La ausencia total de imágenes no es compatible con la fe en la Encarnación de Dios. En su obrar histórico Dios ha entrado al mundo sensible para que el fuera trasparente a Él. Las imágenes de la belleza, en las que se hace visible el misterio del Dios invisible son parte integrante del culto cristiano. El iconoclasmo no es una opción cristiana.
El arte sacro toma sus contenidos de las imágenes de la historia de la salvación, comenzando por la creación, desde el primer día hasta el octavo: el de la resurrección y del retorno, en el cual la línea de la historia se completa como un círculo. De esta forman parte sobre todas las imágenes de la historia bíblica y la historia de los santos como explicación de la historia de Jesucristo, como el hacerse fecundo a lo largo de todo el curso de la historia de la semilla de grano que, caído en tierra, muere. «Tu no combates solo contra los iconos, tu combates contra los santos», decía San Juan Damasceno. En la misma línea el Papa Gregorio III en estos años introduce en Roma la fiesta de todos los santos.
Las imágenes de la historia de Dios con los hombres no muestran solo una secuencia de eventos pasados, sino hacen ver en ellas la unidad interior del obrar de Dios. Ellas hacen referencia al sacramento -sobretodo del Bautismo y a la Eucaristía- en estas contenido; constituyendo, de este modo, un llamado al presente. Ellas están íntimamente entrelazadas con la acción litúrgica. La historia se transforma en Sacramento en Jesucristo, que es la fuente de los sacramentos. Por esto la imagen de Cristo está al centro del arte figurativa sagrada. Al centro está la imagen de Cristo en el misterio pascual: Cristo es representado como Crucificado, cono Resucitado y como Aquel que retorna y que desde ahora reina en el misterio.
Toda imagen de Cristo ha de incluir estos tres aspectos esenciales del misterio de Cristo y, en este sentido, será una imagen pascual. Naturalmente que quedan abiertas aquí diversas posibilidades de acentuación. Una determinada imagen puede explicitar más la cruz, la pasión y el desamparo, o bien puede poner en primer plano la Resurrección y la parusía. Pero ninguna de estas dimensiones debe quedar aislada a pesar de las diversas acentuaciones, tiene que aparecer el misterio pascual en toda su integridad. Un crucifijo que no permita entrever el elemento pascual será tan erróneo como una imagen pascual que olvidara las llagas de Cristo y la actualidad de su sufrimiento. En cuanto centrada en los aspectos pascuales, toda imagen de Cristo es siempre un icono de la Eucaristía. Es decir, la imagen debe remitir a la presencia sacramental del misterio pascual.
Las imágenes de Cristo y las de los santos no son fotografías. Su esencia estriba en trascender lo que resulta materialmente representable, a fin de despertar los sentidos interiores e introducir en un nuevo modo de ver, el cual es capaz de percibir a través de lo visible aquello que es invisible. La sacralidad de una imagen estriba precisamente en que proceda de una visión interior y a ella conduzca. Debe producirse como fruto de una contemplación íntima, de un encuentro de fe con la nueva realidad del Resucitado. Aquí vuelve a salirnos al paso la mirada de la interioridad, el encuentro orante con el Señor. La imagen está al servicio de la liturgia. Las oraciones y las miradas en las que se forman las imágenes, deben ser oración y mirada compartida, en comunión con la fe de la Iglesia. La dimensión eclesial es algo esencial para el arte sacra. También lo es el vínculo íntimo con la historia de la fe, con la Escritura y la Tradición.
La Iglesia de Occidente no tiene que desconocer el camino que ha recorrido a partir del siglo XIII. Sin embargo, debe esforzarse por hacer propias las conclusiones del séptimo Concilio Ecuménico –el segundo de Nicea- que formuló el significado teológico profundo y el espacio de las imágenes dentro de la iglesia. No tiene por qué hacer suyas todas las normas particulares surgidas durante la lucha por las imágenes de los Concilios y Sínodos orientales posteriores al de Nicea, que en 1551, en el Concilio de Moscú –el Concilio de los 100 cánones-, alcanzaron, en cierto modo, su culminación. Sin embargo, debería considerar las líneas maestras de la teología oriental como normativa también para ella.
Ciertamente que no conviene que haya normas rígidas. Las nuevas experiencias de piedad y las instituciones que se nos brindan día a día han de hallar un espacio propio dentro de la Iglesia. Sin embargo, sigue habiendo una diferencia entre arte sacra (que se refiere a la liturgia, que pertenece al ámbito eclesiástico) y el arte religiosa en general. En el arte sacra no hay espacio para la arbitrariedad pura. Las formas de arte que niegan el Logos en la realidad y que fijan los sentidos del hombre en las cosas aparentes no son compatibles con el sentido de las imágenes en la Iglesia. De una subjetividad aislada no puede proceder ningún arte sacra. Este arte supone, más bien, el sujeto formado interiormente por la Iglesia y abierto a la comunión. Sólo de este modo el arte contribuye a que la fe común se haga visible y regrese al corazón de los fieles hecha palabra.
La libertad del arte, que debe darse dentro del espacio del arte sacra, nada tiene que ver con la arbitrariedad. Se desarrolla de acuerdo con el criterio que se contiene en los cuatro puntos anteriores de esta reflexión final. Ellos representan un intento por resumir las constantes de la tradición creyente respecto a las imágenes. Sin fe no hay arte alguno capaz de adecuarse a lo litúrgico. El arte sacro se coloca bajo el imperativo de la segunda Carta a los corintios: «Miraremos al Señor y nos iremos transformando de manera cada vez más gloriosa conforme a la acción del Señor que es Espíritu» (2 Co 3,18).
Joseph Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia.
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