La Constitución Sacrosanctum
Concilium fue el primer documento aprobado por los padres conciliares. Es
fruto de un concilio que advierte la necesidad de la Iglesia de fortalecer su
fe, que siente la urgente necesidad de dar una mayor eficacia a su sana
vitalidad y de promover la santificación de sus miembros, la difusión de la
verdad revelada y la consolidación de sus estructuras[1]. Dentro
del amplio horizonte de renovación del Pueblo de Dios tiene especial
importancia la vida litúrgica. La Constitución buscará fomentar la vida
litúrgica, en una línea de continuidad con la Tradición viva de la Iglesia, a
fin de que todos sus hijos puedan participar de ella con mayor provecho
espiritual.
La Sacrosanctum Concilium fue promulgada al
final de la segunda sesión de trabajo, el 4 de diciembre de 1963. El grado de
consenso alcanzado los demuestra el resultado de la votación. Fueron 2158 los
votos a favor y solamente 4 en contra. Es elocuente la unidad de corazones en un
tema tan delicado como la liturgia, centro y fuente de la vida cristiana. La
liturgia tiene en la vida de la Iglesia un valor central. Lo explica así, Juan
Pablo II:
La Constitución ilustra bien el motivo de esta
centralidad, situándolo en el horizonte de la historia de la salvación.
Frente a las múltiples formas de oración, la liturgia tiene una estructura
propia, no sólo porque es la oración pública de la Iglesia, sino sobre todo
porque es verdadera actualización y, en cierto sentido, continuación,
mediante los signos, de las maravillas realizadas por Dios
para la salvación del hombre. Esto es verdad particularmente en los
sacramentos, y de modo muy especial en la Eucaristía, en la que Cristo mismo se
hace presente como sumo sacerdote y víctima de la nueva alianza[2].
La Constitución tiene 7 capítulos,
precedidos por una introducción, y un apéndice sobre la revisión del calendario
litúrgico. El capítulo central es el primero. En este se desarrollan los
principios generales para la reforma y el incremento de la Sagrada liturgia; la
naturaleza de la Sagrada Liturgia y su importancia en la vida de la Iglesia; la
educación litúrgica y la participación activa; la vida litúrgica en las
diócesis y en las parroquias; el incremento de la acción pastoral litúrgica.
El capítulo segundo presenta de
forma sintética la Sagrada Eucaristía, memorial del Señor, reactualización del
sacrificio del Calvario, banquete pascual en donde se alimenta el cristiano del
mismo Señor. Se insiste en la participación consciente, piadosa y activa de los
fieles en la celebración. Se habla de la unidad de las dos mesas: la de la
palabra y la de la Eucaristía. Ambas están relacionadas y son constitutivas del
único acto de culto que es la Misa.
El capítulo tercero se refiere a los
sacramentos, a su naturaleza y a la reforma de los rituales para que expresen
la visión litúrgica renovada por el Concilio. Los sacramentos están ordenados a
la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y a dar
culto a Dios. Y como signos tiene la función de instruir, con las palabras y
los elementos rituales, nutren, robustecen y expresan la fe. Es deseo de los
padres conciliares que los fieles puedan comprender fácilmente los signos
sacramentales y se acerquen con diligencia a los sacramentos que han sido
instituidos para nutrir la vida cristiana.
El capítulo cuarto trata sobre la
liturgia de las horas como oración de toda la Iglesia, oración sacerdotal por
la cual se alaba al Padre y se intercede por la salvación de todo el mundo[3]. El
capítulo quinto presenta el año litúrgico, como celebración del misterio de
Jesucristo que pone a los fieles en contacto con los misterios de la redención[4]. Se
precisa el sentido de las celebraciones marianas y las fiestas de los santos
dentro del ciclo litúrgico[5].
Ellas deben ser más expresivas del único misterio que celebramos: Jesucristo
muerto y resucitado para nuestra salvación. Se hace especial mención al
domingo, como fiesta primordial de los cristianos consagrada por la
resurrección de Cristo. El domingo es el día del Señor, en el que se escucha la
Palabra de Dios y se celebra la Eucaristía[6].
El capítulo sexto destaca la
importancia de la música sagrada para la celebración. Ofrece criterios
generales para comprender el significado de la música sagrada en la acción
litúrgica y su aporte en el ámbito de la celebración. El último capítulo
resalta la función del arte al servicio de la liturgia. La belleza es el
lenguaje que el arte utiliza para insertarse en el dinamismo celebrativo
elevando el ánimo del hombre para la glorificación de Dios.
Como
síntesis de la Constitución podemos hacer uso de las palabras dirigidas `por Juan
Pablo II en el Ángelus del 12 de diciembre de 1995:
Verdaderamente fueron sabias las indicaciones que dio el
Concilio para hacer que la liturgia fuera cada vez más significativa y eficaz,
adecuando los ritos a su sentido doctrinal, infundiendo nuevo vigor a la
proclamación de la Palabra de Dios, impulsando a los fieles a una participación
más activa y promoviendo las diversas formas de ministerio que, mientras
expresan la riqueza de los carismas y de los servicios eclesiales, muestran de
modo elocuente que la liturgia es, a la vez, acto de Cristo y de la Iglesia.
También fue decisivo el impulso para adaptar los ritos a las diferentes lenguas
y culturas, a fin de que también en la liturgia la Iglesia pueda expresar con
plenitud su carácter universal[7].
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