Íntimamente relacionado con la misa en cuanto
sacrificio de Cristo y de la Iglesia, está el problema de las misas privadas,
que algunos han querido rechazar como carentes de sentido.
Ya la encíclica Mediator
Dei salió al paso de este problema, declarando en este sentido la
legitimidad de la celebración eucarística sin fieles, puesto que el sacrificio
eucarístico, «ciertamente por su misma naturaleza y siempre, en todas partes y
por necesidad tiene una función pública y social, pues el que lo inmola obra en
nombre de Cristo y de los fieles cristianos, cuya cabeza es el divino Redentor,
y lo ofrece a Dios por la Iglesia católica y por los vivos y difuntos.
Y ello tiene lugar, sin género de duda, ya sea que
estén presentes los fieles (que nosotros deseamos y recomendamos cuantos más,
mejor y con la mayor piedad), ya sea que falten, pues de ningún modo se
requiere que el pueblo ratifique lo que hace el ministro del altar». Esta misma
doctrina fue ratificada por la encíclica Mysterium
fidei, que vuelve a recordar
que la Eucaristía, como acción de Cristo y de la Iglesia, no es nunca privada.
El Nuevo Código recomienda a
los sacerdotes la celebración diaria del sacrificio eucarístico, la cual, dice,
«aunque no pueda tenerse con asistencia de fieles, es una acción de Cristo y de
la Iglesia en cuya realización los sacerdotes cumplen su principal ministerio».
Más adelante completa la idea con estas palabras: «Sin causa justa y razonable
no celebre el sacerdote el sacrificio eucarístico sin la participación, por lo
menos, de algún fiel».
Teniendo en cuenta las exigencias del sentido eclesial
de la Eucaristía, se comprende también que el sacerdote no pueda cambiar los
ritos de la misma. Ya el Vaticano II había advertido que «nadie, aunque sea
sacerdote, añada, quite o cambie alguna cosa, por iniciativa propia, de la
liturgia». La Congregación del Culto Divino se expresó en términos similares, y
Juan Pablo II se ha manifestado en estos términos: «El sacerdote, como
ministro, como celebrante, como quien preside la asamblea eucarística de las
fieles, debe poseer un sentido particular del bien común de la Iglesia, que él
mismo representa mediante su ministerio, pero al que debe también subordinarse,
según la recta disciplina de la fe. El no puede considerase como 'propietario',
que libremente dispone del texto litúrgico y del sagrado rito como un bien
propio, de manera que pueda darle un sentido personal y arbitrario. Esto puede,
a veces, parecer de mayor efecto; puede también corresponder mayormente a una piedad
subjetiva. Sin embargo, objetivamente, es siempre una traición a aquella unión
que de modo especial debe encontrar la propia expresión en el sacramento de la
unidad.
Todo sacerdote, cuando ofrece el santo sacrificio,
debe recordar que durante este sacrificio no es únicamente él con su comunidad
quien ora, sino que ora la Iglesia entera, expresando así, también en el uso
externo litúrgico aprobado, su unidad espiritual en este sacramento. Si alguien
quisiera tachar de 'uniformidad' tal postura, esto comprobaría sólo la
ignorancia de las exigencias objetivas de la auténtica unidad y sería un
síntoma de dañoso individualismo».
José Antonio Sayes
El misterio eucarístico
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