sacramentos (penitencia, matrimonio y unción de enfermos), a excepción de los reservados en la Iglesia latina por y para el obispo: la confirmación y la ordenación.

Fruto de sus funciones sacramentales y devocionales, la parroquia tiende lógicamente a refugiarse en el dominio de lo ritual. La convocatoria parroquial es prácticamente sacramental. Resulta difícil reunir en la parroquia a la feligresía para otra finalidad. Esto se observa en la cuaresma. Al ser barridos los cultos vespertinos antiguos por las eucaristías de la tarde, sólo han quedado en la parroquia restos de los ejercicios piadosos de antaño. En la parroquia se celebran mañana y tarde misas de diario o dominicales, de funerales o de bodas. Incluso el ministerio catequético, que concita amplias voluntades, desemboca parroquialmente en el recinto sacramental.
Recordemos que en las décadas anteriores al Vaticano II, los creyentes más piadosos regulaban su vida religiosa a través de la eucaristía diaria y de la confesión frecuente, en tanto que la masa de practicantes se guiaba por la misa dominical y los sacramentos pascuales de la confesión y comunión. Dicho de este modo, los sacramentos han impregnado la vida personal y social del pueblo cristiano, al identificar sacramento y gracia de salvación. Incluso la conversión moral se entendía en función del retorno a la práctica sacramental, asó como la vida moral consistía en no poner óbice a la recepción de los sacramentos. La palabra de Dios ha tenido una importancia subjetiva secundaria.


EL CATOLICISMO POPULAR

Precisamente a causa de lo sacramental, la parroquia subsiste como lugar privilegiado del catolicismo popular, caracterizado por su ritualidad sacramental. Los «católicos festivos» tienen contacto con la parroquia mediante ciertas misas asamblearias populares y las cuatro estaciones sacramentales: bautismo, primera comunión y matrimonio además de los funerales. En última instancia, el fondo religioso de nuestro pueblo está impregnado por el catolicismo popular, afectivo, intuitivo, ritual y sacramental, con un sentido de Dios cercano y lejano, indulgente y severo, que bendice y castiga. Dios es entrevisto por la figura del Cristo milagroso y sufriente (el Niño-Dios y el Nazareno), al que se accede a través de la Virgen (la madre, la dolorosa y la purísima) y de los santos protectores. También muestra un hondo sentido e la muerte, como se manifiesta en el culto a los muertos y en la esperanza, a veces vaga, de un más allá. En catolicismo resistente a los cambios. La presencia del pueblo en el templo parroquial o en los santuarios muestra su necesidad religiosa, alejada muchas veces de la historia y de la vida real.

Al catolicismo popular le caracteriza el dualismo sagrado-profano, el universo mágico-simbólico, el sentimiento de finitud y de culpa, el colectivismo religioso y las normas y costumbres tradicionales. Se le ha calificado de sacral, individualista, escasamente social, utilitario e inmediato, sin contenido profético. Efectivamente, el pueblo pide a la religión que mantenga las reglas y no provoque cambios. Pero al mismo tiempo, dicha religiosidad muestra unos valores positivos, como la participación popular, la espontaneidad celebrativa, el sentido de la trascendencia, la confianza en Dios y el ejercicio de la plegaria.


ACTITUDES DE LOS FELIGRESES ANTE LO SACRAMENTAL

En la pastoral de cristiandad, el pueblo se identificaba sin dificultad con la parroquia. Los ciudadanos de un mismo territorio parroquial –todos ellos bautizados- eran automáticamente feligreses, más o menos practicantes del culto, en mayor o menor medida creyentes de la doctrina de la Iglesia y próximos o alejados de la moral católica oficial. Hoy vemos que la feligresía de la parroquia en diversa por su tendencia social, edad, nivel cultural, ideología política e interés religioso. Por estas razones, no todos los feligreses demandan a la parroquia ritos, sacramentos o devociones. La tipología de la feligresía parroquial, tocante a lo litúrgico, es variada. Puede distinguirse entre feligreses litúrgicamente exigentes, conformistas tradicionales de la eucaristía dominical, participantes asiduos populares, creyentes no practicantes y bautizados indiferentes o increyentes.

