Desde siempre, la luz existe en estrecha
relación con la oscuridad: en la historia personal o social, una época sombría
va seguida de una época luminosa; en la naturaleza es de las oscuridades de la
tierra de donde brota a la luz la nueva planta, así como a la noche le sucede
el día.
La luz también se asocia al
conocimiento, al tomar conciencia de algo nuevo, frente a la oscuridad de la
ignorancia. Y porque sin luz no podríamos vivir, la luz, desde siempre, pero
sobre todo en las Escrituras, simboliza la vida, la salvación, que es Él mismo
(Sal 27,1; Is 60, 19-20).
La luz de Dios es una luz en el camino
de los hombres (Sal 119, 105), así como su Palabra (Is 2,3-5). El Mesías trae
también la luz y Él mismo es luz (Is 42.6; Lc 2,32).
Las tinieblas, entonces. son símbolo del
mal, la desgracia, el castigo, la perdición y la muerte (Job 18, 6. 18; Am 5.
18). Pero es Dios quien penetra y disipa las tinieblas (Is 60, 1-2) y llama a
los hombres a la luz (Is 42,7).
Jesús es la luz del mundo (Jn 8, 12;
9,5) y, por ello, sus discípulos también deben serlo para los demás (Mt 5.14),
convirtiéndose en reflejos de la luz de Cristo (2 Cor 4,6). Una conducta inspirada
en el amor es el signo de que se está en la luz (1 Jn 2,8-11).
Durante la primera parte de la Vigilia
Pascual, llamada "lucernario", la fuente de luz es el fuego. Este,
además de iluminar quema y, al quemar, purifica. Como el sol por sus rayos, el fuego
simboliza la acción fecundante, purificadora e iluminadora. Por eso. en la
liturgia, los simbolismos de la luz-llama e iluminar-arder se encuentran casi
siempre juntos.
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