Liturgia y arte son dos valores que, en la celebración
cultual, constituyen una sola realidad. Ya Pablo VI subrayó esta íntima
relación en su discurso a los artistas, el 7 de mayo de 1964; en él se
expresaba así: "Nuestro ministerio tiene necesidad de vuestra
colaboración.
Porque, como sabéis, nuestro ministerio es predicar y
hacer accesible y comprensible, y hasta conmovedor, el mundo del espíritu, de
lo invisible, de lo inaferrable, de Dios.
Y en esta actividad que trasvasa el mundo invisible en
fórmulas accesibles e inteligibles sois vosotros maestros..., y vuestro arte es
justamente arrancar al cielo del espíritu sus tesoros y revestirlos de palabra,
de colores, de formas, de accesibilidad" (AAS 56 (1964) 438).
Tal vez se ha creado un conflicto entre el arte y la
liturgia: el arte pretendió presentarse como realidad principal, subordinando a
sí mismo el desarrollo de la liturgia y su correspondiente material, con lo que
la música, la coreografía, las artes decorativas, más que dar fuerza a la
expresividad litúrgica, vinieron a ofuscar u oscurecer su autenticidad.
Cada elemento de la celebración litúrgica tiene su
funcionalidad propia, rica y articulada, y el arte viene a hacerse para dichos
elementos como soporte de su aplicación.
Conviene, pues, distinguir, en el objeto litúrgico, y
por consiguiente en su mismo uso, dos aspectos de una misma función: práctico
el uno y simbólico el otro. El primero seordena a la acción material que con él
habrá de realizarse, mientras que el segundo nace de la significación de la
acción misma.
Esta simbología no puede, por tanto, aplicarse al
objeto por una sobreabundante (en cuanto conceptuosa) decoración; porque,
frecuentemente, tal decoración, más que reforzar, vela y hasta hace equívoca tal
simbología. Más bien por la autenticidad y lo precioso del material empleado,
por la armonía de la línea con la función práctica, por la logicidad y
conveniencia en la elección de las proporciones, con relación al ambiente es
como adquirirá el objeto su oportuna elocuencia y llegará a desempeñar notables
valores artísticos globales.
Si, por ejemplo, contemplamos el altar, es de suma
importancia que se manifieste claramente en él su carácter sacrificial y
convival, el cual no depende solamente de su forma, sino también de su
colocación en el lugar de la asamblea litúrgica. De igual manera, un pequeño
cáliz sobre un gran altar difícilmente transmitirá a una gran asamblea su
mensaje simbólico de "cáliz de la nueva y eterna alianza".
Multiplicar el número de cálices anularía la preciosa
simbología de la unicidad. Dígase lo propio acerca del lugar de la proclamación
de la palabra: reducido a un miserable atril, anula su elocuencia y pierde la fuerza
de polo de concentración de la atención de los fieles. Aquí una oportuna y
hasta evidente colocación del micrófono refuerza la simbolicidad del ambón. En
cambio, ese mismo objeto, demasiado visible en el altar, distrae la visión de
lo esencial: las ofrendas. La sede, finalmente, es para la asamblea cristiana
signo de la presencia de aquel que es su única cabeza, signo de unidad y
garantía de autenticidad de la enseñanza (recuérdese el significado del sitial
de honor de las iglesias antiguas); aquí se identifican funcionalidad y
simbolismo, ya que la sede no puede cumplir su función simbólica si no se la
coloca dentro de la asamblea, donde el sacerdote pueda realmente presidir.
Después de un período en el que la postura del hombre
llegó a determinar el objeto litúrgico sacralizado, finalmente hoy vuelve a ser
la acción litúrgica, esa realidad en la que el hombre es el principal actor con
Dios, la llamada a dar a los objetos autenticidad y sacralidad de función y, por
consiguiente, a justificar su nobleza y la beldad de su hechura.
De V. Gatti
Nuevo Diccionario de Liturgia – Ediciones Paulinas
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