Feligreses litúrgicamente exigentes

Hay feligreses que piden autenticidad –tanto en la liturgia como en otros aspectos de la vida parroquial- de un modo libre, lúcido y responsable, con deseos de participación activa en el culto y opciones de cara al compromiso personal y social. El culto masificado, aunque sea con pocos fieles, no les satisface por su falta de valores. A estos feligreses les caracterizan los rasgos básicos: la fe personal y el sentido social. Les interesa el evangelio y la figura de Jesús de Nazaret, les preocupan las injusticias y opresiones sociales y valoran positivamente el grupo y la asociación. Buscan un compromiso que sea algo más que tarea laboral o quehacer familiar, a saber, aceptación deliberada, empeño consciente y exigencia ética de trabajar por los demás y por la sociedad para hacerla más humana y más justa. Su misión en el mundo adquiere un nuevo relieve cuando atisban la importancia de la evangelización, ingresan en una comunidad y se disponen al compromiso liberador. Estos cristianos litúrgicamente exigentes tachan de asfixiante el mundo parroquial y juzgan con severidad la liturgia parroquial por encontrarla evasiva, rutinaria y mortecina. Cuando dan la espalda a la parroquia y no encuentran una celebración adecuada en un grupo, movimiento o comunidad, corren el peligro de abandonar la práctica sacramental.

Conformistas tradicionales de la eucaristía dominical

Los cristianos dominicales conformistas son los católicos «de toda la vida». Tienen una religiosidad popularizada. Así como la religiosidad popular pertenece al pueblo y es participativa, imaginativa, emotiva, corporal y ritual, la popularizada es de personas no estrictamente populares pertenecientes a las clases medias altas y burguesía dominante. Es religiosidad privada, individual y espiritualista, no colectiva (burguesa), impostada (no ancestral o cósmica), de costumbres (más que tradiciones) y utilitaria (con multiplicación de prácticas). Sus ritos y costumbres surgieron en el siglo XIX o hace algunas décadas, dentro de unos parámetros de pastoral de cristiandad, sin raigambre popular, como es el caso de los primeros viernes, la adoración nocturna, ciertas asociaciones piadosas, etc.

Este grupo católico, conservador y proclive al poder de las derechas, habituado tradicionalmente a dirigir social, cultural y económicamente la vida de la gente sencilla, tiende a disminuir o a transformarse. Durante estos últimos años –dicen los sociólogos- se ha borrado la tradicional asociación entre religiosidad y clase social. La clase alta ha dejado de ser la más religiosa. Lo que se ha roto es otra asociación inveterada, en el sentido de que las personas más religiosas se sitúan a la derecha del espectro político.

Participantes pertenecientes al pueblo

La mayoría de los presentes en las misas dominicales corresponde a la generación de las edades maduras y avanzadas, que hoy supera los cincuenta o sesenta años. La religión está en ellos internalizada mediante la iniciación materna infantil, la catequesis del catecismo, los sacramentos populares, las fiestas periódicas, las idas y venidas al cementerio y las eventuales romerías a la ermita. Ha consistido más en gestos que en palabras, en rezos que en oración personal, en imágenes que en la Biblia y en ritos que en círculos de reflexión.

Recordemos que el pueblo celebra tradicionalmente de un modo ritual, a saber, repitiendo unas acciones simbólicas que refuerzan los vínculos sociales, mantienen las creencias, estructuran los comportamientos y dan sentido a la vida y a la muerte. En los sacramentos la celebración es cosa del cura. Consiguientemente, la parroquia responde –por mayoría de presentes en su culto- a un modelo ritual. En el nivel de las creencias, la parroquia heredada es un universo religioso en el que prevalecen el rito, la obligación y el cumplimiento.

De ahí que en su interior se hayan fomentado valores tradicionales y actitudes pasivas: obediencia, sumisión, resignación, paciencia, etc. Cuesta que el pueblo cante de un modo vibrante, no es fácil que participe en la preparación de la liturgia y es remiso a singularizarse con cualquier gesto externo. En todo caso, el factor religioso parroquial tiene unas importantes funciones de cohesión y de integración social, dentro del orden y de la legalidad, basadas en un Dios protector al servicio de las necesidades inmediatas individuales. Dios, que bendice o castiga, mora lejos y arriba.

Creyentes no practicantes

Según encuestas recientes sobre la práctica religiosa, la mitad del pueblo español se considera creyente no practicante. En el fondo son los practicantes sacramentales ocasionales, cuya fe no incide apenas en su vida ordinaria. A lo largo del año algunos se hacen presentes en bodas y funerales. En menor medida en bautizos, primeras comuniones y confirmaciones. Creyentes no practicantes quiere decir que no acuden a la misa dominical o que han rito con las exigencias morales de la Iglesia.

