Tomás H. Jerez

jueves, 23 de agosto de 2012

PARTICIPACIÓN ACTIVA - Contenidos de la Sacrosanctum Concilium


La Constitución Sacrosanctum Concilium fue el primer documento aprobado por los padres conciliares. Es fruto de un concilio que advierte la necesidad de la Iglesia de fortalecer su fe, que siente la urgente necesidad de dar una mayor eficacia a su sana vitalidad y de promover la santificación de sus miembros, la difusión de la verdad revelada y la consolidación de sus estructuras[1]. Dentro del amplio horizonte de renovación del Pueblo de Dios tiene especial importancia la vida litúrgica. La Constitución buscará fomentar la vida litúrgica, en una línea de continuidad con la Tradición viva de la Iglesia, a fin de que todos sus hijos puedan participar de ella con mayor provecho espiritual.




            La Sacrosanctum Concilium fue promulgada al final de la segunda sesión de trabajo, el 4 de diciembre de 1963. El grado de consenso alcanzado los demuestra el resultado de la votación. Fueron 2158 los votos a favor y solamente 4 en contra. Es elocuente la unidad de corazones en un tema tan delicado como la liturgia, centro y fuente de la vida cristiana. La liturgia tiene en la vida de la Iglesia un valor central. Lo explica así, Juan Pablo II:



La Constitución ilustra bien el motivo de esta centralidad, situándolo en el horizonte de la historia de la salvación. Frente a las múltiples formas de oración, la liturgia tiene una estructura propia, no sólo porque es la oración pública de la Iglesia, sino sobre todo porque es verdadera actualización y, en cierto sentido, continuación, mediante los signos, de las maravillas realizadas por Dios para la salvación del hombre. Esto es verdad particularmente en los sacramentos, y de modo muy especial en la Eucaristía, en la que Cristo mismo se hace presente como sumo sacerdote y víctima de la nueva alianza[2].



            La Constitución tiene 7 capítulos, precedidos por una introducción, y un apéndice sobre la revisión del calendario litúrgico. El capítulo central es el primero. En este se desarrollan los principios generales para la reforma y el incremento de la Sagrada liturgia; la naturaleza de la Sagrada Liturgia y su importancia en la vida de la Iglesia; la educación litúrgica y la participación activa; la vida litúrgica en las diócesis y en las parroquias; el incremento de la acción pastoral litúrgica.



            El capítulo segundo presenta de forma sintética la Sagrada Eucaristía, memorial del Señor, reactualización del sacrificio del Calvario, banquete pascual en donde se alimenta el cristiano del mismo Señor. Se insiste en la participación consciente, piadosa y activa de los fieles en la celebración. Se habla de la unidad de las dos mesas: la de la palabra y la de la Eucaristía. Ambas están relacionadas y son constitutivas del único acto de culto que es la Misa.



            El capítulo tercero se refiere a los sacramentos, a su naturaleza y a la reforma de los rituales para que expresen la visión litúrgica renovada por el Concilio. Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y a dar culto a Dios. Y como signos tiene la función de instruir, con las palabras y los elementos rituales, nutren, robustecen y expresan la fe. Es deseo de los padres conciliares que los fieles puedan comprender fácilmente los signos sacramentales y se acerquen con diligencia a los sacramentos que han sido instituidos para nutrir la vida cristiana.



            El capítulo cuarto trata sobre la liturgia de las horas como oración de toda la Iglesia, oración sacerdotal por la cual se alaba al Padre y se intercede por la salvación de todo el mundo[3]. El capítulo quinto presenta el año litúrgico, como celebración del misterio de Jesucristo que pone a los fieles en contacto con los misterios de la redención[4]. Se precisa el sentido de las celebraciones marianas y las fiestas de los santos dentro del ciclo litúrgico[5]. Ellas deben ser más expresivas del único misterio que celebramos: Jesucristo muerto y resucitado para nuestra salvación. Se hace especial mención al domingo, como fiesta primordial de los cristianos consagrada por la resurrección de Cristo. El domingo es el día del Señor, en el que se escucha la Palabra de Dios y se celebra la Eucaristía[6].



            El capítulo sexto destaca la importancia de la música sagrada para la celebración. Ofrece criterios generales para comprender el significado de la música sagrada en la acción litúrgica y su aporte en el ámbito de la celebración. El último capítulo resalta la función del arte al servicio de la liturgia. La belleza es el lenguaje que el arte utiliza para insertarse en el dinamismo celebrativo elevando el ánimo del hombre para la glorificación de Dios.



            Como síntesis de la Constitución podemos hacer uso de las palabras dirigidas `por Juan Pablo II en el Ángelus del 12 de diciembre de 1995:



Verdaderamente fueron sabias las indicaciones que dio el Concilio para hacer que la liturgia fuera cada vez más significativa y eficaz, adecuando los ritos a su sentido doctrinal, infundiendo nuevo vigor a la proclamación de la Palabra de Dios, impulsando a los fieles a una participación más activa y promoviendo las diversas formas de ministerio que, mientras expresan la riqueza de los carismas y de los servicios eclesiales, muestran de modo elocuente que la liturgia es, a la vez, acto de Cristo y de la Iglesia. También fue decisivo el impulso para adaptar los ritos a las diferentes lenguas y culturas, a fin de que también en la liturgia la Iglesia pueda expresar con plenitud su carácter universal[7].

 
Tomás H. Jerez

                [1]Cf.  Juan XXIII, Constitución apostólica Humanae Salutis, de nuestro Santísimo Señor.
                [2] Juan Pablo II, Ángelus, 12 de noviembre de 1995, 2.
                [3] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Sacrosanctum Concilium, sobre la liturgia, 83-84 (a partir de ahora SC).
                [4] Cf. SC 102.
                [5] Cf. SC 103-104.
                [6] Cf. SC 106
                [7] Juan Pablo II, Ángelus, 12 de noviembre de 1995, 2.

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