La celebración de la Misa,
como acción de Cristo y de la Iglesia, es el centro de toda la vida cristiana,
en favor de la Iglesia, tanto universal como particular, y de cada uno de los
fieles, a los que «de diverso modo afecta, según la diversidad de órdenes,
funciones y participación actual. De este modo el pueblo cristiano, “raza
elegida, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido”, manifiesta su orden
coherente y jerárquico». «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio
ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado,
se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan de forma
peculiar del único sacerdocio de Cristo».
Todos los fieles, por el
bautismo, han sido liberados de sus pecados e incorporados a la Iglesia,
destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, para que por su
sacerdocio real, perseverantes en la oración y en la alabanza a Dios, ellos
mismos se ofrezcan como hostia viva, santa, agradable a Dios y todas sus obras
lo confirmen, y testimonien a Cristo en todos los lugares de la tierra, dando
razón a todo el que lo pida, de que en él está la esperanza de la vida eterna.
Por lo tanto, también la participación de los fieles laicos en la celebración
de la Eucaristía, y en los otros ritos de la Iglesia, no puede equivaler a una
mera presencia, más o menos pasiva, sino que se debe valorar como un verdadero
ejercicio de la fe y la dignidad bautismal.
Así pues, la doctrina
constante de la Iglesia sobre la naturaleza de la Eucaristía, no sólo convival
sino también, y sobre todo, como sacrificio, debe ser rectamente considerada
como una de las claves principales para la plena participación de todos los
fieles en tan gran Sacramento. «Privado de su valor sacrificial, se vive como
si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival
fraterno».
Para promover y manifestar una
participación activa, la reciente renovación de los libros litúrgicos, según el
espíritu del Concilio, ha favorecido las aclamaciones del pueblo, las
respuestas, salmos, antífonas, cánticos, así como acciones, gestos y posturas
corporales, y el sagrado silencio que cuidadosamente se debe observar en
algunos momentos, como prevén las rúbricas, también de parte de los fieles.
Además, se ha dado un amplio espacio a una adecuada libertad de adaptación,
fundamentada sobre el principio de que toda celebración responda a la
necesidad, a la capacidad, a la mentalidad y a la índole de los participantes,
conforme a las facultades establecidas en las normas litúrgicas. En la elección
de los cantos, melodías, oraciones y lecturas bíblicas; en la realización de la
homilía; en la preparación de la oración de los fieles; en las moniciones que a
veces se pronuncian; y en adornar la iglesia en los diversos tiempos; existe
una amplia posibilidad de que en toda celebración se pueda introducir,
cómodamente, una cierta variedad para que aparezca con mayor claridad la
riqueza de la tradición litúrgica y, atendiendo a las necesidades pastorales,
se comunique diligentemente el sentido peculiar de la celebración, de modo que
se favorezca la participación interior. También se debe recordar que la fuerza
de la acción litúrgica no está en el cambio frecuente de los ritos, sino,
verdaderamente, en profundizar en la palabra de Dios y en el misterio que se
celebra.
Sin embargo, por más que la
liturgia tiene, sin duda alguna, esta característica de la participación activa
de todos los fieles, no se deduce necesariamente que todos deban realizar otras
cosas, en sentido material, además de los gestos y posturas corporales, como si
cada uno tuviera que asumir, necesariamente, una tarea litúrgica específica. La
catequesis procure con atención que se corrijan las ideas y los comportamientos
superficiales, que en los últimos años se han difundido en algunas partes, en
esta materia; y despierte siempre en los fieles un renovado sentimiento de gran
admiración frente a la altura del misterio de fe, que es la Eucaristía, en cuya
celebración la Iglesia pasa continuamente «de lo viejo a lo nuevo». En efecto,
en la celebración de la Eucaristía, como en toda la vida cristiana, que de ella
saca la fuerza y hacia ella tiende, la Iglesia, a ejemplo de Santo Tomás
apóstol, se postra en adoración ante el Señor crucificado, muerto, sepultado y
resucitado «en la plenitud de su esplendor divino, y perpetuamente exclama: ¡Señor
mío y Dios mío!».
Son de gran utilidad, para
suscitar, promover y alentar esta disposición interior de participación
litúrgica, la asidua y difundida celebración de la Liturgia de las Horas, el
uso de los sacramentales y los ejercicios de la piedad popular cristiana. Este
tipo de ejercicios «que, aunque en el rigor del derecho no pertenecen a la
sagrada Liturgia, tienen, sin embargo, una especial importancia y dignidad», se
deben conservar por el estrecho vínculo que existe con el ordenamiento
litúrgico, especialmente cuando han sido aprobados y alabados por el mismo
Magisterio; esto vale sobre todo para el
rezo del rosario. Además, estas prácticas de piedad conducen al pueblo
cristiano a frecuentar los sacramentos, especialmente la Eucaristía, «también a
meditar los misterios de nuestra redención y a imitar los insignes ejemplos de
los santos del cielo, que nos hacen así participar en el culto litúrgico, no
sin gran provecho espiritual».
Es necesario reconocer que la
Iglesia no se reúne por voluntad humana, sino convocada por Dios en el Espíritu
Santo, y responde por la fe a su llamada gratuita (en efecto, ekklesia
tiene relación con Klesis, esto es, llamada). Ni el Sacrificio
eucarístico se debe considerar como «concelebración», en sentido unívoco, del
sacerdote al mismo tiempo que del pueblo presente. Al contrario, la Eucaristía
celebrada por los sacerdotes es un don «que supera radicalmente la potestad de
la asamblea [...]. La asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía
necesita absolutamente, para que sea realmente asamblea eucarística, un
sacerdote ordenado que la presida. Por otra parte, la comunidad no está
capacitada para darse por sí sola el ministro ordenado». Urge la necesidad de
un interés común para que se eviten todas las ambigüedades en esta materia y se
procure el remedio de las dificultades de estos últimos años. Por tanto,
solamente con precaución se emplearán términos como «comunidad celebrante» o
«asamblea celebrante», en otras lenguas vernáculas: «celebrating assembly»,
«assemblée célébrante», «assemblea celebrante», y otros de este tipo.
REDEMPTIONIS
SACRAMENTUM
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