La renovación promovida por el Vat. II, al afectar en
una gran medida a la liturgia, ha tenido que enfrentarse, consiguientemente,
con el problema artístico, no como realidad autónoma, sino como parte de la
estructura sobre la que descansa el signo litúrgico mismo.
El problema era tanto más grave cuanto que el arte, en
sus manifestaciones más destacadas, se hallaba en crisis. La muerte del
arte, preconizada por Hegel, parecía pronta a ser celebrada por los mismos
artistas.
Hasta nuestros tiempos una obra de arte se consideraba
tal en la medida en que lograba ser bella (es decir, en que conseguía
una síntesis que integrara lo verdadero con lo bueno y que, al ser contemplada,
agradara). En cambio, en los años en que tuvo lugar el Vat. II, dominaba ya la
idea de que una obra de arte no debía referirse más que a sí misma; e
inmediatamente después de aquellos años comenzó a reinar la idea de que el
artista debía renunciar incluso a la creación más o menos consciente,
ateniéndose solamente al mero encuadramiento de un objeto, por informe o
deforme que fuera. Era la expresión de una total desconfianza en la posibilidad
de comunicar lo verdadero mediante signos creados o elegidos por el hombre; una
reacción a la proliferación de palabras e imágenes que, en la propaganda o en
la publicidad, habían invadido todos los sectores de la vida. Sólo una radical
iconoclastia y un total rechazo de las imágenes parecían capaces de recuperar
para el hombre los espacios donde poder reconquistar la paz. En el silencio.
Tampoco era casual que al tema sobre la muerte del
arte se sumase un nuevo tema sobre la muerte de Dios. Porque si Dios
sólo es cognoscible a través de sus imágenes y solamente adquiere un rostro
humano en la persona de Cristo, su perfecta imagen, que debe reflejarse no sólo
en el rostro de los hijos de la iglesia, sino también en sus obras transfiguradoras
del mundo material, la iconoclastia universal conlleva inevitablemente la
incomunicabilidad con Dios.
Pero tanto entre los teólogos de la muerte de Dios
como entre los artistas promotores de la muerte del arte, sus mejores
representantes no tardaron en redescubrir y encontrarse unidos en el descubrimiento
de dos realidades afines: la construcción imaginaria de ciudades ideales, llamadas
utopías, y las celebraciones de las fiestas populares, caracterizadas
unas y otras por ser juegos serios, fuentes de esperanza y de un poder
desconcertante en donde el arte podía redescubrirse a sí mismo en su relación
con el rito.
Tal relación —y, por tanto, el sentido de expresiones
como arte sacro, arte litúrgico, arte religioso, arte cristiano y hasta,
simplemente, arte— se ha entendido de múltiples y diversos modos. Hay quien
sostiene que toda distinción es inútil.
Otros solamente llaman sacro al arte consagrado
a. Dios, sea mediante un acto interno o por una intencionalidad inherente a
la obra, sea incluso tan sólo para expresar la sublimidad de la actividad
artística, definible también como divina; llaman litúrgico al arte
entendido y utilizado en el ámbito del culto; religioso al que explícita
o tal vez implícitamente exige una fe; cristiano a aquel cuyo objeto
gira en torno a la fe cristiana. Una obra de arte, sin embargo, adquiere una u otra
de las antedichas características no ciertamente por el hecho de presentar
determinados o determinables rasgos o marcos que la distinguen como tal. Con
todo, no es ninguna incoherencia denominar sacro a todo lo que tiene una
relación con lo trascendente, y litúrgico a cuanto interviene en la liturgia
en perfecta sintonía con su espíritu, cooperando de una manera apropiada a la
plena realización de la realidad litúrgica, en su dimensión natural, es decir,
sosteniendo el concurso del hombre (ya que Dios actúa siempre a la perfección).
Tendremos, pues, arte litúrgico cuando los caracteres
específicos de la liturgia se manifiesten con dignidad y elevación, filtrándose
y expresándose en el lenguaje corriente; así es como la iglesia puede
justamente afirmar no haber tenido jamás "como propio estilo artístico alguno"
(SC 123). En efecto, todo artista puede hacer en cualquier tiempo arte
litúrgico, al poner sus cualidades artísticas al servicio de la liturgia,
informado por el espíritu de la misma. Tal arte puede, pues, llamarse también
sacro y religioso por el hecho de estar consagrado a Dios y a la relación del
hombre con él.
De V. Gatti
Nuevo Diccionario de Liturgia – Ediciones Paulinas
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