La generación que hoy oscila entre los treinta y cinco y los cincuenta años sufrió en su niñez o adolescencia dos cambios profundos: el religioso con el Vaticano II y el político con el paso de la dictadura a la democracia. Precisamente por esos dos cambios le faltó a esta generación en su niñez o adolescencia identificación con patrones culturales y cristianos estables. No tuvieron educadores religiosos en situación de firmeza y entereza. Incluso algunos de sus sacerdotes se secularizaron. A medida que avanzaban en su nivel educativo descendían sus creencias. Se criaron en un momento de prosperidad accedieron a un nivel de vida muy superior al de sus padres, recibieron una educación con suficientes medios y estrenaron la edad madura en un clima de igualdad y de libertad de ideas políticas y religiosas, de nuevos comportamientos sociales y de ruptura con los tabúes de la sexualidad. Pusieron su confianza en la racionalidad humana y esperaron un ilimitado desarrollo respecto de la ciencia, la técnica y la economía. Les sedujo el socialismo y el marxismo. Hoy en generación crítica, con una buena dosis de escepticismo, alejada de lo institucional religioso y político, centrada en el logro de una vida personal y familiar, afianzada en la posesión de un trabajo y apegada al dinero. Esta generación pasó de unas acciones sociales prescriptas a unas de libre elección, de la institucionalización de la tradición a la instalación en el cambio y, finalmente, del asociacionismo al individualismo. A los que pertenecen a esta generación no les va la parroquia.

Si se compara con la generación hoy mayor, la generación del concilio y del cambio político es menos practicante. En todo caso hay un máximo de alejamiento religioso hacia los 30-35 años. Hay entre ellos, evidentemente, cristianos con raíces evangélicas, creyentes y practicantes, que se han mantenido gracia a parroquias vivas y a pequeños reductos de movimientos y comunidades. Tanto en la ciudad como en el campo, los hijos de estos cristianos militantes no practican y apenas creen. Los pertenecientes a la generación del distanciamiento religioso se hacen presentes, aunque mudos, en algunos actos de catolicismo popular, sin convicciones aparentes. Ni fueron evangelizados por el catolicismo popular, ni por el cristianismo evangélico de los movimientos. Cuando algunos de ellos –los que emigraron a la ciudad- regresan a su lugar de origen, bien por las fiestas, bien por los fines de semana, asisten a las celebraciones religiosas de la parroquia con la nostalgia de su niñez. Por eso, cuando retornan desean encontrar ahí lo que dejaron al salir del pueblo. Protestan si se hacen cambios. Pero ya no tienen tanta fe en el progreso o en la ciencia, ni confían en el racionalismo humano o en las grandes ideologías, incluidas las religiosas. De ahí su posible apertura a la fe, al encontrarse en el «sin sentido» de la vida y sentir la necesidad de su sentido.

Bautizados indiferentes o increyentes

La actitud de indiferencia religiosa se da sobre todo en la juventud. Una gran parte de la juventud actual parece religiosa y se halla muy alejada de lo eclesial. Su secularización se manifiesta en el fuerte incremento de la indiferencia religiosa. La fe es para el joven un asunto subjetivo y una experiencia con escasa relevancia doctrinal. Los valores religiosos son entendidos como valores de un orden cultural antiguo o de un modo de pensar adulto, semejantes a lo que significa esfuerzo, disciplina, orden, seguridad y autoridad. Según estudios recientes, algunos jóvenes actuales, hijos de la generación del 68, recibieron una educación deficiente por la conflictividad conyugal, la permisividad consentida y el aislamiento en el seno familiar. Son más libres e independientes pero más vulnerables.

Con todo, el cristianismo de la juventud actualmente creyente es más asociativo y grupal, menos gregario y sacramental, más relacionado con la experiencia y la vida, y más libre de regulaciones que el de algunas décadas anteriores. Los jóvenes cristianos son básicamente de dos tipos: uno conservador, eclesial, espiritualista; otro, progresista, preocupado por la dimensión social de la fe, crítico con lo institucional y libre en la aceptación de los valores. Según los recientes estudios de sociología religiosa, aunque cada vez hay menos jóvenes religiosos, los que son creyentes son más conscientes de su fe que los de las generaciones precedentes. Salvo para un grupo de jóvenes muy minoritarios, la parroquia no es un mundo apto para la juventud; es de personas mayores.


