La renovación promovida por el Vat. II, al afectar en
una gran medida a la liturgia, ha tenido que enfrentarse, consiguientemente,
con el problema artístico, no como realidad autónoma, sino como parte de la
estructura sobre la que descansa el signo litúrgico mismo.
El problema era tanto más grave cuanto que el arte, en
sus manifestaciones más destacadas, se hallaba en crisis. La muerte del
arte, preconizada por Hegel, parecía pronta a ser celebrada por los mismos
artistas.