Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación
íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo
de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae,
presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro
de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución
de la Eucaristía.(102)
Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque
tiene una relación profunda con él.
A primera vista, el Evangelio no habla de este tema.
En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a
María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, « concordes en
la oración » (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después
de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo
faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la
primera generación cristiana, asiduos « en la fracción del pan » (Hch 2,
42).
Pero, más allá de su participación en el Banquete
eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear
indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer « eucarística
» con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla
también en su relación con este santísimo Misterio.
Mysterium fidei! Puesto que la
Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento
que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María
puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en
la Última Cena, en cumplimiento de su mandato: « ¡Haced esto en conmemoración
mía! », se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a
obedecerle sin titubeos: « Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5). Con la
solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: « no
dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el
agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su
sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su
Pascua, para hacerse así “pan de vida” ».
En cierto sentido, María ha practicado su fe
eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo
de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios.
La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo
tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al
Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando
en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que
recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.
Hay, pues, una analogía profunda entre el
fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que
cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió
creer que quien concibió « por obra del Espíritu Santo » era el « Hijo de Dios
» (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el
Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo
de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del
pan y del vino.
« Feliz la que ha creído » (Lc 1, 45): María ha
anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la
Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se
convierte de algún modo en « tabernáculo » –el primer « tabernáculo » de la
historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres,
se ofrece a la adoración de Isabel, como « irradiando » su luz a través de los
ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro
de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el
inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión
eucarística?
María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente
en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía.
Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén « para presentarle al Señor »
(Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería « señal
de contradicción » y también que una « espada » traspasaría su propia alma (cf.
Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en
cierto modo, se prefiguraba el « stabat Mater » de la Virgen al pie de
la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de «
Eucaristía anticipada » se podría decir, una « comunión espiritual » de deseo y
ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se
manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la
celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como « memorial » de la
pasión.
¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar
de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la
Última Cena: « Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros » (Lc 22,
19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos
sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía
debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que
había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en
primera persona al pie de la Cruz.
« Haced esto en recuerdo mío » (Lc 22, 19). En
el « memorial » del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo
en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado
también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al
discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: « !He aquí a
tu hijo¡ ». Igualmente dice también a todos nosotros: « ¡He aquí a tu madre! »
(cf. Jn 19, 26.27).
Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de
Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con
nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre.
Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo,
aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente
con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones
eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo
mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de
María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las
Iglesias de Oriente y Occidente.
En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a
Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que
se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística.
La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y
acción de gracias. Cuando María exclama « mi alma engrandece al Señor, mi
espíritu exulta en Dios, mi Salvador », lleva a Jesús en su seno. Alaba al
Padre « por » Jesús, pero también lo alaba « en » Jesús y « con » Jesús. Esto
es precisamente la verdadera « actitud eucarística ».
Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que
Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros
padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la
encarnación redentora. En el Magnificat, en fin, está presente la
tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta
bajo la « pobreza » de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el
mundo el germen de la nueva historia, en la que se « derriba del trono a los
poderosos » y se « enaltece a los humildes » (cf. Lc 1, 52). María canta
el « cielo nuevo » y la « tierra nueva » que se anticipan en la Eucaristía y,
en cierto sentido, deja entrever su 'diseño' programático. Puesto que el
Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor
el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado
para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!
ECCLESIA DE EUCHARISTIA
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