Desde el punto de vista iconográfico, este tema aparece mucho después que
las Vírgenes de Majestad y de Piedad, siendo casi extraño al arte de la Edad
Media.
El dogma según el cual la
Virgen María fue preservada por Dios del pecado original desde su concepción se
proclamó en 1854, poniendo fin a una larga controversia que había comenzado en
el siglo XII y tuvo su punto culminante en España en el siglo XVII. En el marco
de la compleja y dilatada historia de la formación iconográfica de la Purísima
hay varios momentos importantes.
La Inmaculada Concepción fue
representada en primer lugar simbólica o alusivamente, mediante el abrazo de
Ana y Joaquín ante la Puerta Dorada. En la Iglesia oriental y en la primera
versión del arte occidental, la Inmaculada Concepción de la Virgen está
asociada con el encuentro de sus padres, Ana y Joaquín, frente a la Puerta
Dorada de Jerusalén. La Madre de Dios no habría sido concebida de manera
natural, sino por medio de un beso en los labios. Esto se debe a que, según los
teólogos medievales, no era posible la relación sexual totalmente desprovista
de pecado, aunque fuera leve. Por ello, para considerar a María libre de todo
pecado, no podía haber sido concebida de manera natural.
Hacia finales de la Edad Media
apareció una representación novedosa del tema. La Virgen Inmaculada, enviada
por Dios desde el cielo, desciende a la tierra. De pie sobre la luna, coronada
de estrellas, extiende los brazos o une las manos sobre el pecho.
Las fuentes de esta
representación son el Cantar de los Cantares y el Apocalipsis.
En primer lugar, la Inmaculada
está asimilada a la novia del Cantar de los Cantares. Las metáforas bíblicas,
popularizadas por las Letanías de la Virgen de Loreto, aparecen a su alrededor:
el sol, la luna, la estrella del mar, el jardín cerrado, la fuente, el pozo de
agua viva, el cedro del Líbano, el olivo, el lirio, la rosa, el espejo sin mancha,
la Torre de David, la Ciudad de Dios, la puerta del cielo.
Los otros atributos de la
Inmaculada están tomados del Apocalipsis (cap. 12). La luna, que nunca se
representa llena, como en la Crucifixión, sino recortada en forma de creciente,
evocaba la castidad de Diana. Después de la victoria de Lepanto, la cristiandad
gustó interpretar el creciente de luna bajo los pies de la Virgen como un
símbolo de la victoria de la cruz sobre la media luna turca.
Este tema apareció por primera
vez en la iconografía del arte cristiano a fines del siglo XV: los emblemas de
las letanías están representados en la catedral de Cahors, en la capilla de
Notre Dame, que fue construida en 1484.
La leyenda Tota pulchra,
que remite directamente a los versos del Cantar de los Cantares (Tota
pulchra es amica mea, et macula non est in te, Toda eres hermosa, amiga
mía; no hay tacha en ti), se interpreta como la firma de Dios en la creación de
María: mientras que los pintores firman sus obras faciebat (usando el
imperfecto, puesto que son verdaderamente obras imperfectas), Dios, por el
contrario, firma con las palabras Tota pulchra, ya que lo que sale de su
mano es perfecto.
En la historia de la formación
iconográfica de la Inmaculada Concepción nos encontramos con otro momento
crucial cuando la imagen de devoción se presenta como la concreción plástica de
una visión, la de Juan en Patmos, descrita en el capítulo 12 del Apocalipsis.
La fórmula definitiva e la
Inmaculada, que va a dominar a lo largo del siglo XVII, será la resultante de
la conjunción del motivo Tota pulchra con el de la mujer vestida de sol
del Apocalipsis.
El arte barroco del siglo
XVII, por tanto, tiene el mérito de haber creado el tipo definitivo de la
Inmaculada Concepción. Libre ya de todos los símbolos de las letanías, rodeada
sólo por ángeles, sus pies aplastan la serpiente tentadora, para recordar su
victoria sobre el pecado original.
La España mística se apoderó
de este tema y le imprimió la marca de su genio. Y consiguió hacer su propia
versión. Tanto es así que no puede pensarse en la Inmaculada Concepción sin
evocar las obras de Zurbarán, Ribera o Murillo.
Fuente: Iconografía del arte
cristiano, de Louis Réau.
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