DIFICULTADES DE LA LITURGIA PARROQUIAL

En primer lugar, la liturgia parroquial se fundamenta en el bautismo de infantes, plenamente generalizado. La insatisfacción que genera el sacramento de la regeneración en muchos pastores y en no pocos cristianos exigentes es obvia. Con frecuencia la comunidad cristiana, aunque exista, está ausente del acto bautismal celebrado en un contexto familiar. No es extraño que sea difícil ver el bautismo como sacramento de la fe; es, a lo sumo, sacramento de la gracia. También resulta difícil verlo como símbolo sacramental de pertenencia a la Iglesia; es, de hecho, rito ancestral de manifestación religiosa. En la desviación del bautismo radica, a mi modo de ver, una de las mayores crisis de la parroquia.

En segundo lugar, la liturgia parroquial –al no ser celebrada en asamblea comunitaria- difícilmente resuelve algunos aspectos sociales de la celebración cristiana: la comunicación, base de la relación interpersonal y proceso por el cual se intercambian creencias, ideas, sentimientos, etc.; la educación de la fe o del sentido cristiano de la vida; el sentido de pertenencia o dinamismo psicológico fundamental por el cual el fiel percibe a la Iglesia y se identifica con ella; y el impulso al compromiso, según el cual el miembro de la asamblea hace efectivo en el mundo lo que proclamó en la celebración.

En tercer lugar, los fines de semana y las vacaciones, especialmente las de semana santa, dificultan la reunión cristiana parroquial. Recordemos que el tiempo social de la parroquia se ha estructurado en torno al binomio domingo/semana y a la alternancia de los tiempos fuertes (Navidad, Semana Santa) con los tiempos débiles (verano, vacaciones). En concreto, el domingo no es en general día de reunión comunitaria sino día de reunión selectiva, en privado o en familia, a causa de los fines de semana y de otros contactos sociales entre semana. Al no ser el domingo un tiempo fuerte de vida colectiva, lo religioso queda en la esfera de lo privado. Por otra parte, al desaparecer el juridicismo, desaparece la obligación dominical. Todo esto exige considerar de nuevo el ritmo parroquial y situar la parroquia en un marco pastoral más amplio, de acuerdo a nuevas demandas procedentes de las vacaciones, el turismo, ciertas fiestas, acontecimientos deportivos, etc.

FUNCIÓN LITÚRGICA DE LA PARROQUIA

Hay dos tesis pastorales obvias que conviene recordar: la acción pastoral no se reduce al quehacer litúrgico, ni el quehacer de la parroquia es meramente sacramental. Pero la parroquia tiene sin duda por herencia histórica y vocación actual un cometido sacramental. Para llevarlo a cabo debe inscribirse la pastoral litúrgica parroquial en un amplio contexto pastoral.

Edificar una comunidad cristiana

Nuestros gestos sacramentales están vaciados de contenidos porque no hay comunidad adulta de creyentes, ni reunión adecuada de bautizados convencidos. Recordemos que la liturgia supone una comunidad, ya que es tarea comunitaria. La asamblea es el principal signo de la Iglesia y la celebración es obra de toda la asamblea, de todo el pueblo de Dios reunido. Sin embargo, el sujeto de la celebración, que es la asamblea, ha sido suplantado por la familia o el aglomerado. De otra parte nos falta sentido genuino de reunión al modo popular.

Algunos movimientos comunitarios han utilizado la institución parroquial para captar feligreses y acrecentar su propia obra, paralela a la misma parroquia e incluso a la diócesis. Esto no es nuevo. A la parroquia, sobre todo rural, han acudido constantemente religiosos en busca de niños y adolescentes con síntomas de vocación, así como movimientos eclesiales con la pretensión de nutrir las filas de sus militantes. El problema se plantea cuando se introduce en la parroquia rural un módulo comentario paralelo a la misma con iniciación y compromiso propios. Entonces aparecen problemas graves, como es la división de la parroquia en dos facciones, la que sigue una línea independiente de la diócesis, dirigida con rigor estricto por el movimiento comunitario supradiocesano, y la del pueblo practicante dominical, alejado del elitismo grupal de los elegidos. Esta división o separación se pone en evidencia, por ejemplo, en la celebración de vigilias de adviento, pascuas comunitarias y vigilias de Pentecostés elitistas, segregadas de la asamblea parroquial, popular y masiva. Esta actitud corresponde a movimientos no estrictamente diocesanos, de cuño conservador, dependientes de un fundador anclado en el Vaticano a secas, no el Vaticano II.

