La participación es una exigencia de la naturaleza misma
de la liturgia. Ésta consiste en estar presentes activamente en la acción
mistérica de Cristo actuada en la celebración. La liturgia es el medio como se
ejerce la obra de nuestra redención[1].
Cuando los files participan de la celebración están en situación de presencia
en el acontecimiento histórico de la salvación y ejercen en Cristo, por Cristo
y con Cristo siempre presente y siempre vivo, su sumo y único sacerdocio.
El Concilio
ofrece algunos criterios generales para facilitar la mejor participación de los
ministros y de los fieles en la celebración.
Los
pastores de almas deben promover la participación activa con diligencia en toda
su actuación pastoral, por medio de una educación adecuada. Para esto los
ministros se deben impregnar totalmente del espíritu y de la fuerza de la
liturgia y llegar a ser maestros de la misma[2]. Los
seminaristas y religiosos en formación deben adquirir una sólida formación
litúrgica, que les permitan comprender los sagrados ritos y participar de ellos
con toda el alma[3].
Los pastores de almas, deben estar continuamente actualizados, porque es imposible esperar una plena y
consciente participación de los fieles si ellos mismos no se hacen maestros de
la participación.
A los
sacerdotes, tanto seculares como religiosos, que ya trabajan en la viña del
Señor, se les ha de ayudar con todos los medios apropiados a comprender cada
vez más plenamente lo que realizan en las funciones sagradas, a vivir la vida
litúrgica y comunicarla a los fieles a ellos encomendados[4].
Los pastores de almas fomenten con diligencia y
paciencia la educación litúrgica y la participación activa de los fieles,
interna y externa, conforme a su edad, condición, género de vida y grado de
cultura religiosa, cumpliendo así una de las funciones principales del fiel
dispensador de los misterios de Dios y, en este punto, guíen a su rebaño no
sólo de palabra, sino también con el ejemplo[5].
Los
fieles deben ser seguidos y formados según su edad, género de vida y grado de
cultura religiosa, ayudándoles con todos los medios a comprender cada vez más
plenamente aquello en lo que participan y a vivir la vida litúrgica, es decir,
a expresar con la vida lo que celebran con la fe.
Los ministros,
lectores, guías y miembros del coro, deben ser educados con especial atención,
cada uno según su propia condición, al espíritu litúrgico, y deben ser formados
para seguir con orden las normas establecidos, en el ejercicio de su función[6].
El concilio
subraya que la liturgia no se agota sólo en la celebración, ya que se habla de
una “vida litúrgica”[7]. El
fiel debe expresar con la propia vida lo que se celebra con la fe. El fiel se
alimenta de la liturgia y obtiene de ella la fuerza necesaria para dar
testimonio en el mundo de la transformación que Dios produce en su alma,
llevándolo a la santificación de todo su obrar. No existe autentica vida
cristiana sin una vida litúrgica, de la cual recibimos las gracias para comunicar
la caridad de Cristo. La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de
la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda fuerza[8].
En
relación a la reforma de los textos y ritos se dice que estos deben estar
ordenados de modo tal que expresen claramente la santa realidad que significan
y así el pueblo cristiano pueda fácilmente entender y participar a la
celebración de forma plena, activa y comunitaria[9]. Se
promueve la participación mediante un especial cuidado de las aclamaciones de
los fieles, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos, las
acciones, los gestos, silencios. Además se deben incluir en los libros
litúrgicos las rubricas que contienen las partes de los fieles[10].
Los
principios que se dan para facilitar la participación son: la noble simplicidad
en relación con los ritos, gestos, edificio de culto, libros, ornamentos
litúrgicos, objetos litúrgicos; claridad y brevedad, para que la realidad que
significan sean expresadas claramente, evitando las inútiles repeticiones[11];
comprensibilidad, en cuanto sea posible[12]; la dimensión
comunitaria, porque la acción litúrgica es siempre una acción del Corpus totus[13];
mayor apertura de los tesoros de la Escritura en la celebración litúrgica[14]; conservar
la tradición y abrirse a un legítimo progreso[15]; sustancial
unidad, sin una rígida uniformidad. La unidad de la Iglesia no excluye las
varias tradiciones, usos y expresiones,
dentro de los límites establecidos, en las ediciones
típicas de los libros litúrgicos, sobre todo en lo tocante a la administración
de los Sacramentos, de los sacramentales, procesiones, lengua litúrgica, música
y arte sagrados, siempre de conformidad con las normas fundamentales contenidas
en esta Constitución[16].
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