Evangelizar a los bautizados

La evangelización se dirige a indiferentes, alejados, no practicantes o piadosos sin conversión evangélica para que descubran las dimensiones personales y sociales de la fe. Un caso particular son los bautizados que viven al margen de la vida cristiana o tienen una fe, más o menos vaga, sin fundamentos (fe del carbonero), con adherencias inadecuadas (fe mágica popular) o separada de la justicia (fe de espiritualistas). Hay muchos bautizados que ya no creen ni practican, practicantes ocasionales que apenas creen (a lo sumo asisten a bodas y funerales), creyentes que practican con una cierta regularidad pero no están evangelizados y aún católicos asiduos a la eucaristía dominical que poseen una deficiente evangelización y una incompleta catequesis. También hay bautizados que no han sido educados en clave religiosa o que abandonaron en la adolescencia su religión infantil.

Los bautizados alejados de la vida cristiana son en muchas ocasiones «descreídos». Conservan una mala imagen de la Iglesia junto a una valoración positiva del evangelio y de la persona de Jesús. El cristianismo no tiene para ellos ninguna novedad. Se muestran indiferentes a la proclamación verbal del kerigma o de la palabra. Juzgan con severidad –y a veces con injusticia- las intenciones de los obispos y presbíteros, pero muestran un gran respeto hacia los creyentes genuinos e incluso hacia la fe cristiana, secretamente añorada por no pocos, algunos sienten la necesidad de abandonar de una vez el escaso y falso cristianismo en el que se mueven o de tomarlo en serio del todo.

La conversión de los nuevos paganos es difícil. De ordinario es conversión religiosa más que moral; no es salida del pecado sino búsqueda de un sentido nuevo de la vida, al caer en cuenta de que se necesita algo profundo en la vida. Evidentemente esto lleva consigo un cambio de conciencia y de conducta. En algunos casos hay nostalgia de una cierta experiencia religiosa anterior.

En cualquier caso, la evangelización ha de tener en cuenta ciertas situaciones álgidas, como los momentos de crisis o de cambio de valores, la euforia que producen algunas celebraciones, el encuentro profundo con otras personas, el compromiso gratuito a favor de los pobres, la experiencia de la fragilidad de la vida, etc. Debemos tener presentes las «semillas de la Palabra» (AG 11) o las «preparaciones evangélicas» (LG 16) actuales, como el ansia de justicia en el reparto de bienes, el crecimiento del pacifismo, el ascenso del feminismo, la defensa de la cultura popular, el temor a la manipulación, la valoración de la coherencia, el hastío del consumismo, etc.

Iniciar a los evangelizados

Por ausencia de un proyecto misionero, adecuado, no sólo se ha supeditado durante siglos la evangelización a la sacramentalización –sin una eficaz formación cristiana- sino que, a causa de la infantilización de la iniciación sacramental, la catequesis de niños ha tenido entre nosotros más importancia que la de los jóvenes y adultos. El pueblo cristiano se instruía en el seno familiar, en la catequesis de primera comunión y en la predicación dominical y devocional. Al considerar creyentes a todos los bautizados, la preocupación era sacramental antes que misionera. De hecho, a causa de la generalización del bautismo de niños y de la desaparición del catecumenado de los adultos, la mayoría de los bautizados no han sido evangelizados o catequizados suficientemente por la familia, la escuela o la parroquia. Todavía más, la actual generación creyente y practicante, instruida antes del Concilio, recibió en general una catequesis propia del catolicismo de cristiandad, antimoderno y preconciliar.

En cambio, las generaciones formadas a partir de la década de los sesenta han recibido, salvo excepciones, una catequesis conciliar, pero han crecido en una sociedad económicamente capitalista, culturalmente secular y políticamente aconfesional, con un distanciamiento creciente de la Iglesia y de sus instituciones, tanto en el terreno de las prácticas culturales como de la moral religiosa. Aunque se considera mayoritariamente creyente es poco practicante y sus criterios cristianos son a todas luces insuficientes. En todo caso, el abandono de la práctica religiosa no se explica sólo por las condiciones seculares sociales, sino por la deficiente formación recibida sin garantías de adultez. Hoy comprobamos que en la mayoría de los casos la familia se inhibe en la educación cristiana de los niños, bien porque los padres son poco creyentes, bien porque no saben dar a sus hijos mínimas razones de su esperanza. Todo se confía a una futura religión escolar, hoy en crisis, o a una ascendente pero incompleta catequesis parroquial.

En las conclusiones del sector de trabajo «educación en la fe de los adultos», que se constituyó en el congreso Parroquia evangelizadora de 1988, se afirma de entrada que «muchos adultos de nuestras parroquias necesitan un proceso serio de fundamentación de su fe». Ahí se aboga por «una catequesis orgánica (y sistematizada) de inspiración catecumenal para quienes necesitan ser iniciados en la fe» o por «un proceso educativo para hacer surgir un cristiano con fuerte talante misionero». Estos deseos, teóricamente descritos, contrastan con lo que en este campo se observa en la realidad pastoral. Hay en nuestras parroquias –reconoce el congreso citado- «pobreza del anuncio explicito del evangelio hecho a los increyentes», dificultades de establecer «una catequesis de las homilías» y escasa «incidencia misionera de los grupos parroquiales».

Recordemos que la exhortación Catechesi Tradendae habla de catecúmenos (n. 44), a saber, «adultos que tienen necesidad de catequesis». Señala cuatro tipos: 1) Los catecúmenos estrictos de «regiones todavía no cristianizadas». 2) Los que fueron catequizados en su infancia pero luego se alejaron. 3) Los que recibieron una catequesis «precoz, pero mal orientada o mal asimilada». 4) Los que«nunca fueron educados en la fe» a pesar de haber nacido en «países cristianos». Las Proposiciones del IV Sínodo sobra la Catequesis (1977) sostienen la conveniencia de que «surjan diversos métodos de iniciación en la vida cristiana para no bautizados y, sobre todo, para un gran número de bautizados que no han recibido una adecuada educación cristiana en la fe». Poco a poco se toma conciencia de la «necesidad de que hoy el proceso de catequización tenga inspiración catecumenal». Se trata de un «catecumenado para bautizados» o «reiniciación» que complementa la tarea de la evangelización.

Celebrar litúrgicamente con los fieles

La lucha por la recuperación del sentido sacramental del cristianismo es decisiva en el futuro de la parroquia. De hecho, la crisis sacramental, hoy aguda, es crisis de la parroquia.

La asamblea parroquial se reúne en torno a la persona de Jesús y se dirige al Padre con la fuerza del Espíritu, mediante la palabra y los signos sacramentales. Especialmente deben ser cuidados cuatro elementos: la homilía, el canto, la oración y los signos. Recordemos que la liturgia celebra simbólicamente el misterio cristiano que la evangelización anuncia: lo hace a través de toda la celebración, pero de un modo más patente en la profesión de fe y en la plegaria eucarística.

Estamos viendo hoy los primeros frutos de la reforma litúrgica conciliar, al menos en las parroquias renovadas: se aprende a rezar en la celebración, se pone en común la fe, se revisa la caridad desde el evangelio y se acrecienta la esperanza cristiana. También se advierte el crecimiento en la participación de la comunión, hay total libertad religiosa para acudir y se exige en toda celebración una esmerada calidad litúrgica. Cuando esto no se consigue, los laicos protestan o se van.

Después del Vaticano II los sacramentos no son cosas sino acciones de la Iglesia; no son ceremonias sino celebraciones de los cristianos; no son ritos sagrados sino compromisos evangélicos. Sin embargo, han sido entendidos durante mucho tiempo como instrumentos de la gracia. Hoy los comprendemos como expresiones simbólicas de la Iglesia y como anticipaciones proféticas de la utopía del reino. Parten de la vida y son sacramentos de la vida.

En definitiva, los sacramentos deben ser gestos verdaderos en relación al «ser humano», ya que pertenecen a la humanidad y a su tradición religiosa. Esto exige que recuperemos el cuerpo. Los sacramentos son, en segundo lugar, gestos del amor de Dios en relación al «reino», es decir, simbolizan la acción liberadora de Dios. Esto exige que recuperemos la utopía. En tercer lugar, los sacramentos son gestos de liberación en relación a los «pobres y marginados». Por ser signos de la fe invitan a la conversión, a cambiar de vida, a la entrega por los demás. Esto exige que recuperemos el compromiso. En cuarto lugar, los sacramentos son gestos de resurrección en relación a la «vida plena», a saber, son signos privilegiados de la presencia del Resucitado. Esto exige que recuperemos la esperanza. Finalmente, son gestos de creyentes en asamblea en relación a la «Iglesia». Esto exige que recuperemos la comunidad. Y recuperando la comunidad será posible una liturgia viva en nuestras parroquias.

Fuente: Casiano Floristán

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